Voces de los Santos de los Últimos Días
“No se olvide de pagar los diezmos”
Crecí en una familia en extrema pobreza. Por tal razón tuve que trabajar muy pequeño para ayudar a mis hermanitos a conseguir los alimentos diarios, ya que mi padre era un enfermo alcohólico.
Me bauticé a los nueve años, y a los 13 años le pedí a mi obispo, Francisco Morán, que me enseñara el oficio que él ejercía; y después de pensarlo un tiempo y de creer que eso sería para mí y mi familia una alternativa, accedió.
Recuerdo que al final del mes me pagó 30 lempiras y me dijo, “No se olvide de pagar los diezmos”.
Ese domingo llegué muy temprano a la Iglesia. Busqué al obispo en su oficina y le entregué tres lempiras. Él me preguntó, “¿porqué me da estos tres lempiras?”. Le contesté que él me dijo que pagara diezmos. Me dio un recibo y me enseñó que debía colocarlo en el sobre cerrado.
Cuando se lo entregué, él estaba con lágrimas en sus ojos. Tomó el sobre y por un momento sentí que me lo quería regresar, porque él sabía que los tres lempiras eran lo único que me había quedado después de comprar alimentos para mis hermanitos, y sabía que los necesitaba. Pero después de unos segundos me abrazó y me dijo con una voz temblorosa pero con un poder celestial: “Nunca en su vida deje de pagar sus diezmos. Le prometo que si usted lo hace, el Señor le aliviará sus aflicciones”. Le dije que siempre pagaría un diezmo íntegro.
Esa experiencia, a pesar de mi muy temprana edad, marcó la diferencia en el rumbo de mi vida. El Señor empezó a alivianar mis cargas.
Cuando le serví al Señor como misionero de tiempo completo, un día en especial nos encontrábamos con mi compañero un tanto frustrados y agotados, puesto que no habíamos tenido éxito al encontrar a alguien para enseñar. Le habíamos prometido al Señor que ese día no regresaríamos a nuestra casa si no encontrábamos una familia para enseñar. Eran las 8:00 de la noche y ya debíamos regresar a nuestra casa. De pronto entre la oscuridad vi un hombre cargando un niño y otro de la mano y, sobre él, una pequeña maleta. De inmediato corrí y le agarré la maleta. Mi compañero vio que venía la esposa del hombre en igual condición e hizo lo mismo. Le pregunté que si quería que lo acompañáramos hasta su casa. Él, un tanto dudoso, vio a su esposa y dijo: “lo que pasa es que vivimos muy lejos y casi sobre la cima del cerro”. Le dije que no importaba y que de todas maneras le ayudaríamos con la maleta. Al llegar a su hogar, notamos una humilde casita, casi por caerse, sostenida con un viga. Estaba inclinada a un lado y estaba cubierta de pequeños trozos de madera y cartón.
Él me dijo que no tenía dónde recibirnos y que le daba mucha pena. Nos invitaron a pasar y solo tenían dos trozos de madera donde se sentaban. Mi compañero y yo de inmediato nos sentamos en el suelo de tierra. Cuando compartimos el mensaje, descendió el Espíritu y mi sentimiento más fuerte fue decirles: “Hermanos, en el transcurso de nuestro mensaje les hablaremos de una ley divina que cambiará sus vidas por completo”. Y eso hice. Durante los mensajes nos enfocamos en que ellos comprendieran la ley del diezmo. Al poco tiempo se bautizaron.
Después de varios años regresé a buscarlos, pero me confundía porque no encontraba su humilde casita. Después de pasar varias veces por la calle, le pregunté a su vecina dónde vive la familia Galo. Ella me dijo, “en esa casa”, y me señaló una hermosa y lujosa casa. Toqué el timbre, porque hasta tenía timbre, y salió la hermana Galo. Me invitó a pasar a su linda y acogedora sala, y ya no tenían troncos de madera. Después de una breve pausa, no soporté las ganas de preguntarle “¿qué pasó con la humilde casita?”.
La hermana, después de agradecerme por ser instrumento en las manos del Señor y enseñarles este hermoso Evangelio, me dijo: “Usted nos prometió que si pagábamos un diezmo íntegro al Señor, Él nos quitaría nuestras aflicciones, y eso fue lo que hizo. Mi esposo y yo hemos pagado fielmente la décima parte de nuestros ingresos al Señor, y Él nos ha bendecido. A mi esposo lo ascendieron de puesto en la empresa, y por tal razón gana más del triple de lo que ganaba antes. Y esto más, el mes pasado lo llamaron como obispo de nuestro barrio”.
Estas experiencias me han ayudado a comprender con más certeza que al pagar un diezmo íntegro al Señor, Él nos quitará las aflicciones. Doctrina y Convenios 82:10 dice: “Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis”. Y eso es lo que a mí me motiva a seguir la voluntad del Señor, porque creo en Sus promesas y porque las necesito.
Si somos fieles, seremos librados de nuestras aflicciones. El Señor aliviana las cargas de aquellos que en Él ponen su confianza. Solo debemos esperar en el Señor con fe y paciencia. Él tiene poder. Él nos conoce y nos ama.