Nuestro hogar, nuestra familia
Un regalo de amor
La autora vive en Utah, EE. UU.
Cuando mi esposo bendijo a nuestra hijita, comencé a vislumbrar la profundidad y amplitud del don de amor del Padre Celestial: el sacerdocio.
Yo era una miembro nueva de la Iglesia, una nueva esposa y ahora una nueva madre. Era domingo de ayuno y nuestra pequeña hija estaba a punto de recibir un nombre y una bendición. Nunca antes había visto la bendición de un bebé porque vivíamos en un barrio con pocas familias jóvenes. No sabía qué esperar; sin embargo, sentí por medio del Espíritu que era algo muy especial y significativo.
Mi esposo, junto con otros poseedores del sacerdocio reverentes, acunó cuidadosamente a nuestra preciada hijita. La dulzura del Espíritu me llenó de alegría; las lágrimas corrieron por mis mejillas, y miles de impresiones inundaron mi mente. Sabía que apenas comenzaba a vislumbrar la profundidad y amplitud del magnífico regalo de amor del Padre Celestial: el sacerdocio.
Cuando los misioneros me enseñaron las charlas, percibí cuán honrados se sentían de portar el sacerdocio. Lo había oído en sus palabras y en sus oraciones, incluso cuando me bendijeron para superar un desafío que tenía con la Palabra de Sabiduría. Sentí que sus manos, colocadas suavemente sobre mi cabeza, comenzaban a temblar mientras emitían palabras que sabía que provenían del Señor, palabras de amor y sanación.
Me bauticé poco después, y de nuevo se colocaron sobre mi cabeza las manos de poseedores del sacerdocio. Se me confirmó miembro de la Iglesia del Señor y se me confirió el don del Espíritu Santo. Quedé limpia y volví a nacer; sentí el poder del sacerdocio en todo mi cuerpo y, por primera vez en mi vida, conocí el gozo.
Poco después de mi bautismo, mi esposo y yo nos casamos. Los padres de él eran miembros de la Iglesia y su hogar estaba centrado en el Evangelio, pero sabía que su testimonio no estaba bien arraigado. Sin embargo, no estaba preocupada. Mi joven fe rebosaba de optimismo. Simplemente lo amaría y sería paciente, y oraría mucho.
Durante los meses que llevé en mi vientre a nuestra primogénita, me sentí como las madres, tan cerca de mi pequeña, tan llena de asombro por esa nueva vida que llevaba en mi interior. Cuando nació nuestra hija, el vínculo que tenía con ella se había convertido en una cuerda de amor, fuerte y dulce.
Pero estaba preocupada por mi esposo; él no había tenido la bendición de experimentar esa intensa cercanía a nuestra hija que yo había disfrutado. Por supuesto que la amaba, pero me preguntaba y me preocupaba si se desarrollaría un fuerte vínculo entre él y ella. Me preocupaba mientras pasaba tiempo amamantándola, bañándola y abrazándola, mientras que la mayor parte del tiempo mi esposo estaba ocupado trabajando para mantener a nuestra familia.
Ahora, unas semanas después de su nacimiento, allí nos encontrábamos en nuestra capilla. Ante mis ojos y en mi corazón se estaba desarrollando un milagro. Tímidamente, mi esposo sonrió con humildad a los hermanos que estaban en el círculo, con los ojos llenos de luz y un destello de lágrimas. A su vez, de esos hermanos fluyeron hacia él amor y apoyo mientras colocaban las manos sobre los hombros los unos de los otros y ayudaban a acunar a nuestra bebé, formando un pequeño círculo bañado con amor puro y sagrado. Cuando mi esposo comenzó la bendición, escuché cómo le temblaba la voz y me di cuenta de que estaba sintiendo el poder del Señor y el honor de poseer Su sacerdocio.
Sentí el gran amor que emanaba de él hacia nuestra pequeña, y reconocí que él había tratado de prepararse para darle la bendición que el Padre Celestial tenía para ella. Sentí enorme gozo al darme cuenta de que ahora sentía un firme vínculo con nuestra hija, uno que nunca se debilitaría.
Han pasado años desde aquella experiencia. En innumerables ocasiones he presenciado y sentido el poder y la belleza del sacerdocio manifestado de muchas maneras, en muchos lugares y en beneficio de muchos de los hijos del Padre Celestial. He visto cuando se han otorgado hermosas ordenanzas de salvación y he visto corazones rebosantes. He presenciado purificación, sanación, consuelo y enseñanza. He visto y sentido cómo se han aligerado cargas.
Sé que todavía no comprendo la plena magnificencia del sacerdocio, pero cada bendición de un bebé que he presenciado me ha llenado del mismo asombro que sentí durante la bendición de mi primogénita. Estoy impresionada por el amor que nuestro Padre Celestial ha manifestado al compartir Su poder con nosotros, y siento una gratitud inexpresable por el testimonio que tengo de Él, de Su Hijo Amado y de nuestro hermoso Evangelio restaurado.