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CAPÍTULO CUARENTA: LOS SANTOS DURANTE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL


CAPÍTULO CUARENTA

LOS SANTOS DURANTE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

El mundo estaba todavía tratando de recuperarse de los efectos que había tenido la Gran Depresión económica de los Estados Unidos, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial en Europa1. Bajo la dirección de Adolf Hitler y del Tercer Reich, Alemania estaba extendiendo sus fronteras; al mismo tiempo, Japón expandía su imperio hacia el Pacífico tratando de lograr dominio político, materias primas y nuevos mercados para sus industrias. Al poco tiempo, la mayor parte del mundo estaba sumido en la guerra. Así como la depresión había afectado profundamente a los Santos de los Últimos Días en la década de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias tuvieron un fuerte impacto en la Iglesia y en sus miembros en la década siguiente.

LA IGLESIA Y EL TERCER REICH

Durante los años veinte y treinta las misiones alemanas de la Iglesia tuvieron un éxito sin precedentes, particularmente en las provincias orientales del país. En 1933, cuando los naciosocialistas, los nazis, obtuvieron el control de Alemania, los miembros de la Iglesia tuvieron que ser cada vez más cautos en lo que hacían. Muchas veces, había agentes de la Gestapo que observaban las reuniones de la Iglesia, y la mayoría de los líderes de rama y de la misión fueron estrictamente interrogados por la policía sobre la doctrina, las creencias y las prácticas de los mormones, y se les advirtió que se mantuvieran al margen de los asuntos políticos. A mediados de los años treinta, muchas reuniones de los Santos de los Últimos Días quedaban canceladas cuando había asambleas políticas de los nazis; y, a causa del Movimiento de la Juventud de Hitler, la Iglesia se vio obligada a suspender su programa de Boy Scouts.

Las enseñanzas del Evangelio sobre el pueblo de Israel no estaban de acuerdo con los prejuicios antisemitas de los nazis, por lo tanto se confiscaron los tomos de la conocida obra doctrinal del élder James E. Talmage, Los Artículos de Fe, con sus referencias a Israel y a Sión; en un pueblo, la policía arrancó todas las páginas de los himnarios donde se mencionaban esos temas. Atemorizados y preocupados por esas condiciones, algunos miembros de la Iglesia dejaron de asistir a las reuniones para evitar problemas con la policía; otros empezaron a interesarse cada vez más en emigrar de su país.

La Iglesia nunca fue prohibida en Alemania como lo fueron otros grupos religiosos pequeños; es más, recibió una publicidad favorable cuando el gobierno nazi invitó a unos élderes mormones a asistir en el entrenamiento de algunos equipos de básquetbol alemanes y a ayudarlos en las Olimpíadas de Berlín, en 1936. Además, como los nazis daban importancia primordial a la pureza de la raza, fomentaban la investigación genealógica; y los funcionarios de gobierno que habían considerado a los mormones una secta inaceptable y por ello les habían negado acceso a los registros demográficos, empezaron a demostrarles respeto debido a su interés en la genealogía2. No obstante, la situación de la Iglesia y de los misioneros se fue haciendo más difícil hacia fines de los años treinta.

La subida al poder de los nazis en Alemania afectó también la actividad de la Iglesia en América del Sur, donde había grandes colonias de inmigrantes alemanes. El gobierno de Brasil, temiendo una subversión de parte de los simpatizantes nazis, prohibió que se hablara alemán en cualquier reunión pública o que se distribuyeran impresos en ese idioma. Durante los primeros diez años que la Iglesia estuvo en Brasil, los misioneros habían trabajado casi exclusivamente entre la minoría de alemanes; en consecuencia, en la mayor parte de las ramas, las reuniones se hacían en alemán. Debido a la determinación del gobierno de hacer cumplir la ley, en una zona la policía local incluso obligó a los santos a entregar sus Escrituras en ese idioma, las que se quemaron en una fogata pública. Frente a esas condiciones, a fines de la década de los treinta, los misioneros empezaron a dedicar más atención a los habitantes de habla portuguesa, estableciendo así el cimiento de una gran obra de la Iglesia en años por venir.

LA RETIRADA DE LOS MISIONEROS

En el otoño de 1937, Adolf Hitler ya amenazaba extender sus dominios anexando los pueblos de Austria y del oeste de Checoslovaquia que hablaban alemán.

En marzo de 1938, Alemania logró el anexo de Austria; y en septiembre, Hitler acusó a los checos de perseguir a la minoría alemana de su país e insistió en que eso le daba derecho de intervenir; cuando se acumularon las tropas en ambos lados de la frontera de Alemania con Checoslovaquia, la inminencia de la guerra pareció inevitable. Al agravarse las tensiones en Europa, aumentó la preocupación de las Autoridades Generales por la seguridad de los misioneros que trabajaban allá. El 14 de septiembre de 1938, la Primera Presidencia ordenó la retirada de todos los misioneros de esos dos países; pero luego, en una reunión que hubo en Munich, Alemania, los países de Gran Bretaña y Francia acordaron con Hitler en que Alemania anexara la parte oeste de Checoslovaquia con la condición de que no cometiera otras agresiones; así se evitó momentáneamente la guerra, y la Primera Presidencia permitió que los misioneros que se habían retirado retornaran a sus campos de labor.

