Capítulo 3
Las planchas de oro
Este es el capítulo 3 de una nueva historia de la Iglesia narrada en cuatro tomos y titulada Santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días. El libro estará disponible en 14 idiomas en papel impreso, en la sección Historia de la Iglesia de la aplicación Biblioteca del Evangelio y en línea en santos.lds.org. Los siguientes capítulos se irán publicando en los próximos ejemplares hasta que el tomo I se publique más adelante este año. Dichos capítulos estarán disponibles en 47 idiomas en la aplicación Biblioteca del Evangelio y en santos.lds.org. El capítulo 2 describe la Primera Visión de José, en la que vio al Padre y al Hijo en la primavera de 1820.
Pasaron tres años y tres cosechas. José se ocupaba casi todos los días desmalezando terrenos, removiendo la tierra y trabajando como jornalero a fin de ahorrar dinero para el pago en efectivo que la familia hacía una vez al año por su propiedad. Debido a estas labores, le era imposible ir a la escuela muy a menudo y pasaba la mayor parte del tiempo libre con su familia o con otros jornaleros.
José y sus amigos eran jóvenes y alegres y a veces hacían tonterías, pero José aprendió que ser perdonado una vez no significaba que nunca más tendría que volver a arrepentirse. Tampoco su gloriosa visión dio respuesta a todas sus preguntas ni acabó para siempre con su confusión1, así que trató de permanecer cerca de Dios. Leyó la Biblia, confió en el poder de Dios para salvarle y obedeció el mandamiento del Señor de que no debía unirse a ninguna iglesia.
Al igual que mucha gente del lugar, como su padre, José creía que Dios podía revelar conocimiento por medio de objetos como varas y piedras, como lo había hecho con Moisés, Aarón y otras personas de la Biblia2. Un día, mientras ayudaba a un vecino a cavar un pozo, encontró una pequeña piedra enterrada profundamente. Consciente de que a veces la gente utiliza piedras especiales para buscar objetos perdidos o tesoros ocultos, José se preguntó si habría encontrado una de esas piedras y, al examinarla, vio cosas que eran invisibles para el ojo natural3.
El don que José tenía para usar la piedra impresionó a su familia, que lo vio como una señal de la aprobación divina4. Pero aun cuando tenía el poder de un vidente, José aún no estaba seguro de si Dios estaba complacido con él. Ya no sentía el perdón ni la paz que había sentido después de la visión del Padre y del Hijo. En cambio, solía sentirse censurado a causa de sus debilidades e imperfecciones5.
El 21 de septiembre de 1823, José, que ya tenía 17 años, estaba acostado despierto en la habitación del ático que compartía con sus hermanos. Esa noche se había quedado levantado hasta tarde, escuchando a su familia hablar de las diferentes iglesias y las doctrinas que enseñaban. Ahora todos dormían y el silencio reinaba en la casa6.
En la oscuridad de su habitación, José comenzó a orar, suplicando con fervor que Dios le perdonara sus pecados. Anhelaba estar en comunión con un mensajero celestial que pudiera asegurarle su condición y posición ante el Señor y darle el conocimiento del Evangelio que se le había prometido en la arboleda. José sabía que Dios había contestado sus oraciones antes y confiaba plenamente en que lo haría otra vez.
Mientras oraba, junto a la cama apareció una luz que se hizo más brillante hasta iluminar toda la estancia. José miró hacia arriba y vio a un ángel en el aire. El ángel llevaba puesta una túnica blanca que le llegaba hasta las muñecas y los tobillos. La luz parecía emanar de él, y su rostro brillaba como un relámpago.
Al principio José tuvo miedo, pero pronto rebosó de paz. El ángel lo llamó por su nombre y dijo que se llamaba Moroni; le declaró que Dios le había perdonado sus pecados y que ahora tenía una obra para él. Dijo que el nombre de José se tomaría para bien y para mal entre todo pueblo7.
