2019
Convencer y persuadir
Enero de 2019


Sección Doctrinal

Convencer y persuadir

Hablando con un miembro de la Iglesia, le pregunté por una familia muy querida que conocí hace muchos años, y de la que hacía bastante tiempo que no sabía nada. Me dijo que todos los hijos estaban fuera de la Iglesia, y algunos de ellos con una actitud muy crítica; y añadió, “El padre era demasiado estricto”.

No es el único caso de padres muy estrictos cuyos hijos, cuando ya no están bajo el control de una disciplina paterna férrea, acaban fuera de la Iglesia. ¿Por qué será? ¿No sirve de nada tanto esfuerzo?

Cuando los padres obligan a sus hijos a ir a la Iglesia, leer las Escrituras, asistir a las clases de religión de Seminario e Instituto, ir a la misión…, lo hacen porque quieren ayudarles a vencer las influencias que puedan apartarlos del camino a la salvación. Quieren salvar a todos sus hijos, y para lograrlo están dispuestos incluso a obligarles a ser obedientes, si fuera necesario, para que entren en la gloria celestial, aunque sea a empujones. Pero el método está equivocado, tanto desde el punto de vista religioso (porque nadie puede salvarse contra su voluntad), como del didáctico (porque el aprendizaje sólo es posible en libertad).

Esto me recuerda lo que leemos en las Escrituras sobre las palabras de Lucifer, cuando en el concilio de los cielos nuestro Padre nos presentaba con todo su amor el Plan de Salvación. Después de escuchar el plan, Lucifer exclamó lleno de entusiasmo: “… redimiré a todo el género humano, de modo que no se perderá ni una sola alma, y de seguro lo haré…” (Moisés 4:1). Aquello nos sorprendería a todos. Y lo que ocurrió después nos impresionaría aún más: todos los que le siguieron (¡una tercera parte de nuestros hermanos!) se perdieron (cfr. Apoc. 12:3–4; D. y C. 29:36). Es decir, Lucifer consiguió exactamente lo contrario de lo que supuestamente pretendía. ¿Por qué aquella tragedia?

En el plan de Lucifer había dos problemas: El primero fue que su verdadero propósito no era salvarnos, sino satisfacer su orgullo (cfr. Moisés 4:1). El segundo fue la forma en que pretendía conseguir su objetivo, que consistía en eliminar el albedrío que Dios nos había dado (cfr. Moisés 4:3), y sin el cual nadie puede salvarse, porque salvarse no es entrar en el cielo, sino convertirse en celestial (cfr. D. y C. 88:17–39), y eso no es posible sin albedrío. El plan de Lucifer era un plan de condenación disfrazado de salvación, a semejanza de lo que encontramos fuera del Evangelio restaurado, y del que los padres nos contagiamos tan fácilmente en este mundo, cuando queremos salvar a nuestros hijos, eliminando su albedrío, y cayendo en la tentación de hacerlo, más para satisfacer nuestro orgullo de padres eficaces que para salvarlos a ellos. Y esa obediencia forzada se convierte en un obstáculo en el camino de la salvación.

Moroni lo explica muy bien cuando nos enseña que lo bueno, si se hace de mala gana, no aprovecha, y no se cuenta como obra buena. Y al que actúa así se le tiene por malo ante Dios (cfr. Moroni 7:6–9). Y explica la manera de saber cuál es el método apropiado para educar en la religiosidad, diciendo: “… toda cosa que invita a hacer lo bueno, y persuade a creer en Cristo… es de Dios” (Moroni 7:16). Es decir, que lo adecuado es invitar y persuadir a las personas, para que de esta manera desarrollen el deseo de actuar voluntariamente.

