Un alma que clamaba
El autor vive en Misuri, EE. UU.
No parecía un hombre agradable con quien conversar. Una parte de mí estaba asustado, pero otra parte quería realmente hablar con él.
Tuve la oportunidad de servir como misionero en Catania, Italia. En cierto momento, la obra se tornó muy difícil. Habíamos tenido una semana en la que casi todo había ido mal y cada día era una prueba para ver si lograríamos conservar el buen ánimo, sonreír y seguir esforzándonos.
Cierta tarde, tomamos la determinación de cambiar el curso de las cosas. Comenzamos a hablar con personas en un parque próximo a nuestra casa y vimos a un muchacho sentado en un banco con la cabeza agachada y un cigarrillo en la boca. Estaba vestido de negro de la cabeza a los pies y sobre la cabeza tenía la capucha de su chaqueta grande y abultada. No parecía un hombre muy agradable con quien conversar. Lo miré; mi compañero lo miró; ambos nos miramos y volvimos a mirarlo a él.
El élder Farley me preguntó: “¿Hemos hablado antes con él?”.
“Me parece que sí, porque creo que lo conozco”, respondí.
“Sí, yo también”, dijo el élder Farley.
Así que, empezamos a caminar hacia él. Una parte de mí estaba asustado porque no era el tipo de persona con la que normalmente hablaría, pero otra parte quería realmente hablar con él.
“Buenas tardes, ¿cómo está?”, le preguntamos.
Nos miró con una expresión de enojo, como diciendo: “¿¡Quién se atreve a molestarme!?”, pero luego dijo en voz baja: “Buenas tardes”. Nos presentamos como misioneros y rápidamente nos dijo que él era ateo y no creía en nada. Le preguntamos por qué, lo cual creo que lo tomó desprevenido.
“Pues, porque perdí a mi madre, a mi padre, a mi hermana y a mi sobrino el mismo mes, y he tenido una vida terrible y solitaria por causa de ello. La religión no hizo sino empeorarlo todo”.
Le preguntamos si sabía dónde estaban sus seres queridos.
“En el cementerio de Catania, donde han estado desde hace mucho tiempo”, nos respondió.
Le explicamos acerca del mundo de los espíritus y de la Resurrección. Le dijimos que en este momento cada uno de nosotros está constituido por un espíritu y un cuerpo, y que la muerte no es más que la separación temporal de ambos. Le dijimos que sus familiares estaban esperándolo, hasta que todos pudieran volver a tener sus cuerpos y vivir juntos por la eternidad.
Nos miró confuso y dijo: “No entendí nada de eso. ¿Podrían repetirlo todo?”.
De modo que se lo repetimos todo. Entonces frunció el ceño, confuso, y dijo: “Un momento, ¿yo tengo un cuerpo y un espíritu? ¿Y en estos momentos mi familia está esperándome y aprendiendo?”.
Le leímos varios versículos de Alma 40 y otros capítulos, y él nos miró y preguntó: “¿Cómo es que nunca había oído esto hasta ahora?”.
Creo que nunca antes en mi vida había conocido a alguien tan humilde. Ese hombre llevaba mucho tiempo perdido, confuso y solo; prestó atención a todo lo que le dijimos, confiándonos que entendía muy poco porque eran cosas que no había oído nunca, pero que todo le gustaba.
Le enseñamos cómo se pueden recibir respuestas por medio de la oración. Hacía más de treinta años que no oraba, y la última vez había sido una oración recitada en la iglesia cuando era pequeño. Después de conversar acerca de las respuestas del Espíritu, nos preguntó cómo se siente el Espíritu. Dado que puede ser diferente para cada persona, mi compañero y yo compartimos cómo era para nosotros. Le dije que para mí es como recibir un abrazo de mi madre después de mucho tiempo sin verla. Sentí la impresión de prometerle que él podría sentir lo mismo, y que lo sentiría: un sentimiento parecido al abrazo de su madre, a quien llevaba tanto tiempo sin ver.
Le preguntamos si podíamos orar con él. Él se mostró realmente confuso y preguntó: “¿Ahora? ¿Aquí, en el parque?”.
“Podemos orar cuando y donde queramos”, le respondimos. “Dios quiere oír de nosotros y está especialmente deseoso de oírle a usted porque lleva mucho tiempo sin escucharlo”.
Él nunca había oído una oración que no fuese una plegaria memorizada dirigida a un santo, por lo que estaba muy interesado en ver cómo era. Inclinamos la cabeza y mi compañero ofreció una oración por nuestro nuevo amigo, Alfio, en la que pidió bendiciones, ayuda y consuelo para él. Pidió que Alfio sintiera una respuesta de que su familia se encontraba bien y de que Dios realmente existe. Terminamos la oración y Alfio nos miró con unos ojos enormes.
“Tengo que decirles algo”, nos dijo. “No soy alguien que mienta, especialmente en cuanto a algo como esto. Siento como si acabara de recibir un abrazo enorme de mi madre; hace muchísimo tiempo que nadie me da un abrazo. ¡Qué bien me sentí! Quiero saber cómo puedo volver a sentirlo, porque quiero más abrazos como este”.
Nos volvimos a reunir al día siguiente. Alfio se sentó a nuestro lado en el mismo banco y dijo: “Élderes, toda la vida he caminado con la capucha puesta y la cabeza agachada, mirando hacia el suelo. Nunca he caminado con la cabeza erguida. Desde que oramos, he caminado con la cabeza en alto, mirándolo todo. Este mundo es hermoso”.
Sobra decir que seguimos trabajando con Alfio para que recibiera más abrazos, más luz y que continuara caminando con la cabeza erguida en la vida. El hombre aterrador sentado en el banco, que daba la impresión de que nos odiaría, era en realidad un alma que clamaba, implorando volver a sentir el amor de su Padre Celestial.