El Señor ve la fe de Sus buenos misioneros
Llegamos en tren desde Madrid a la ciudad de Barcelona. Éramos ocho misioneros llamados por nuestro presidente de misión, Smith B. Griffin, para comenzar la obra allí. Era el 11 de octubre del año 1969. En ese entonces, España pertenecía a la Misión de Francia, con oficina en París.
Yo, recién llamado y apartado, fui recibido por un buen y fiel compañero, el élder Gary Glosser, que había sido transferido desde su misión en Argentina, para ayudar a establecer la obra de Señor en un país recién abierto al Evangelio restaurado.
La tarea era mayor de lo que un grupo de misioneros podía hacer solo con su fuerza e intelecto. Así que compramos un mapa de la ciudad, lo dividimos en cuatro y comenzamos a hacer planes. Cada pareja de misioneros tomó un cuadrante, un cuarto de millón de almas.
Sin miembros ni capillas, tuvimos que trabajar con mucha fe y con la ayuda del Señor, pidiendo ayuda divina y guía para cada día. Aun así no avanzábamos, y tampoco bautizábamos. Llegamos a finales del mes de diciembre con las manos vacías, y muy desalentados. Ante la situación que estábamos atravesando, decidimos ayunar y orar hasta encontrar una buena familia que deseara bautizarse.
Creo que fue el 23 de diciembre cuando salimos de nuestro piso, sentimos un espíritu muy fuerte y, guiados por la mano del Señor, sin saber de antemano hacia dónde nos teníamos que dirigir, nos pusimos en camino. Subimos a un autobús, y llegamos al final de una línea, cuya última parada era una zona muy hermosa de la cuidad, llamada Montbau.
Era un día soleado. Vimos algo parecido a una colina, con casas blancas y un camino que llegaba hasta la parte más alta. El élder Glosser anunció que allí arriba, entre esas casas, alguien nos estaba esperando para recibir el Evangelio, así que comenzamos nuestra ascensión sin mucho éxito. El tiempo pasaba, y nada sucedía. Finalmente, nuestra oración de fe fue contestada de una manera prodigiosa: En una de las puertas que tocamos, nos abrió una mujer. Comenzamos nuestra presentación, y nos pidió que pasáramos a la sala de estar; nos sentamos y comenzó a contarnos lo que le había sucedido un tiempo atrás. En un sueño, había visto a dos jóvenes con camisas blancas y corbatas que llegarían a su hogar con un mensaje de Dios. Nos identificó como los mensajeros de su sueño.
Antes de ser transferido a Sevilla, la segunda ciudad en la que serví, bautizamos a esa bella familia. El Señor había escuchado nuestras oraciones y súplicas. Un gran milagro había tenido lugar.
Bien cierto es que el Señor no siempre va a llevar a sus misioneros hacia una familia especial, y producir un bautismo cada vez que estos oran y ayunan, pero en esta situación concreta su voluntad divina se expresó de esta manera. Este milagro, uno de los pilares en los que se ha cimentado mi vida espiritual, me enseñó una profunda lección: La oración de fe, combinada con el ayuno, tiene un gran poder; y al final de nuestros episodios difíciles, el Señor siempre nos acaba dando lo que necesitamos para acercarnos más a Él, y ser instrumentos en Sus manos a fin de cumplir su santa voluntad.