Sin embargo, el acuerdo de Munich no condujo a una paz duradera. En 1939, Hitler enfocó su atención en Polonia exigiendo a ese país que le diera mayor acceso al este de Prusia, habitado por alemanes; repitiendo los cargos que había hecho contra Checoslovaquia el año anterior, trató de justificar la intervención militar de Alemania acusando a Polonia de maltratar a la minoría alemana que vivía allí. En medio de toda esa tensión, la experiencia diplomática del presidente J. Reuben Clark, hijo, fue de gran valor para la Iglesia; por medio de los contactos que tenía en el Ministerio de Relaciones Exteriores, mantuvo a los líderes de la Iglesia continuamente al tanto de los sucesos de Europa. Al fin, el jueves 24 de agosto de 1939, por segunda vez la Primera Presidencia ordenó la retirada de todos sus misioneros de Alemania y Checoslovaquia, y dio instrucciones al presidente Joseph Fielding Smith, que estaba en Europa dirigiendo una gira anual por las misiones, para que se encargara de esa tarea.

La retirada de los misioneros, en particular los de la Misión de Alemania Occidental, presentó grandes dificultades y al mismo tiempo creó circunstancias en las que se manifestaron en forma extraordinaria ejemplos de la ayuda divina.

El telegrama de la Primera Presidencia llegó a Alemania el viernes 25 de agosto, por la mañana. El élder Joseph Fielding Smith y M. Douglas Wood, Presidente de la misión, se hallaban en Hanover llevando a cabo conferencias, pero el presidente Wood y la esposa regresaron de inmediato a Francfort; en la tarde de ese mismo día ya habían telegrafiado a todos los misioneros diciéndoles que salieran en seguida para Holanda. El sábado de mañana un misionero llamó por teléfono desde la frontera y les dijo que los Países Bajos habían cerrado la frontera para casi todos los extranjeros, por temor a que la llegada de miles de refugiados disminuyera sus provisiones de alimentos, que ya eran escasas. Y, al mismo tiempo, los boletines de la radio alemana daban la noticia de que para el domingo de noche todas las vías ferroviarias estarían bajo control militar y que no se daban garantías a los civiles que viajaran.

Cuando los holandeses cerraron la frontera, la crisis en que se hallaron el presidente Wood y sus misioneros puso a prueba todo su ingenio. Sabiendo que no se les permitiría llevarse nada de dinero alemán fuera del país, casi todos los misioneros habían empleado los fondos que les quedaban en comprar cámaras y otros artículos que pudieran llevar consigo; por lo tanto, no les había quedado dinero para comprar el pasaje a Copenhague, Dinamarca, que era el punto alternativo de retirada, por lo que varios grupos de misioneros quedaron sin recursos en la frontera con los Países Bajos.

En Francfort, el presidente Wood dio una asignación especial a uno de sus misioneros, el élder Norman George Seibold, que había sido jugador de fútbol en Idaho:

“Le dije: ‘Élder, tenemos treinta y un misioneros perdidos entre este lugar y la frontera holandesa, no sabemos dónde. Su misión será buscarlos y asegurarse de que abandonen el país’…

“Después de viajar cuatro horas en tren, llegó a Colonia, que está más o menos a mitad de camino de la frontera holandesa. Como no teníamos la menor idea de los pueblos en que estarían esos treinta y un élderes, le dijimos que se dejara llevar completamente por sus impresiones. Aunque Colonia no era el punto de destino, él sintió la impresión de que debía bajar del tren allí; la enorme estación estaba repleta con miles de personas… El élder se bajó y empezó a silbar la canción de nuestros misioneros: ‘Haz tú lo justo por más que te cueste’ ”. Y así encontró a ocho misioneros3.

En algunos pueblos, el élder Seibold se quedaba en el tren, pero en otros tenía la impresión de que debía bajarse. Después comentó lo que le ocurrió en una población pequeña: “Tuve un presentimiento de que debía salir de la estación e ir hasta el pueblo; me pareció un tanto sin sentido en el momento, pero como teníamos una corta espera, fui. Pasé por… un restaurante, y entré, y había allí dos misioneros. Fue extraordinario, por el hecho de que ambos me conocían y, por supuesto, se quedaron muy contentos de verme… Había sido guiado allí con la misma seguridad que si alguien me hubiera llevado de la mano”. El lunes 28 de agosto el presidente Wood, ya en Copenhague, se enteró de que catorce de los treinta y un misioneros habían llegado sanos y salvos a Holanda; y esa tarde recibió un telegrama del élder Seibold diciéndole que los otros diecisiete llegarían esa misma noche a Dinamarca4.

