Voces de los Santos de los Últimos Días
¿De veras vale la pena?
Coleton, nuestro hijo de cuatro años, nos enseñó con entusiasmo el papelito que le dio su maestra de la Primaria en el que detallaba la parte que él tendría en el próximo programa de la Primaria. Nosotros teníamos que enseñarle la frase de seis palabras antes del programa, que sería en dos semanas.
La noche del lunes convertimos la noche de hogar en un ensayo total. Con una sonrisa, Coleton practicó docenas de veces, recibiendo sugerencias de mi esposa y mías, tales como: “No hagas tonterías mientras lo dices” y “Asegúrate de hablar claramente”.
A pesar de todos nuestros esfuerzos, ni siquiera estaba seguro de que hubiéramos mejorado desde que habíamos comenzado a practicar.
El prepararnos para ir a la Iglesia el siguiente domingo por la mañana incluía dos calcetines perdidos, un bebé de ocho meses a quien le estaban saliendo los dientes y un niño de cuatro años que lloraba.
Una vez que comenzó la reunión y apenas habíamos terminado el primer himno y yo ya había hecho dos viajes al vestíbulo con un niño que lloraba. En el momento en que el coro se puso de pie para cantar, casi había perdido la esperanza de que la familia disfrutara de una experiencia edificante y esperaba en cambio que simplemente pudiésemos aguantar hasta que acabara la reunión.
Cuando se dijo el amén final, se me escapó un suspiro agotador de alivio. Sin embargo, mientras celebraba la victoria, no podía evitar preguntarme: “¿De veras vale la pena? ¿Estamos realmente logrando algún progreso con nuestros hijos al llevarlos a la Iglesia cada semana?”.
Acudieron a mi mente las palabras del élder David A. Bednar, del Cuórum de los Doce Apóstoles: Él dijo: “Había momentos en los que mi esposa y yo nos exasperábamos porque los hábitos de rectitud que tanto nos esforzábamos por fomentar no parecían dar los resultados espirituales inmediatos que deseábamos…
“Mi esposa y yo pensábamos que el máximo resultado que podíamos obtener era ayudar a nuestros hijos a comprender el contenido de una lección en particular o de un pasaje determinado de las Escrituras. Pero eso no ocurre cada vez que estudiamos u oramos o aprendemos juntos. Tal vez la lección más grande que aprendieron —una lección que en ese momento no apreciamos en su totalidad— fuera la constancia de nuestro intento y labor (“Más diligentes y atentos en el hogar”, Liahona, noviembre de 2009, pág. 19.
Con renovada confianza, regresé a casa y continué practicando una y otra vez con mi hijo. Cuando le llegó el turno de hablar, nos quedamos encantados al oírlo decir con claridad y confianza: “Jesucristo es el Hijo de Dios”.
Antes de la presentación lo habíamos oído decir esa frase docenas de veces, pero el oírlo decirla lejos de casa, por su cuenta, fue diferente y mucho más satisfactorio.
Tenemos mucho que enseñar antes de que nuestro hijito se convierta en un hombre, pero seguiremos haciendo todo lo posible por asistir a nuestras reuniones, realizar nuestras noche de hogar, y hacer nuestras oraciones diarias, con la esperanza de que un día, cuando él esté lejos de casa y por su cuenta, recuerde otra vez esa frase tan importante: “Jesucristo es el Hijo de Dios”.