2023
El amor puro de Cristo nos invita a compartir el Evangelio
Septiembre de 2023


Mensaje de la Presidencia de Área

El amor puro de Cristo nos invita a compartir el Evangelio

El amor a Dios y a nuestro prójimo nos impulsa a compartir el Evangelio y nos lleva a traspasar fronteras para andar por sendas que nunca imaginamos.

A mis once años, conocí a Silvia Corvalán, una mujer de edad avanzada, tímida y con muchas responsabilidades bajo sus hombros. Su esfuerzo por seguir el ejemplo de Jesucristo cambió mi vida. Hace un mes, ella partió de este mundo terrenal y tuve la oportunidad de dedicar su sepultura. Muchos sentimientos invadieron mi corazón. Silvia me enseñó mucho, fue una mujer que dejó un gran legado en mí. De manera natural, ella ponía en práctica los tres principios rectores que enseñan nuestros profetas: amar, compartir e invitar.

Recuerdo que, en esa época, con mi madre nos mudamos a vivir a la ciudad de Santiago de Chile. Mi madre era una mujer muy dura, reacia para socializar y conocer a nuevas personas; tuvo una vida muy difícil desde niña y siempre estaba ocupada debido a que era madre soltera y tenía que trabajar mucho para sacar adelante a nuestra familia.

Por otro lado, Silvia era nuestra vecina, quien intentó acercarse a mi madre en reiteradas ocasiones, sin mucho éxito, pero a pesar de la dureza que mi madre mostraba, ella no se dio por vencida. Silvia era miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y, cada vez que podía, invitaba a mi madre a participar de las actividades de la Iglesia, aun cuando mi madre, por falta de interés, siempre la rechazaba. Pese a ello, nunca dejó de intentarlo y de ayudarnos en las necesidades que teníamos en nuestro hogar.

Mi madre, al darse cuenta de que Silvia era una mujer trabajadora, divorciada y con una historia de vida similar, comenzó a sentir empatía y a entablar una relación con ella. Sus historias de vida las conectaron. Mi primera visita a la Iglesia fue inolvidable, Silvia me invitó a una actividad de la Primaria, me sentía nervioso debido a que había muchos niños. Parte de esa actividad consistía en entregar un regalo a cada niño y yo me sentí un poco avergonzado, y pensé que todos se darían cuenta de que yo no tenía un regalo, pero mi sorpresa fue grande cuando me nombraron: “¡Víctor Suazo, ven a buscar tu regalo!”. Jamás pasó por mi mente que habría algo para mí con mi nombre, pero Silvia se había encargado de todo. Ese gesto conmovió mi corazón. ¿Quién era esta mujer? ¿Por qué podía sentir que me amaba si apenas me conocía? Ese amor cambió mi vida.

Más tarde, Silvia invitó a mi madre a escuchar el mensaje del evangelio de Jesucristo a través de los misioneros, pero ella nuevamente rechazó la invitación. Luego, con mucha humildad, Silvia le volvió a preguntar, pero esta vez preguntó si yo podía escuchar a los misioneros, a lo cual mi madre accedió. Comencé a asistir a la Iglesia cada domingo y a escuchar las lecciones misionales, y cuando llegó el momento de hacer el compromiso bautismal, mi mamá me dio la autorización para bautizarme, sin embargo, no me acompañó ese día; quien sí estuvo ahí fue la hermana Silvia Corvalán, con toda su familia.

Después de mi bautismo, Silvia me siguió apoyando. A los pocos meses, mi madre logró obtener una casa en San Felipe, a poco más de una hora de Santiago y nos teníamos que mudar otra vez. La hermana Silvia se ofreció a darme alojamiento en Santiago hasta que terminara el año escolar. Esos meses que viví con ella fueron inolvidables, me enseñó a leer las Escrituras, a hacer noches de hogar, a orar todos los días y a hacer historia familiar. En esos meses forjé una base muy sólida y firme en el Evangelio, por lo que cuando me mudé a San Felipe, lo único que quería era buscar la Iglesia y seguir adelante.

Me mudé al interior de la ciudad de San Felipe y llegué a una rama llamada Santa María. Durante muchos años me tocó ser el único joven y fui el primer misionero que salió de allí. La hermana Silvia me escribía cartas y me fortalecía para seguir en la Iglesia. Cuando volví de la misión y tras mi deseo de ir a estudiar en Santiago, ella me apoyó y me recibió en su hogar durante un año hasta que me casé y, por supuesto, ella nos acompañó en nuestro sellamiento.

Al pasar los años seguíamos manteniendo contacto. Cada vez que me llamaba era como si me entrevistara el obispo, Silvia me preguntaba: “¿Cómo está tu esposa? ¿Cómo están tus hijos?”. Con el tiempo, ella enfermó y hace un mes falleció. Ella realmente entendía la invitación del Salvador, cuando dijo:

“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros” (Juan 13:34–35).

Así como ella me amó, yo también llegué a amarla y sé que “la misma sociabilidad que existe entre nosotros aquí, existirá entre nosotros allá; pero la acompañará una gloria eterna que ahora no conocemos” (D. y C. 130:2).

El inmenso amor que Silvia sentía por el Salvador, la motivó a compartir el Evangelio restaurado e invitarme a entrar en la senda de los convenios. Ella vio lo que yo podía llegar a ser: un misionero, un líder y una buena influencia para el mundo. Ella me miró con los ojos del Padre Celestial.

Este mundo necesita del Salvador Jesucristo y al avanzar por la vida me he dado cuenta de que Jesucristo es la única fuente de amor, después de todo, en Él está el poder y la gracia que nos sostiene y ayuda.

Tal como lo encontramos en el Libro de Mormón, tenemos que hablar de Cristo y predicar de Cristo (2 Nefi 25:26). Silvia lo entendía, lo vivía y me lo enseñó con su ejemplo y amor.

Agradezco a Dios por su infinito amor y misericordia al crear un plan perfecto para cada uno de sus hijos. No tengamos temor de compartirlo con quienes amamos.