Mientras los misioneros de Alemania occidental se esforzaban por llegar a Dinamarca, en Checoslovaquia tenía lugar un drama diferente. El 11 de julio la Gestapo alemana arrestó a cuatro misioneros y los puso presos en la cárcel de Pankrac, donde tenían a los prisioneros políticos; durante las seis semanas siguientes Wallace Toronto, el presidente de la misión, se dedicó laboriosamente a tratar de obtener su libertad, pero no tuvo éxito hasta el 23 de agosto, el día antes de recibir la orden de retirada de los misioneros de la misión checa; la mayoría de los misioneros y la familia del presidente Toronto salieron inmediatamente para Dinamarca, pero él se quedó para ayudar a los élderes que habían estado en la cárcel a recuperar sus pasaportes y otras posesiones.

Al mismo tiempo que los ejércitos de Hitler se juntaban para invadir Polonia, se cortaron las comunicaciones con Checoslovaquia. La hermana Toronto relató después lo siguiente: “Al ver que yo estaba sumamente preocupada y que con el correr de las horas me ponía cada vez más nerviosa, el presidente [Joseph Fielding] Smith se acercó a mí, me puso el brazo alrededor de los hombros en un gesto protector, y me dijo: ‘Hermana Toronto, la guerra no va a empezar hasta que el hermano Toronto y sus misioneros hayan llegado a Dinamarca’ ”.

Entretanto, en Checoslovaquia, el presidente Toronto y los élderes terminaron los trámites el jueves 31 de agosto; cuando ya se aprestaban para partir, uno de los misioneros fue arrestado otra vez y lo pusieron de nuevo en la cárcel. Por la intervención inspirada e inmediata del presidente Toronto, demostrando a las autoridades alemanas que se trataba de un caso de confusión y que el élder no era la persona que buscaban, lo pusieron en libertad en seguida. Esa noche, el grupo subió al tren especial que se había enviado para evacuar a la delegación británica. Fue el último tren que salió de Checoslovaquia. Al día siguiente pasaron temprano por Berlín y esa tarde abordaron el último transbordador que partía de Alemania con destino a Dinamarca5. Ese mismo día Alemania invadió Polonia, el hecho con que generalmente se considera comenzó la Segunda Guerra Mundial. La promesa profética que el presidente Joseph Fielding Smith le había hecho a la hermana Toronto se cumplió con exactitud.

En Salt Lake City, la Primera Presidencia seguía de cerca la crisis y al poco tiempo ordenó la retirada de todos los misioneros que estaban en Europa; la mayoría atravesó el Océano Atlántico en buques de carga, en los que se habían hecho arreglos rudimentarios para transportar a cientos de pasajeros; en general, para dormir había literas y la parte donde dormían los hombres estaba separada nada más que con una cortina de la de donde dormían las mujeres. El presidente J. Reuben Clark, hijo, consideraba que la retirada de los misioneros había sido un verdadero milagro:

“En momentos en que había decenas de miles de estadounidenses agolpándose en las agencias de las grandes compañías navieras, y a pesar de que los élderes no tenían reservas, el grupo entero se retiró de Europa en tres meses; cada vez que había unos cuantos misioneros listos para embarcar, se hallaba el espacio para ellos, pese a que unas horas antes había sido imposible reservar lugar…

“Verdaderamente, las bendiciones del Señor acompañaron esta gran hazaña”6.

Para 1940, la mayoría de los países estaban envueltos en la guerra; Bélgica, Holanda y Francia habían caído en manos de los alemanes, y la Gran Bretaña se preparaba para defenderse; como resultado, las colonias que esos países poseían en otras tierras quedaron vulnerables a los ataques. En septiembre de 1940, Japón firmó un tratado de asistencia mutua, válido por diez años, con Alemania e Italia, e inmediatamente comenzó a ocupar la Indochina Francesa.

Esos sucesos hicieron que la Primera Presidencia decidiera al mes siguiente retirar a todos los misioneros de la Iglesia que estaban en el sur del Pacífico y en Sudáfrica; las comunicaciones entre esas regiones y las oficinas de la Iglesia en Estados Unidos no se cortaron, como había ocurrido en Europa, por lo que se permitió que los presidentes de misión continuaran en su servicio. Los misioneros que estaban en Sudamérica no se retiraron, pero después de 1941 tampoco se mandaron misioneros nuevos a esa parte del continente; así que para 1943 ya no quedaba ningún misionero allí. En esa época, la obra proselitista de los misioneros quedó limitada a Norteamérica y Hawai; pero incluso en esas zonas se vio muy reducido el número de misioneros, pues cada vez eran más los jóvenes que se reclutaban para el servicio militar.

LOS SANTOS EUROPEOS CONTINÚAN LA OBRA

Una vez que los misioneros y sus líderes partieron, los santos europeos quedaron librados a sus propios medios y, en diversos casos, aislados de los demás; muchos de ellos presenciaron escenas de destrucción y muerte. Aun para los que estaban fuera de la zona de combate, la preocupación causada por la guerra era desmoralizadora y tendía a disminuir el interés en los asuntos espirituales. Otro problema que enfrentaban los santos en Alemania y en los países ocupados era que, aunque algunos pensaban que lo más prudente era cooperar con los nazis, otros estaban convencidos de que su deber patriótico era resistir. Por ejemplo, Helmuth Hubener, un jovencito de Hamburgo miembro de la Iglesia, se atrevió a distribuir copias de noticias que había captado en la radio de onda corta, de la BBC de Londres, y que presentaban un punto de vista contrario al de la propaganda nazi; por esa acción, posteriormente lo decapitaron en una cárcel de la Gestapo7.

