Milagros de sanación mediante las ordenanzas del templo
De un discurso dado a presidentes y directoras de las obreras de templo el 17 de octubre de 2019.
Nuestro Padre Celestial puede sanarnos por medio de nuestra participación en la obra de historia familiar y del templo.
Todos los hijos de Dios que sean responsables de sus decisiones —independientemente del lugar, de la época y las circunstancias en las que vivan o hayan vivido— necesitan recibir la oportunidad de ejercer fe en Jesucristo, de arrepentirse y de aceptar Su evangelio, en ambos lados del velo. Cada uno de los hijos de Dios necesita ser sanado espiritualmente, y, como Sus discípulos, hemos sido llamados para que ayudemos a hacer eso posible.
Gracias al sacrificio expiatorio del Salvador, las ordenanzas salvadoras del templo nos permiten a nosotros y a nuestros antepasados nacer otra vez, ser cambiados a un estado de rectitud, ser redimidos por Dios y llegar a ser nuevas criaturas (véase Mosíah 27:25–26).
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “El templo es el objeto de toda actividad, de toda lección y de todo paso de progreso en la Iglesia. Todos nuestros esfuerzos por proclamar el Evangelio, por perfeccionar a los santos y por redimir a los muertos conducen al santo templo. Las ordenanzas del templo son absolutamente cruciales; no podemos regresar a la gloria de Dios sin ellas”1.
Cuando los escribas y los fariseos murmuraron contra Sus discípulos, Jesucristo les respondió: “Los que están sanos no necesitan médico, sino los que están enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5:31–32).
El presidente James E. Faust (1920–2007), Segundo Consejero de la Primera Presidencia, declaró: “El Señor ha provisto muchas vías por las cuales podemos recibir [Su] influencia sanadora […]. [Él ha] restaurado la obra del templo en la tierra, ya que es una parte importante de la obra de salvación, tanto para los vivos como por los muertos. Los templos proporcionan un santuario al que podemos acudir para dejar a un lado muchas de las preocupaciones del mundo. Nuestros templos son lugares de paz y tranquilidad. En esos recintos sagrados, Dios ‘sana a los quebrantados de corazón y venda sus heridas’ (Salmos 147:3)”2.
Al viajar, escuchamos relatos de milagros de sanidad que ocurren en los santos templos de todas partes. Escuchamos de miembros fieles que llegan al templo en autobuses y pasan todo el día y la tarde efectuando ordenanzas de salvación por sus antepasados. Escuchamos de dedicados jóvenes que asisten al templo temprano por la mañana antes de ir a la escuela para efectuar bautismos y confirmaciones por los muertos, y ayudar con distintos aspectos de esas sagradas ordenanzas. Escuchamos de grupos de jovencitas y jovencitos que van cada semana en transporte público después de la escuela para ofrecer a sus antepasados la oportunidad de nacer espiritualmente otra vez. Escuchamos de familias que viajan en bote durante horas para asistir al templo y recibir sus propias ordenanzas de salvación en el templo, a fin de que, por medio de la expiación de Jesucristo, puedan ser cambiadas a un estado de rectitud. Escuchamos de miembros y familias que encuentran en el día de reposo nombres de sus amados antepasados fallecidos y después llevan esos nombres al templo para dar a esos familiares la oportunidad de ser redimidos por Dios. Escuchamos de niños y niñas de 11 años que están deseosos de ir al templo y que tienen que pararse en el último escalón de la pila bautismal porque el agua es demasiado profunda para ellos, todo para dar a sus antepasados la oportunidad de llegar a ser nuevas criaturas.
Si nos ponemos a pensar en ello, nos damos cuenta de que todos vamos al templo con el fin de ser sanados espiritualmente y de dar a los que están del otro lado del velo la oportunidad de ser sanados también. En lo que respecta a sanación, todos necesitamos al Salvador desesperadamente. Ilustraré esto con relatos de dos de mis antepasados.
Sanación para mi abuela y mi papá
Mi abuela, Isabel Blanco, nació en Potosí, Nicaragua. La recuerdo como una mujer cariñosa, trabajadora y de mucha fe. Cuando yo era niña, ella sembró en mi tierno corazón la semilla de la fe cada vez que la veía orar a Dios con fervor y me llevaba a misa los domingos para adorar a Jesús. Sin embargo, ella no tuvo una vida fácil. Entre muchas otras cosas que hizo, cuando era joven, trabajaba de empleada doméstica para una familia rica. Como era tristemente común, su empleador la embarazó y, cuando ya no podía ocultar su embarazo, la despidieron.