Moroni habló de unas planchas de oro enterradas en un cerro cercano. En ellas estaba grabada la historia de un pueblo que habitó antiguamente en las Américas. El registro relataba sus orígenes y narraba cómo el Salvador los había visitado y les había enseñado la plenitud de Su evangelio8. Moroni dijo que enterradas con las planchas había dos piedras de vidente que, tiempo después, José llamó el Urim y Tumim, o intérpretes. El Señor había preparado esas piedras para ayudar a José a traducir el registro. Ambas piedras diáfanas estaban sujetas una a la otra y aseguradas a un pectoral9.
Durante el resto de la visita Moroni citó profecías de los libros bíblicos de Isaías, Joel, Malaquías y Hechos, y explicó que el Señor vendría pronto, y que la familia humana no cumpliría el propósito de su creación a menos que antes se renovara el antiguo convenio de Dios10. Moroni dijo que Dios había escogido a José para renovar el convenio y que si decidía ser fiel a los mandamientos, él sería quien revelaría el registro que se hallaba en las planchas11.
Antes de partir, el ángel mandó a José que cuidara de las planchas y no las mostrara a nadie, a menos que se le indicara hacerlo, y le advirtió que sería destruido si desobedecía ese consejo. Entonces la luz se concentró alrededor de Moroni y este ascendió al cielo12.
Mientras José permanecía acostado pensando en la visión, la luz inundó el cuarto nuevamente y Moroni se apareció y repitió el mismo mensaje de antes. Luego partió, solo para volver a aparecer y comunicar su mensaje por tercera vez.
“Ahora bien, José, ten cuidado”, dijo. “Cuando vayas a obtener las planchas, tu mente se llenará de oscuridad, y por ella pasará toda clase de mal para evitar que guardes los mandamientos de Dios”. A fin de que José recibiera apoyo, Moroni lo instó a hablarle a su padre acerca de las visiones.
—Él creerá cada una de tus palabras —le prometió el ángel13.
A la mañana siguiente José no dijo nada en cuanto a Moroni, aunque sabía que su padre también creía en las visiones y los ángeles. Junto con su padre y Alvin, pasó la mañana cosechando un campo cercano.
El trabajo era arduo y y José intentaba seguirle el paso a su hermano mientras oscilaban sus guadañas de un lado a otro entre las altas espigas. Pero las visitas de Moroni lo habían tenido despierto toda la noche y sus pensamientos se dirigían una y otra vez al registro antiguo y al cerro donde estaba enterrado.
Pronto dejó de trabajar y Alvin se dio cuenta. “Debemos seguir trabajando”, le gritó, “o no acabaremos nuestra labor”14.
José intentó trabajar con mayor ahínco y rapidez, pero no importaba lo que hiciera, no podía seguir el ritmo de Alvin. Tras unos momentos, su padre notó que estaba pálido y que había dejado de trabajar de nuevo. “Vete a casa”, le dijo, creyendo que su hijo estaba enfermo.
José obedeció a su padre y se dirigió a casa tambaleante, pero al tratar de cruzar una cerca, se desplomó y quedó exhausto en el suelo.
Mientras yacía allí, recobrando las fuerzas, vio una vez más a Moroni arriba de él, rodeado de luz. “¿Por qué no le dijiste a tu padre lo que te conté?”, le preguntó.
José respondió que tenía miedo de que su padre no le creyera.
—Te creerá —le aseguró Moroni, y entonces repitió el mensaje que había comunicado la noche anterior15.
Su padre lloró cuando José le habló del ángel y su mensaje. “Fue una visión de Dios”, le dijo. Haz lo que te ha mandado16.
José partió de inmediato hacia el cerro. Durante la noche, Moroni le había mostrado en una visión dónde estaban escondidas las planchas, por lo que sabía a donde ir. El cerro, uno de los mayores del lugar, estaba a unos cinco kilómetros de su casa. Las planchas estaban enterradas bajo una piedra grande y redonda en la ladera occidental, no lejos de la cima.