La Iglesia exhortó a los misioneros que habían partido a escribir cartas con mensajes de fe y de esperanza a los miembros entre quienes habían estado trabajando; también se dio a los ex presidentes de misión la asignación de mantenerse en contacto por correspondencia con los líderes locales a los que habían dejado a cargo de todo. Pero, lamentablemente, la guerra interrumpió el servicio postal e incluso en Suiza, que permaneció neutral, no hubo cartas durante dos años. En esas condiciones, los líderes locales aprendieron a depender de la revelación personal para guiarlos.

Aunque hubo algunas excepciones aisladas, en la mayoría de los casos la fidelidad de los santos europeos hacia las doctrinas y las prácticas de la Iglesia aumentó durante la guerra; en varios lugares, hubo un incremento en el pago de diezmos y ofrendas y en la asistencia a las reuniones; en Suiza, los miembros locales que hacían proselitismo pasaban dos noches por semana predicando y bautizaron a más conversos que los misioneros antes de estallar la guerra. Durante los años anteriores, los presidentes de misión habían preparado a fondo a los santos para el aislamiento en que iban a encontrarse con respecto a la sede de la Iglesia. En el recorrido que hizo por Europa en 1937, el presidente Heber J. Grant, con una visión profética, los había exhortado una y otra vez a cumplir sus responsabilidades y no depender demasiado de los élderes que iban de los Estados Unidos. El hermano Max Zimmer, que dirigió la Misión Suiza en los tiempos de la guerra, es un buen ejemplo de la capacidad de aquellos líderes; él llevaba a cabo programas de capacitación de líderes del sacerdocio y de las organizaciones auxiliares, y distribuía impresos de la Iglesia entre los santos.

Muchos varones alemanes, tanto solteros como casados, fueron reclutados por las fuerzas armadas de su país; esto redujo el sacerdocio de las ramas, que había sido particularmente fuerte a fines de los años treinta. Muchos de los hermanos dejaron atrás esposa e hijos. En los primeros meses de la guerra, la mayoría de los santos alemanes pensaban que estaban luchando por una causa justa; pero, a medida que el conflicto se prolongaba y que aumentaban las atrocidades, cada vez hubo más miembros de la Iglesia que oraban con esperanza por la victoria de los Aliados; en el frente oriental, el sufrimiento y la matanza eran particularmente horribles con el avance implacable del ejército ruso por Alemania. Muchos de los soldados Santos de los Últimos Días volvieron al seno de su familia después de pasar años en los campos de concentración, y algunos no regresaron jamás.

Un notable miembro de la Iglesia que murió en la guerra fue Herbert Klopfer, que en 1940 había sido llamado para ser presidente de la Misión de Alemania Oriental; ese mismo año llamaron también al hermano Klopfer al servicio militar, y lo estacionaron en Berlín; allí podía al mismo tiempo continuar dirigiendo los asuntos de la misión. Tres años después lo mandaron al frente Occidental y partió, dejando la misión en manos de sus dos consejeros, los cuales se encargaron, además, de su familia. El presidente Klopfer pasó un breve tiempo en Dinamarca, donde visitó a algunos santos daneses; al principio, éstos le temían por el uniforme alemán que llevaba, pero él se ganó su confianza expresándoles el testimonio que tenía de la veracidad del Evangelio. En julio de 1944, se declaró a Herbert Klopfer como desaparecido en acción en el frente oriental. Después de la guerra se supo que había muerto en marzo de 1945, en un hospital ruso.

Otro joven soldado Santo de los Últimos Días, Hermann Moessner, de Stuttgart, tuvo una clase diferente de experiencia en la guerra. Mientras peleaba en Europa Occidental, cayó prisionero de los británicos que lo transportaron a Inglaterra y lo metieron en un campo de concentración. Estando allí sin nada que hacer, el hermano Moessner empezó a predicar el Evangelio a sus compañeros de prisión; cuatro hombres aceptaron el mensaje y quisieron bautizarse. El élder Moessner escribió a la sede de la Iglesia en Londres preguntando qué debía hacer; al poco tiempo, el élder Hugh B. Brown fue a visitarlo en el campo de concentración y lo autorizó a bautizar a los conversos. Muchos años después, Hermann Moessner fue llamado como Presidente de la Estaca Stuttgart de Alemania.

Los santos alemanes que no estaban prestando servicio militar también sufrieron mucho, especialmente en las zonas de bombardeo. Los líderes locales recibían a menudo inspiración al tratar de cumplir sus responsabilidades en medio de esas terribles condiciones. Por ejemplo, en un período de diez días en 1943 hubo en Hamburgo ciento cuatro bombardeos; por esos ataques, era necesario tener la radio encendida durante las reuniones de la Iglesia a fin de escuchar las noticias. Un domingo, un presidente de rama que no había oído ninguna advertencia tuvo súbitamente la impresión de que debía dar por terminada la reunión y de inmediato mandó a la congregación al refugio más cercano, al que se llegaba caminando en diez minutos; no bien habían llegado los miembros de la rama al refugio, cuando empezó el bombardeo8.