Mi esposa y yo tenemos un hijo con parálisis cerebral y en silla de ruedas. Si la fruta es importante para todos, para él lo es aún más. Y todas las mañanas le damos batidos naturales de fruta de temporada. En invierno, zumo de naranja abundante. Una mañana, le llevé a la cama una jarra de zumo de las deliciosas naranjas de Valencia recién exprimidas. Lo incorporé, le acerqué el zumo, y me dijo: “Dame un abrazo”. Como era complicado darle un abrazo en esa situación, y como además era un poco tarde y yo iba con prisas, le dije: “Déjate de abrazos, y bebe el zumo”. Se lo bebió de un tirón, y a continuación lo vomitó entero encima de la cama. Aquella experiencia me hizo reflexionar. Al día siguiente, cuando de nuevo fui a su cama, coloqué la jarra de zumo sobre la mesilla, y le dije: “Toma el zumo, pero antes dame un abrazo”. Tras un abrazo cariñoso, le di el zumo, y… ¡no lo vomitó! ¿Cuál fue la diferencia?, ¿el zumo? ¡No! Seguían siendo las buenas naranjas de Valencia. La diferencia estaba en la forma en que se lo di. Porque cualquier cosa, por muy buena que sea, si se administra mal puede producir rechazo y vómito.

De la misma manera, en verano le doy por las mañanas melón recién batido. Pero el melón no le gusta, y se queja cuando se lo doy. Por tanto, un día, cuando estaba sentado con su ordenador, le dije: “Vamos a estudiar las propiedades nutritivas del melón”. Entramos en internet, y las estudiamos juntos. Cuando terminamos, me dijo: “Dame una jarra de melón, papá”. Todavía se queja un poco cuando se lo doy, pero siempre le recuerdo lo que estudiamos sobre el melón. Y desde entonces, cuando le hago batidos de frutas, me dice, “¿Miramos las propiedades de estas frutas, papá?”. Y cuando toma los batidos matutinos, me comenta esas propiedades.

Al estudiar las enseñanzas de los diferentes autores del Libro de Mormón, se confirma lo dicho por Moroni sobre el método adecuado para la enseñanza de los principios religiosos: se trata de convencer y persuadir. En la Portada del Libro de Mormón, leemos que uno de los propósitos de las planchas de las que se tradujo el libro es “convencer al judío y al gentil de que Jesús es el Cristo”. Nefi, hablando de sus esfuerzos para enseñar a sus hermanos rebeldes, dice: “… a fin de convencerlos más plenamente de que creyeran en el Señor su Redentor, les leí lo que escribió el profeta Isaías” (1 Nefi 19:23). Y con respecto al propósito por el que escribe en las planchas, comenta: “… toda mi intención es persuadir a los hombres a que vengan al Dios de Abraham, y al Dios de Isaac, y al Dios de Jacob, y sean salvos” (1 Nefi 6:4). Y explicando cómo enseñaba a sus hijos, afirma: “Porque nosotros trabajamos diligentemente para escribir, a fin de persuadir a nuestros hijos, así como a nuestros hermanos, a creer en Cristo” (2 Nefi 25:23). Y lo mismo decía su hermano Jacob: “… trabajamos diligentemente entre los de nuestro pueblo, a fin de persuadirlos a venir a Cristo, y a participar de la bondad de Dios” (Jacob 1:7). Se trata, pues, no de obligar, sino de convencer y persuadir a las personas a venir a Cristo y a creer en Él.

Convencer no es lo mismo que vencer. Los padres vencen al hijo cuando imponen su autoridad, y le dicen, “Lo haces porque lo digo yo”, sin más razones. Y convencen cuando permiten a los hijos participar en la decisión, y juntos deciden; es decir, vencen juntos, que es lo que significa convencer. Y persuadir supone dar razones de lo que se dice. Algunos padres piensan que pierden autoridad cuando tienen que explicar a sus hijos las razones por las que tienen que obedecer lo que les mandan. El método divino, opuesto al de Satanás, no es obligar, porque eso corrompe la voluntad, sino invitar, convencer y persuadir, ya que la obediencia desidiosa y negligente nos condena (cfr. D. y C. 58:26–29). Por tanto, los padres con sus hijos, los dirigentes con los miembros de la Iglesia, y los maestros con sus alumnos, debemos tenerlo muy en cuenta, si no queremos ser una piedra de tropiezo en el camino de la salvación, y, de esa manera, sirvamos a Satanás más que a Dios (cfr. Marcos 8:33).