El prestar servicio en la Iglesia
El valor de un maestro
De “Sólo un maestro”, Liahona, octubre de 1990, págs. 3–8.
Hace algún tiempo, tres niños pequeños conversaban en cuanto a sus padres. Uno de ellos dijo: “Mi papá es más grande que el tuyo”, a lo cual el otro respondió: “Sí, pero mi papá es más inteligente que el tuyo”. El tercer niño replicó: “Mi papá es doctor”, y entonces, volviéndose a otro niño, le dijo en tono de burla: “Y tu papá es sólo un maestro”.
Hay un maestro cuya vida supera a todas las demás: Vivió no para que lo sirvieran, sino para servir; no para recibir, sino para dar; no para salvar Su vida, sino para sacrificarla por los demás. Describió un amor más hermoso que la lujuria, una pobreza más rica que un tesoro. Enseñaba con autoridad y no como lo hacían los escribas. Me refiero al Maestro de maestros, sí, Jesucristo, el Hijo de Dios, el Salvador y Redentor de toda la humanidad.
Cuando los maestros dedicados responden a Su cálida invitación, “Venid, aprended de mí”, llegan a ser partícipes de Su divino poder.
Cuando era niño, tuve la experiencia de haber recibido la influencia de una de esas maestras. En nuestra clase de la Escuela Dominical, ella nos enseñaba en cuanto a la creación del mundo, la caída de Adán y el sacrificio expiatorio de Jesús; llevaba a nuestro salón de clase como invitados de honor a Moisés, Josué, Pedro, Tomás, Pablo e incluso a Jesucristo, y nosotros, aunque no los vimos, aprendimos a amarlos, honrarlos y emularlos.
Cuando el niño oyó las burlas: “Mi papá es más grande que el tuyo”, “Mi papá es más inteligente que el tuyo”, “Mi papá es doctor”, bien podría haber respondido: “Tu papá podrá ser más grande que el mío; tu papá podrá ser más inteligente que el mío; tu papá podrá ser piloto, ingeniero o doctor, pero mi papá es maestro”.
¡Ruego que cada uno de nosotros llegue a merecer tan sincero y encomiable reconocimiento!