Cuando les destruían los lugares de reunión, los santos tenían sus servicios religiosos en sus propias casas. Pero en una de las misiones, noventa y cinco por ciento de los miembros perdieron su casa. Los líderes locales recurrieron a diversos programas de ayuda mutua para resolver la situación; una de las cosas que hicieron fue pedir a los miembros que llevaran alimentos, ropa y artículos del hogar al lugar donde se reunían para almacenar allí lo que llevaran; los santos respondieron generosamente, de acuerdo en que todos debían compartir cualquier cosa que tuvieran disponible. “Una a una, las familias llevaron todas sus provisiones y las compartieron con sus hermanos necesitados”; además, todos contribuían a un fondo de la Sociedad de Socorro que era para comprar materiales con los que remendaban o hacían ropa9. En Hamburgo, los miembros participaron en lo que llamaban “Loeffelspende (o contribución de la cucharada), en la que cada uno llevaba una cucharada de harina o una de azúcar a toda reunión a la que asistiera; esa cantidad tan pequeña les pareció ridícula al principio, pero ‘esa cucharada multiplicada por doscientos era suficiente para hacer un pastel de bodas a una pareja o para alimentar a una mujer embarazada o a una madre que estuviera amamantando a su bebé’ ”10.

LA PARTICIPACIÓN DE LA IGLESIA EN LA GUERRA

El 7 de diciembre de 1941, Japón atacó la base naval estadounidense de Pearl Harbor, Hawai. Cuando Estados Unidos reaccionó declarando la guerra a Japón y a Alemania, los Santos de los Últimos Días se encontraron siendo participantes directos en las hostilidades; a causa de ello, se vieron forzados una vez más a reflexionar sobre sus sentimientos acerca de la guerra. Se dejaron guiar por las enseñanzas del Libro de Mormón que condenan la guerra ofensiva pero justifican la lucha, “aun hasta la efusión de sangre, si necesario fuese”, en defensa del hogar, la tierra, la libertad y la religión (Alma 48:14; véase también 43:45–47). En su mensaje anual de Navidad, emitido menos de una semana después del ataque a Pearl Harbor, la Primera Presidencia afirmó que sólo si se viviera el Evangelio de Jesucristo, la paz prevalecería en el mundo. Haciéndose eco del consejo que había dado el presidente Joseph F. Smith al estallar la Primera Guerra Mundial, la Presidencia volvió a exhortar a los miembros que estaban en las fuerzas armadas a mantener alejados de su corazón “toda crueldad, odio y deseo de matar”, aun en el fragor de la batalla11.

En la declaración oficial de la Primera Presidencia, que se leyó en la conferencia general de abril de 1942, se establecían los mismos principios; dicha declaración era un estudio completo y preciso del concepto de la Iglesia con respecto a la guerra, y se distribuyó extensamente en forma de folleto. Se les dijo a los miembros que, aun cuando “el odio no puede tener cabida en el alma de los justos”, los santos eran “parte de la ciudadanía” y debían obedecer lealmente a los que tenían autoridad política. La Presidencia continuaba, diciendo: ”Cuando se les ha llamado al servicio militar, los miembros de la Iglesia siempre han considerado que tienen la obligación de salir en defensa de su país”. Y si en el curso del combate, los soldados “tienen que quitarles la vida a los que pelean contra ellos, ese acto no los convierte en asesinos ni los entrega al castigo que Dios ha designado para los que maten… Puesto que Dios sería cruel si castigara a Sus hijos como transgresores morales por acciones que cometan como inocentes instrumentos de un soberano a quien Él les ha mandado obedecer y cuya voluntad no tienen el poder de resistir…

“…Ésta es una Iglesia de todo el mundo, y sus devotos miembros están en ambos bandos”, afirmaba el mensaje. A los soldados que llevaran una vida limpia, obedecieran los mandamientos y oraran constantemente, la Primera Presidencia les prometía que el Señor estaría con ellos y que no les sucedería nada que no fuera para honra y gloria de Dios y para su propia salvación y exaltación12. En obediencia a ese consejo de los líderes de la Iglesia, los Santos de los Últimos Días hicieron lo que se esperaba de ellos al recibir el llamado para el servicio militar.

LOS SANTOS EN LAS FUERZAS ARMADAS

A pesar de que durante la guerra entre los Estados Unidos y España [en 1898] se habían organizado grupos de soldados miembros de la Iglesia y de que el élder B. H. Roberts había sido capellán en la Primera Guerra Mundial, el desarrollo de programas completos de la Iglesia para los soldados Santos de los Últimos Días no se llevó a cabo sino hasta la Segunda Guerra Mundial.

