Voces de Los Santos de los Últimos Días
Una voz ajena durante la noche
Una noche el Señor me rescató por medio de la voz de Su Espíritu y por medio de un siervo diligente.
Muchos años antes de aquella noche, mi madre conoció la Iglesia, el 20 de octubre de 1959, y tuve la bendición de nacer en el año 1961 y ser un niño inscrito. Debido a las dificultades económicas por las que estaba pasando mi madre, mi abuelita se hizo cargo de mí y de mis dos hermanos. Ella nos llevó a vivir a otra provincia a casi 10 horas de la capital. Mi abuela profesaba una ferviente fe en su religión y nos inculcó las buenas costumbres en las que ella había depositado su fe.
Durante los tres meses de vacaciones, al final del año escolar, veníamos a la capital, San José, a pasarlas con mi madre, así que cuando cumplí los ocho años fui bautizado en la Iglesia. Estos eran los contactos esporádicos que mis hermanos y yo teníamos con la Iglesia.
Al pasar los años, mi madre se inactivó y perdió completamente relación con la Iglesia. Los libros canónicos se guardaron como una cápsula en el tiempo; ahí quedaron esperando ser rescatados.
Cuando cumplí diez años regresé a vivir con mi madre. Mis hermanos se habían venido antes y ya en casa no se escuchaba de himnos ni lectura de Escrituras, ni había visitas a la Iglesia; todo había quedado en el olvido. Mi madre, mis hermanos y yo habíamos perdido la noción de aquel grato pasado eclesiástico. A los 15 años volví a Guanacaste y a los 17 años regresé nuevamente a la capital. Ahora sí que había perdido toda idea de la Iglesia y mis raíces en ella.
Siguiendo la fe de mi abuela, me convertí en monaguillo en otra iglesia con el objetivo de llegar a ser un sacerdote y luego irme como misionero a África. Cumplía con mis asignaciones eclesiásticas lo mejor que podía, además de querer llegar a ser un profesional del fútbol, el cual practicaba con mucho acierto.
Un día que regresé de un entrenamiento de fútbol, por la noche sucedió algo muy extraño a lo que no podía encontrar explicación alguna. Nunca antes había tenido una experiencia similar. En la parada del autobús que me llevaría a mi casa, una voz clara y precisa me indicó que le preguntara al hombre que estaba delante de mí en la fila que si él se llamaba José Ramón Silva. Me sorprendió muchísimo; pensé que alguien detrás de mí me hablaba, pero yo era el último de la fila en ese momento. Quedé asustado y nuevamente me habló la voz con más firmeza y desafiándome me dijo: “Pregúntele y verá que él se llama José Ramón Silva”. Todos los pelos se me erizaron; ¿qué pasaba?, ¿de quién era esa voz ajena que me estaba perturbando? Se dio una tercera vez y más temor entró en mí.
Unos minutos después llegó el autobús y para ese momento había mucha gente esperando en la fila. Cuando subí pude notar que el señor estaba adelante, así que corrí al final del autobús que ya estaba completamente lleno, inclusive con gente de pie.
Finalmente y lejos de aquel hombre, pensé que la voz no me atormentaría más. Cuando el autobús dio marcha, nuevamente llegó aquella voz ajena y repitió: “El hombre que está a tu lado se llama José Ramón Silva”. ¿Cómo hizo el hombre para llegar entre la gente y estar a mi lado? ¿Por qué me seguía? ¿Por qué esa voz insistía?
Ya agobiado por la voz o persuadido por ella, accedí y fui obediente. Le dije: “Disculpe señor, ¿por casualidad usted se llama José Ramón Silva?”
Me tuve que agarrar fuerte cuando me dijo: “Sí, soy yo, ¿y usted de dónde me conoce?”. ¿Cómo iba a explicarle a ese hombre lo de la voz? No podía ni hablar; no le encontraba lógica a todo esto. Hubo una pausa y por dicha él no me preguntó “¿y usted cómo sabe mi nombre?”. Pero sí me preguntó, “¿y usted cómo se llama?”. “Me llamo José Ortega”, dije. El hombre estuvo callado, y al momento me dijo, “¿su madre se llama Zobeida Ortega?”
El susto y la impresión mía fue mayor. Le indiqué que sí. De inmediato él me dijo: “Entonces tú eres Josecito” y me contó cómo él me consentía cuando era niño. También me dijo que mi madre y él eran parientes, y cuando pasamos frente a una capilla, como todo buen miembro, me dijo: “¿ves esa Iglesia?, se llama La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Tu madre es miembro de ella y los traía a ustedes cuando eran pequeños”.
Me invitó a asistir a una mutual con la promesa de que iba a encontrar muchos amigos pero sobre todo muchas bellas y buenas jovencitas de mi edad. Acepté la invitación. Llegué a la mutual y lo prometido fue verdad; fui abordado por una cantidad de bellas jóvenes de mi edad. Al domingo siguiente no fui a jugar al fútbol porque fui a la Iglesia.
En mi casa nadie sabía lo que había pasado porque no se lo había contado. Los misioneros me dieron las charlas y me pusieron fecha bautismal y la acepté. Cuando le dije a mi madre que me uniría a una nueva fe, que me iba a bautizar, que había tomado la determinación de abandonar mi religión, ella solo me preguntó, “¿está seguro?, ¿en qué iglesia se va a bautizar?”
Le mencioné el nombre de la Iglesia. Ella guardó silencio y se marchó a su habitación. Comenzó a buscar en cajas y al cabo de un rato salió con varios libros y me dijo: “Tome, usted ya es miembro de la Iglesia; no debe bautizarse. Todos somos miembros de la Iglesia”.
¡Qué dicha! ¡Qué alegría! haber hecho caso a la voz dulce y amigable aquella noche, a la voz del Espíritu. “Y el Espíritu da luz a todo hombre que viene al mundo; y el Espíritu ilumina a todo hombre en el mundo que escucha la voz del Espíritu. Y todo aquel que escucha la voz del Espíritu, viene a Dios, sí, el Padre” (D. y C. 84:46–47).
Hoy, después de 39 años desde aquella grata experiencia la cual llevo impresa, como si hubiera sucedido ayer, doy mi humilde testimonio de que los caminos del Señor no son nuestros caminos, de que Él está pendiente de nosotros. Le agradezco al Señor que me rescató por medio de la voz de Su Espíritu. También estoy agradecido con aquel siervo diligente que aprovechó la oportunidad para invitarme a la Iglesia.
Sé por mí mismo que el Señor vive, que es mi Salvador y Redentor, mi Hermano mayor. Le amo por lo que ha hecho por mí. Testifico de la misión del Espíritu Santo, ese dulce, bello y apacible personaje de la Trinidad que siempre ha estado conmigo guiándome en mis momentos difíciles de esta etapa terrenal. Testifico de la importancia de ir a rescatar a nuestros hermanos que hoy están alejados del redil del Señor y las bendiciones que recibimos por dicha labor. Tengo un Padre especial. Sé que Él me ama y que soy Su hijo.