De ese embarazo nació mi padre Noel, y aunque Potosí era un pueblo pequeño y todos ahí, incluso Noel, sabían quién era su papá, Noel nunca tuvo ningún contacto directo ni ninguna relación con él.
Isabel nunca se casó y tuvo otros dos hijos fuera del matrimonio. Después de un tiempo, ella y sus tres hijos se mudaron a Managua, la capital del país, en busca de mejores oportunidades de empleo y educación.
En sus últimos años de adolescencia, Noel se volvió adicto al alcohol. Con el tiempo, conoció a mi mamá, Delbi, se casó con ella y tuvieron cuatro hijos. Con el paso de los años, el alcoholismo afectó su matrimonio y, después de irse a vivir a San Francisco, California, teniendo ya cincuenta y tantos años, se separaron. Lamentablemente, unos años después él se suicidó.
Mi madre y yo nos unimos a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días años antes de que mi papá falleciera. Pocos años después de su muerte, se efectuaron todas las ordenanzas vicarias del templo a favor de él, excepto una: la ordenanza de sellamiento. En ese entonces, yo no me atrevía a preguntarle a mi madre si quería sellarse a él, porque sabía lo tensa que había sido la relación entre ellos.
Entonces, sucedió un milagro. Mi madre tuvo un sueño en el que vio a su esposo, Noel, fuera de la puerta de la cocina de su casa en Managua, extendiendo la mano hacia ella e invitándola a ir con él. Ella se despertó con un sentimiento de dulzura en el corazón. No mucho tiempo después, un día me llamó y con calma me dijo: “Este sábado voy a ser sellada a tu papá. Si quieres puedes ir”.
Le respondí con emoción: “¡Por supuesto que quiero estar ahí!”. Después de esa conversación, con regocijo me di cuenta de que yo también podía ser sellada a ellos.
Una gloriosa mañana de sábado, mi madre, mi esposo y yo nos arrodillamos en el altar del sagrado templo y efectuamos las ordenanzas selladoras personales y vicarias que nos dieron a mis padres y a mí la oportunidad de estar juntos para siempre. Mi hijo también estuvo presente como representante de mi hermano que había fallecido años atrás. En ese momento sagrado, todos los dolores y pesares quedaron en el olvido. Todos sentimos el reconfortante y sanador bálsamo que nuestro Salvador Jesucristo nos brinda por medio de Su expiación, en ambos lados del velo.
Años después, tuve un sueño en el que vi a mi papá en lo que parecía un púlpito de uno de nuestros centros de reuniones. Llevaba puestas camisa blanca y corbata, y estaba pronunciando un mensaje inspirador. En el sueño, percibí que él era un experimentado líder de la Iglesia. No sé exactamente cuál es el significado de ese sueño, pero me brinda la esperanza de que tal vez él haya aceptado el evangelio de Jesucristo en el mundo de los espíritus.
En su momento, también efectuamos la obra del templo por mi abuela Isabel, excepto la ordenanza de sellamiento a un cónyuge, ya que ella no se casó en vida. Pensemos en esto: una mujer como Isabel, a quien los hombres no trataron con respeto y que tuvo que afrontar tanta tribulación en su vida, puede recibir del otro lado del velo la oportunidad de ejercer el albedrío y hacer un convenio sagrado con Dios mediante una ordenanza vicaria en el templo. Ella, al igual que todos nosotros, necesita aumentar su fe, necesita arrepentirse, necesita amor, necesita santificación; en pocas palabras, necesita sanar.
Al mirar atrás, me doy cuenta de que, a pesar de que Noel tuvo una infancia difícil y una adicción nociva, el amor que sentía por sus hijos era más fuerte que sus debilidades. Cuando estaba con nosotros, se manifestaban sus mejores cualidades. Siempre nos trataba bien y no recuerdo ni una sola ocasión en la que haya perdido los estribos cuando se trataba de sus hijos. Gracias a que Dios es misericordioso, Noel también tiene la oportunidad de ejercer fe, de arrepentirse y aceptar a Jesucristo como su Redentor mediante las ordenanzas de salvación efectuadas en el santo templo. Noel, al igual que todos nosotros, tiene necesidad de sanar.
Estos son solo dos ejemplos de las bendiciones eternas de sanidad que se brindan a personas y familias en todos los templos del Señor alrededor del mundo. Tal como enseñó el presidente Nelson: “… invitamos a todos los hijos de Dios en ambos lados del velo a venir a su Salvador, recibir las bendiciones del santo templo, tener gozo duradero y calificar para la vida eterna”3.