En abril de 1941, nueve meses antes de que Estados Unidos entrara oficialmente en la guerra, la Primera Presidencia anunció el nombramiento de Hugh B. Brown como coordinador de los soldados; habiendo obtenido el grado de Mayor en el ejército canadiense durante la Primera Guerra Mundial, el élder Brown aprovechó su rango para ponerse en contacto con las autoridades militares; en el transcurso de la guerra, viajó extensamente para visitar y alentar a los soldados SUD. Su simpatía y profunda espiritualidad lo hacían particularmente adecuado para cumplir su asignación.

En octubre de 1942 se organizó un Comité para Soldados de la Iglesia, y se nombró director a Harold B. Lee, nuevo miembro del Consejo de los Doce. El comité se encargaba de hacer gestiones con los funcionarios militares de los Estados Unidos para asegurarse el nombramiento de capellanes Santos de los Últimos Días; esa tarea era sumamente difícil, puesto que los oficiales de la armada y la marina no querían nombrar capellanes que no llenaran los requisitos usuales de ser clérigos profesionales. A pesar de ello, había un Jefe de Capellanes del Ejército que recordaba con gratitud la forma en que un obispo mormón había velado por el bienestar espiritual de los soldados estacionados en su localidad y, gracias a la influencia de ese militar, los oficiales empezaron poco a poco a aprobar el nombramiento de capellanes SUD. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, había cuarenta y seis mormones que habían sido o eran capellanes13.

A fin de complementar el trabajo de ellos, el comité nombró aproximadamente mil “líderes de grupo”, los cuales, una vez apartados, oficiaban dondequiera que se necesitaran sus servicios. Cada uno de esos líderes recibía un documento certificando su condición de “élder de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y líder de grupo autorizado de la Asociación de Mejoramiento Mutuo de dicha Iglesia para prestar servicio a sus compañeros de las fuerzas armadas que sean Santos de los Últimos Días. Una vez obtenido el permiso de los oficiales militares correspondientes, tiene la autorización de dirigir clases de estudio y otras asambleas de adoración”14.

La Iglesia fomentó también otras empresas para beneficio de los miembros que estuvieran en el servicio militar. En California y en Salt Lake City se abrieron casas donde los soldados pudieran quedarse en un ambiente sano cuando viajaban a un nuevo punto de destino; se crearon unas tarjetas especiales que les servían de entrada a ciertas actividades sociales y recreativas auspiciadas por la Iglesia y organizadas para ellos; los miembros que entraban en el servicio militar recibían un tomo de bolsillo del Libro de Mormón y una publicación de la Iglesia titulada Principios del Evangelio; les daban, además, una versión abreviada del periódico Church News, en la que había mensajes de inspiración, informes sobre las actividades de los soldados y otros anuncios importantes.

Muchos de los militares Santos de los Últimos Días eran verdaderos ejemplos de fe y devoción; los oficiales militares se quedaban muchas veces asombrados al ver la iniciativa y la habilidad con que los soldados mormones dirigían sus propios servicios religiosos sin la ayuda de un clérigo profesional. En la isla de Saipán, L. Tom Perry (actualmente miembro del Quórum de los Doce Apóstoles) y otros soldados de infantería de marina que eran miembros de la Iglesia no tenían un lugar donde reunirse, por lo que pusieron manos a la obra para edificarse una capilla; en el tiempo en que Alemania ocupó Noruega, los soldados alemanes Santos de los Últimos Días compartían sus raciones con los miembros noruegos necesitados; y los soldados estadounidenses ayudaron a sus hermanos alemanes a reconstruir al llegar la guerra a su fin. Llenos siempre de entusiasmo por dar a conocer el Evangelio a los demás, los miembros de la Iglesia aprovechaban toda oportunidad que se les presentara aun en tiempos de guerra. El presidente Ezra Taft Benson, que era entonces miembro del Consejo de los Doce, al mismo tiempo que lamentaba la reducción de misioneros regulares, estaba convencido de que los soldados Santos de los Últimos Días habían realizado “en total, más obra misional que la que se haya llevado a cabo en toda la historia de la Iglesia…

“Uno [de los soldados] me dijo: ‘Hermano Benson, es como estar en otra misión. Las condiciones son diferentes, pero tenemos oportunidades de predicar el Evangelio y las estamos aprovechando’ ”15.

El buen ejemplo de los compañeros mormones tuvo influencia en muchísimos soldados. El estilo de vida de Neal A. Maxwell, que tenía diecinueve años y prestaba servicio en las fuerzas armadas estacionadas en Okinawa, era como una constante enseñanza para sus compañeros; y uno de ellos en particular recordaba el ejemplo que había recibido de él en una trinchera en la isla de Okinawa. Con el tiempo, el hermano Maxwell fue llamado al Quórum de los Doce Apóstoles. Por otra parte, un miembro holandés, que se hallaba en un campo de concentración alemán, dio a conocer el Evangelio a otro de los prisioneros de guerra, Jay Paul Jongkees, que lo escuchó con interés, se convirtió a la Iglesia y más tarde fue el primer presidente de estaca en Holanda.

Los soldados Santos de los Últimos Días también fueron quienes introdujeron el Evangelio en algunas partes del mundo donde no se le conocía. Por ejemplo, ellos establecieron el primer contacto de la Iglesia en las Islas Filipinas16.

