Siete tiernos milagros a lo largo del camino
El autor vive en Nevada, EE. UU.
El Señor me ha bendecido con milagros que me han ayudado a seguir el camino que Él tiene para mí.
Mientras enseñaba y prestaba servicio a muchas personas maravillosas en la Misión Texas Fort Worth, EE. UU., a menudo reflexionaba sobre mis muchas bendiciones en la vida. En particular, me maravillaba de siete experiencias que tuve, a las que considero milagros.
En primer lugar, sobreviví mi niñez y mi juventud, las que comenzaron en la más humilde de las circunstancias. Nací en el suelo de tierra de la choza de mi madre en Dessie, Etiopía. Mamá fue la única de mis parientes que conocí, y ella misma construyó nuestra choza de 2,4 m de altura, con forma de bóveda, utilizando ramas y lodo que cubrió con hierba y hojas. Nuestra comunidad no tenía agua corriente ni instalaciones de baño; la enfermedad y la muerte eran frecuentes en nuestro kebele o vecindario. Era muy difícil hallar alimentos, e imposible para nosotros comprarlos. No hubo ni siquiera un día en que mi madre y yo no pasáramos hambre.
Cuando yo tenía cuatro años, mi madre enfermó gravemente. Con su último esfuerzo caminamos penosamente hasta un hospital, donde mi querida y agotada mamá murió. El personal del hospital me salvó de la vida en las calles y de la muerte por inanición al hacer los arreglos para que yo viviera en un orfanato en la ciudad de Addis Abeba, la capital de Etiopía.
El segundo milagro ocurrió al cambiar mi vida de forma dramática. En ese orfanato, yo vivía en un edificio limpio, dormía en una cama de verdad y comía toda la comida que quería. Otros huérfanos también habían sufrido la pérdida de un ser querido y me enseñaron cómo hacer frente a la pérdida de mi madre. Por la noche, nos reuníamos para cantar canciones en inglés y orar en amárico, nuestra lengua materna. Orábamos los unos por los otros y le pedíamos a Dios que nos bendijera para que fuéramos adoptados en “hogares donde fueran amables, buenos y amorosos”. Tanto la música como las oraciones influyeron en mí de una manera inmensa. Nunca dejé de orar.
En tercer lugar, cuando tenía ocho años, conocí a los misioneros y la Iglesia. El domingo 30 de noviembre de 2003, se me invitó a ver la dedicación del primer edificio de la Iglesia SUD en Etiopía. En la dedicación, sentí la poderosa influencia del Espíritu Santo, y los misioneros presentes irradiaban gozo, felicidad y ese mismo espíritu poderoso. Recuerdo que pensé que quería ser como ellos, pero no tenía idea de cómo podría lograr esa meta alguna vez.
El cuarto milagro llegó poco después: fui adoptado por una familia de Estados Unidos. Mi nuevo padre me recogió del orfanato y me llevó a casa. Comenzamos el proceso de llegar a conocernos y empecé a establecerme en mi nuevo entorno.
Inmediatamente después de mi llegada surgieron numerosos desafíos. Dondequiera que iba, la gente se reía de mi inglés; mi educación limitada causaba problemas en la escuela. Oré pidiendo ayuda y luego me esforcé más y mejor para cerrar la brecha de conocimiento con respecto a mis compañeros, sobre todo en inglés. Una vez más, nuestro Padre Celestial respondió mis oraciones. Dos años más tarde, con orgullo, pude saltarme un año en la escuela.
Entonces, mi vida familiar comenzó a desmoronarse. Las oraciones al Señor, el tener metas personales elevadas y un profundo deseo de tener éxito fueron los que me ayudaron a soportar esa época extremadamente difícil. Finalmente, con la ayuda de una asistente social, mi padre y yo convinimos poner fin a la adopción. Fue una época de oración, paciencia, fe y ayuda de nuestro Padre Celestial.
Para entonces, yo tenía quince años y fui a vivir con una familia de acogida temporal durante aproximadamente un año. Fue entonces cuando ocurrió el quinto milagro. Mientras paseaba en trineo con dos amigos, conocí a una familia SUD que tenía dos hijas muy agradables. Durante el viaje a casa, una de las hijas dijo en voz alta: “Creo que el Señor quiere que adoptemos a Ephrem Smith”. Sorprendentemente, los otros tres miembros de la familia también habían recibido la misma inspiración. El padre hizo los arreglos con el Departamento de Servicios de Asistencia Social y poco después me mudé a mi nuevo hogar. Desde un principio, mi increíble nuevo padre me permitió usar mi albedrío. Por ejemplo, me explicó que su familia iba a la Iglesia los domingos pero me permitió elegir ir con ellos o quedarme en casa; y dijo que seguirían amándome si yo decidía no ir a la Iglesia. Escogí asistir a la Iglesia, y desde entonces he tomado muchas otras decisiones rectas.
El sexto milagro se efectuó cuando recibí un testimonio del Evangelio. Un domingo, estaba sentado en la reunión sacramental cantando “Asombro me da” (Himnos, nro. 118). Grandes lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas cuando recibí un testimonio personal de que Jesús es el Cristo y de que la Iglesia es Su Iglesia.
Finalmente, nueve años más tarde, ¡sabía la manera de llegar a ser como aquellos misioneros! Para esa época, los misioneros podían salir a la misión a los dieciocho años, pero los trámites de mi adopción aún no se habían finalizado. Esperé siete largos meses hasta que la adopción se completó. Por fin podía enviar mis papeles misionales. Cuatro días después recibí mi llamamiento misional. En tan solo una semana, el Señor me bendijo con la documentación definitiva de adopción y con mi llamamiento. ¡Atesoro muchísimo los dos documentos! Son mi séptimo milagro. Sí, de hecho, fueron necesarios muchos milagros a lo largo del camino para llegar desde aquella choza de lodo en Etiopía a mi atesorada misión.