Cada vez que pienso en todo lo que tuvo que pasar para que Isabel y Noel recibieran esa dádiva eterna, me doy cuenta de que es un milagro hecho posible por un Padre Celestial y un Salvador amorosos que nos aman con un amor perfecto, y que nos han llamado a cada uno de nosotros para que ayudemos en la obra y la gloria de Dios.
Refiriéndose al recogimiento de Israel, el presidente Nelson ha dicho: “[C]ada uno de los hijos de nuestro Padre Celestial, a ambos lados del velo, merece escuchar el mensaje del evangelio restaurado de Jesucristo. Ellos deciden por sí mismos si quieren saber más”. Después explicó: “Cada vez que hacen algo que ayuda a cualquiera, a ambos lados del velo, a dar un paso hacia hacer convenios con Dios y recibir sus ordenanzas esenciales del bautismo y del templo, están ayudando a recoger a Israel. Es así de sencillo”4.
No sé si mi abuelita Isabel, mi padre Noel y el resto de mis antepasados por quienes ya se ha efectuado la obra del templo han aceptado el evangelio de Jesucristo en el mundo de los espíritus. Sin embargo, puedo tener esperanza, puedo ejercer la fe, puedo hacer y guardar convenios con Dios, y puedo vivir mi vida de manera tal que me permita estar con mis antepasados “en un estado de felicidad que no tiene fin” (Mormón 7:7).
Y cuando llegue al otro lado del velo, si ellos aún no han aceptado el evangelio de Jesucristo, ¡entonces me aseguraré de enseñárselo! Añoro darles un abrazo, decirles cuánto los quiero, tener conversaciones de corazón a corazón que nunca tuve con ellos cuando estaban con vida, y testificarles que “Jesús es el Cristo, el Eterno Dios”5.
El poder para sanar
En ocasiones, el hombre o la mujer natural que hay en nosotros nos hace pensar que hemos sido llamados para “reparar” a otras personas. No hemos sido llamados para ser los “reparadores” de los demás ni hemos sido llamados para sermonear ni desdeñar. Hemos sido llamados para inspirar, para elevar, para invitar a los demás, para ser pescadores de personas, para ser pescadores de almas a fin de que reciban la oportunidad de ser sanadas espiritualmente por Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor.
En Isaías 61, leemos las palabras del Señor, que también citó al comenzar su ministerio en Jerusalén (véase Lucas 4:18–19). Él declaró:
“El espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ha ungido Jehová para proclamar buenas nuevas a los mansos; me ha enviado a vendar a los quebrantados de corazón, a proclamar libertad a los cautivos y a los prisioneros apertura de la cárcel;
“a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová y el día de la venganza del Dios nuestro; a consolar a todos los que lloran;
“a ordenar que a los que están de duelo en Sion se les dé gloria en lugar de ceniza, aceite de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar de espíritu apesadumbrado; y serán llamados árboles de justicia, plantío de Jehová, para que él sea glorificado.
“Y reedificarán las ruinas antiguas, y levantarán lo que antes fue desolado y restaurarán las ciudades asoladas, los asolamientos de muchas generaciones” (Isaías 61:1–4).
El élder Dale G. Renlund enseñó: “La obra del templo y de historia familiar aport[a] el poder de sanar lo que requ[iere] ser sanado […]. Dios, con Su capacidad infinita, sella y sana a personas y familias a pesar de las tragedias, pérdidas y adversidades”6.
El presidente Nelson ha enseñado que “el verdadero poder para sanar […] es una dádiva de Dios”7 y también explicó que “la Resurrección es el supremo acto de sanidad del Señor. Gracias a Él, todo cuerpo será restaurado a su debida y perfecta forma. Gracias a Él, ninguna afección carece de esperanzas. Gracias a Él, mejores tiempos nos esperan más adelante, tanto en esta vida como en la vida venidera. El verdadero regocijo nos aguarda a todos y a cada uno… una vez que hayamos pasado esta vida de pesares”8.
Testifico que nuestro Padre Celestial nos ama tanto a cada uno de nosotros que ha preparado “un camino”9 para que podamos ser sanados física y espiritualmente conforme ejerzamos fe en Jesucristo, hagamos y guardemos nuestros convenios con Dios, y sigamos Sus mandamientos. Testifico que Cristo vino a la tierra “a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos” (Lucas 4:18) para que todos nosotros podamos “lleg[ar] a ser santos, sin mancha” (Moroni 10:33).