Al terminar la guerra, el número de Santos de los Últimos Días que había en el servicio militar era de casi cien mil personas, o sea de uno por cada diez miembros de la Iglesia. Aunque algunos fueron protegidos de manera que parecen milagrosas, no todos salieron con vida. El entonces élder Harold B. Lee dijo estas palabras de consuelo a los que habían perdido seres queridos en la guerra: ”Tengo la certeza de que el devastador azote de la guerra, en la que mueren cientos de miles de personas, muchas de las cuales no son más responsables del conflicto de lo que son nuestros propios hijos, hará necesario un aumento de actividad misional en el mundo de los espíritus, y que muchos de nuestros hijos que poseen el Santo Sacerdocio y son dignos serán llamados a ese servicio misional después de salir de esta vida”17.

EL EFECTO DE LA GUERRA EN LA IGLESIA, EN LOS ESTADOS UNIDOS

Mientras que los santos de los Estados Unidos no sufrieron de la misma manera que los de Europa, la guerra tuvo también un gran efecto en los miembros y en los programas de ese país. Con el comienzo de la guerra, los astilleros, las fábricas de aviones y otras industrias de defensa crearon muchos trabajos nuevos en la costa oeste de los Estados Unidos; esas oportunidades económicas atrajeron a la costa del Pacífico a un buen número de familias de la región montañosa. No obstante, el establecimiento de industrias de defensa en Utah y los alrededores con el tiempo llevaron a muchos santos de regreso.

Esos movimientos de la población, estimulados por las circunstancias de la guerra, crearon diversos problemas para la Iglesia; entre los empleados de esas industrias había muchos jóvenes mormones solteros. De ahí que, al terminar la guerra, hubiera gran cantidad de jóvenes que vivían lejos de la influencia estabilizadora del hogar y la familia18. En los lugares donde esos jóvenes iban a vivir, las Autoridades Generales exhortaron a los líderes locales de la Iglesia a interesarse especialmente en ellos. Por otra parte, las nuevas industrias que se establecieron en zonas donde predominaban los mormones también dieron como resultado la llegada de muchas personas que no eran miembros de la Iglesia a varias comunidades de Utah. Aunque a algunos de los residentes de más tiempo les preocupaba la aparición de tantos “elementos forasteros”, los líderes de la Iglesia exhortaron a los miembros a fraternizar con los recién llegados y a darles a conocer el Evangelio siempre que les fuera posible; esa situación creó un campo fértil para las misiones de estaca que se habían establecido en los años treinta.

Las condiciones creadas por el conflicto bélico afectaron de otras maneras también los programas auspiciados por la Iglesia. En enero de 1942, un mes después que Estados Unidos había entrado en la guerra, la Primera Presidencia anunció que se suspendían inmediatamente, por el tiempo que durara el conflicto, todas las reuniones de los líderes de estaca; esta disminución de instrucciones para los líderes llegó en el preciso momento en que las actividades de la Iglesia tenían que ser más eficaces que nunca para atraer al creciente número de miembros que se habían alejado de la influencia guiadora y sostenedora de la familia. La Primera Presidencia explicó: “Esta decisión da mayor responsabilidad a las organizaciones auxiliares de barrios y ramas, para que se aseguren no sólo de que su labor no sufra sino que aumente en intensidad, mejore en calidad y sea en general más eficaz”. Las mesas directivas de las organizaciones auxiliares mantuvieron contacto con los oficiales locales y los dirigieron por correspondencia, y se hizo más hincapié en el hogar como la clave para preservar la fe de los jóvenes19.

Además, la Primera Presidencia limitó la asistencia a las conferencias generales a los líderes del sacerdocio que hubieran sido invitados en particular; el Tabernáculo se cerró al público, puesto que los programas semanales del Coro del Tabernáculo se transmitían sin espectadores; se pospusieron las celebraciones del centenario de la Sociedad de Socorro, en 1942, y el espectáculo del cerro de Cumorah se suspendió hasta el fin de la guerra.

El 27 de abril de 1942, cuando el presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, habló de la necesidad de aumentar los impuestos, de controlar los salarios y los precios, de racionar la gasolina y otros materiales de consumo importantes para la guerra, los líderes de los Santos de los Últimos Días ya habían tomado medidas para adaptar los programas de la Iglesia.

El entonces élder Harold B. Lee estaba convencido de que las precauciones que la Iglesia había tomado eran resultado de la revelación; refiriéndose a las restricciones que ésta había impuesto en enero de 1942 para las reuniones y los viajes de las organizaciones auxiliares, dijo: ”Si nos acordamos de que todo esto sucedió entre ocho meses y un año antes de que se pusiera en efecto el racionamiento de la gasolina y de las cubiertas [de auto], pensándolo bien, podemos muy bien comprender que era la voz del Señor a este pueblo, tratando de prepararlo para el programa de conservación al que se le iba a obligar al cabo de un año; en aquel momento nadie podía predecir que los países que han estado produciendo ciertos artículos esenciales iban a ser invadidos y que, por lo tanto, enfrentaríamos una escasez de esos productos”.