Mientras caminaba, José pensaba en las planchas; aunque sabía que eran sagradas, le costaba resistirse a pensar en cuánto valdrían. Había oído relatos de tesoros escondidos, protegidos por espíritus guardianes, pero Moroni y las planchas que describió eran diferentes de esos relatos. Moroni era un mensajero celestial designado por Dios para entregar el registro de forma segura a Su vidente escogido, y las planchas no eran valiosas porque fueran de oro, sino porque testificaban de Jesucristo.
Aun así, José no podía dejar de pensar en que ahora sabía exactamente dónde encontrar un tesoro lo bastante grande como para librar a su familia de la pobreza17.
Al llegar al cerro, José halló el sitio que había visto en la visión y comenzó a cavar en la base de la roca hasta que logró ver las orillas. Entonces tomó una rama de buen tamaño y la utilizó como palanca para levantar la piedra y moverla a un lado18.
Debajo de la roca había una caja cuyas paredes, al igual que la base, estaban hechas de piedra. Al mirar dentro, José vio las planchas de oro, las piedras de vidente y el pectoral19. Las planchas estaban cubiertas de una escritura antigua y unidas entre sí por tres anillas o aros; cada plancha era delgada y medía unos 15 centímetros de ancho por 20 largo. Además, una sección de las planchas parecía estar sellada para que nadie pudiera leerlas20.
Asombrado, José se preguntó nuevamente cuánto valdrían las planchas. Extendió la mano para tocarlas y sintió como una descarga que recorrió su cuerpo. Alejó rápidamente la mano, aunque luego intentó tomar las planchas dos veces más, y cada vez volvió a recibir una sacudida.
—¿Por qué no puedo obtener el libro? —exclamó—.
—Porque no has guardado los mandamientos del Señor —declaró una voz cercana21.
José se dio la vuelta y vio a Moroni. En ese mismo instante el mensaje de la noche anterior colmó su mente y entendió que había olvidado el verdadero propósito del registro. Comenzó a orar y su mente y su alma se abrieron al Espíritu Santo.
“Mira”, mandó Moroni. Se desplegó otra visión ante José y vio a Satanás rodeado de sus innumerables huestes. “Todo esto se te muestra: lo bueno y lo malo, lo santo y lo impuro, la gloria de Dios y el poder de las tinieblas”, declaró el ángel, “para que de aquí en adelante conozcas ambos poderes y nunca influya en ti, ni te venza, lo inicuo”.
Mandó a José que purificara su corazón y fortaleciera su mente para recibir el registro. “Si estas cosas sagradas han de obtenerse, debe ser por la oración y la fidelidad para obedecer al Señor”, explicó Moroni. “No se hallan depositadas aquí a fin de acumular ganancias y riqueza para la gloria de este mundo. Fueron selladas por la oración de fe”22.
José preguntó cuándo podría tener las planchas.
—El próximo 22 de septiembre —dijo Moroni—, si la persona correcta viene contigo.
—¿Quién es la persona correcta? —inquirió José—.
—Tu hermano mayor23.
Ya desde niño, José sabía que podía confiar en su hermano mayor. Alvin tenía 25 años y probablemente se podría haber comprado su propia granja si hubiera querido, pero había decidido quedarse en la granja de la familia porque deseaba ayudar a sus padres a establecerse y estar seguros en sus tierras cuando envejecieran. Alvin era serio y muy trabajador, y José lo amaba y admiraba muchísimo24.
Tal vez Moroni sintió que José necesitaba de la sabiduría y fortaleza de su hermano para llegar a ser la clase de persona a la que el Señor podía confiar las planchas.
Cuando regresó a casa esa noche, José estaba cansado, pero no bien cruzó la puerta, los miembros de su familia se juntaron alrededor de él, ansiosos por saber qué había encontrado en el cerro. José comenzó a hablarles de las planchas, pero Alvin lo interrumpió cuando se dio cuenta de lo agotado que se veía.
“Vamos a dormir”, dijo, “y nos levantaremos temprano en la mañana para ir a trabajar”. Al día siguiente habría tiempo de sobra para escuchar el resto del relato de José. “Si madre nos prepara la comida temprano”, prosiguió, “entonces tendremos una linda y larga velada para sentarnos a escucharte”25.
La noche siguiente José compartió lo que había sucedido en el cerro y Alvin le creyó. Por ser el hijo mayor de la familia, siempre se había sentido responsable del bienestar físico de sus padres ya entrados en años. Él y sus hermanos habían comenzado, incluso, a edificar una casa más grande para la familia para que estuvieran más cómodos.
Ahora parecía que José estaba velando por el bienestar espiritual de ellos. Noche tras noche cautivaba a la familia hablándoles de las planchas de oro y del pueblo que las había escrito. La familia se volvió más unida y en su hogar reinó la paz y la felicidad. Todos sentían que algo maravilloso estaba a punto de suceder26.
Pero entonces, una mañana de otoño, menos de dos meses después de la visita de Moroni, Alvin volvió a casa con un intenso dolor en el estómago. Sumido en la agonía, le rogó a su padre que pidiera ayuda. Cuando finalmente llegó un médico, le dio a Alvin una abundante dosis de una medicina blancuzca que solo empeoró las cosas.
Alvin pasó varios días en cama, retorciéndose de dolor. Sabiendo que posiblemente iba a morir, mandó llamar a José. “Haz todo lo que esté a tu alcance para obtener el registro”, le dijo Alvin. “Sé fiel para recibir instrucciones y guardar todo mandamiento que se te dé”27.
Alvin murió poco tiempo después y el hogar se sumió en el pesar. En su funeral, un predicador dio a entender que Alvin había ido al infierno y utilizó su muerte para advertir a los demás de lo que les sucedería a menos que Dios intercediera para salvarlos. Joseph Smith estaba furioso. Su hijo había sido un buen muchacho y no podía creer que Dios lo condenaría28.
Sin Alvin, se acabaron las conversaciones sobre las planchas. Él había sido un defensor tan acérrimo del llamamiento divino de José, que cualquier mención de ellas les recordaba su muerte y la familia no podía soportarlo.
José echaba terriblemente de menos a Alvin y su muerte fue un mal trago para él. Había tenido la esperanza de contar con su hermano mayor para obtener el registro, pero ahora se sentía abandonado29.
Cuando finalmente llegó el día de regresar al cerro, José fue solo. Sin Alvin, no estaba seguro de si el Señor le confiaría las planchas, pero pensó que podría guardar todo mandamiento que el Señor le había dado, como le había aconsejado su hermano. Las instrucciones de Moroni para obtener las planchas eran claras. “Debes tomarlas e ir directamente a casa sin demora”, le había dicho el ángel, “y asegurarlas bajo llave”30.
Una vez en el cerro, José movió la roca, metió las manos en la caja de piedra y sacó las planchas. Entonces le pasó por la mente el pensamiento de que los demás objetos de la caja eran valiosos y que debía ocultarlos antes de irse. Depositó las planchas en el suelo y se dio la vuelta para cubrir la caja, pero cuando volvió a donde las había dejado, estas habían desaparecido. Alarmado, se arrodilló y suplicó para saber dónde se hallaban.
Se apareció Moroni, quien le dijo que un vez más no había seguido las instrucciones. No solo había depositado las planchas en el suelo sin haberlas asegurado, sino que también las había apartado de su vista. Aun cuando el joven vidente estaba dispuesto a hacer la obra del Señor, todavía no era capaz de proteger el antiguo registro.
José estaba decepcionado consigo mismo, pero Moroni le dijo que volviera por las planchas al año siguiente. También le enseñó más sobre el plan del Señor para el reino de Dios y la gran obra que empezaba a desplegarse.
Sin embargo, después de la partida del ángel, José descendió el cerro cabizbajo, preocupado por lo que pudiera pensar su familia cuando lo vieran llegar con las manos vacías31. Al entrar en la casa, todos le estaban aguardando. Su padre le preguntó directamente si tenía las planchas.
—No —dijo—, no pude obtenerlas.
—¿Las viste?
—Sí, pero no pude traerlas.
—Si yo fuera tú, las habría traído —dijo su padre.
—No sabes lo que dices —dijo José—. No pude obtenerlas porque el ángel del Señor no me lo permitió32.