Más aún, el élder Lee estaba seguro de que los líderes de la Iglesia habían sido inspirados cuando, en 1937, empezaron a aconsejar a los santos que produjeran y almacenaran provisiones para un año; él opinaba que esto había contribuido a preparar a los miembros de la Iglesia para el racionamiento y la escasez y se había adelantado al consejo que durante la guerra dio el gobierno de que la gente plantara huertos20.

Por los problemas de la guerra, “las actividades de la Iglesia se vieron limitadas de otras maneras. Al ponerse los materiales de construcción al servicio de las fuerzas militares, hubo que suspender la edificación de centros de reuniones e incluso del Templo de Idaho Falls, Idaho. Quizás ninguno de los programas de la Iglesia haya sufrido el impacto de la guerra más que el de la obra misional; en 1942 la Iglesia había acordado no llamar a jóvenes en edad del servicio militar para cumplir misiones; en consecuencia, el número de misioneros se redujo en extremo. Mientras que en 1941 se había llamado a 1.257 jóvenes a la misión, en los dos años siguientes sólo se llamó a 261; antes de la guerra, la mayoría de los misioneros eran jóvenes con el oficio de élder o setenta, pero en 1945 casi todos los nuevos misioneros eran mujeres o sumos sacerdotes. Por todas partes, los miembros asumieron otra vez mayor responsabilidad, lo mismo que lo habían hecho diez años antes al disminuir el número de misioneros durante la Gran Depresión; en toda América del Norte, esos santos aceptaron llamamientos de misioneros locales, donando algunas horas, y ocuparon cargos de importancia en las organizaciones de rama y distrito.

“La Iglesia auspiciaba programas especiales de guerra y animaba a sus miembros de otras maneras a apoyar patrióticamente el esfuerzo aliado. El primer domingo de 1942 se designó como domingo especial de ayuno y oración. Como se había hecho durante la Primera Guerra Mundial, otra vez las Autoridades Generales agradecieron a los miembros sus generosas contribuciones a la Cruz Roja y a otras organizaciones caritativas. Las hermanas de la Sociedad de Socorro prepararon paquetes de primeros auxilios para uso en el hogar y vendas y otros suministros para la Cruz Roja. En el invierno de 1942 a 1943, las Abejitas de la Iglesia, de doce y trece años, donaron 228.000 horas recolectando restos de metal, grasas y otros materiales necesarios, haciendo libros de recuerdos o galletas para los soldados, y cuidando a niños cuyas madres trabajaban en las industrias de defensa; por dichos servicios se ofreció el premio ‘Abeja de Honor’. Y en 1943, los jóvenes de la Asociación de Mejoramiento Mutuo de los Estados Unidos y Canadá juntaron más de tres millones de dólares destinados a comprar cincuenta y cinco botes de rescate que se necesitaban desesperadamente para salvar la vida de los pilotos cuyos aviones caían en el mar”21.

Mientras que, por una parte, los Santos de los Últimos Días de ambos bandos, tanto los del servicio militar como los que habían quedado atrás, se esforzaban patrióticamente por apoyar la causa de sus respectivos países, todos ellos anhelaban volver a los tiempos de paz. Aun cuando algunas actividades progresaron durante la guerra, la magnitud del conflicto retrasó la obra de la Iglesia, y ésta pudo volver a avanzar sólo después del ansiosamente esperado cese de hostilidades, ocurrido en 1945.

NOTAS

  1. Este capítulo se escribió para el Sistema Educativo de la Iglesia; también se publicó en la obra de Cowan, The Church in the Twentieth Century, págs. 175–176, 178–192.

  2. Véase, de Gilbert W. Scharffs, Mormonism in Germany; Salt Lake City: Deseret Book Company, 1970, págs. 86–88.

  3. M. Douglas Wood, en “Conference Report”, abril de 1940, págs. 79–80.

  4. David F. Boone, “The Worldwide Evacuation of Latter-day Saint Missionaries at the Beginning of World War II”, tesis para la maestría, Universidad Brigham Young, 1981, págs. 39–40; véase también págs. 35–43.

  5. Martha Toronto Anderson, A Cherry Tree behind the Iron Curtain: The Autobiography of Martha Toronto Anderson; Salt Lake City: Martha Toronto Anderson, 1977, págs. 31–32.

  6. En “Conference Report”, abril de 1940, pág. 20.

  7. Véase, de Scharffs, Mormonism in Germany, págs. 102–103.

  8. Véase, de Scharffs, Mormonism in Germany, págs. 104–105.

  9. Véase, de Frederick W. Babbel, On Wings of Faith; Salt Lake City: Bookcraft, 1972, págs. 110–111.

  10. Citado por Scharffs, en Mormonism in Germany, pág. 111.

  11. Citado en Messages of the First Presidency of The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints, James R. Clark, comp., 6 tomos; Salt Lake City: Bookcraft, 1965–1975, 6:141.

  12. En “Conference Report”, abril de 1942, págs. 90, 92–95.

  13. Véase, de Joseph F. Boone, “The Roles of The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints in Relation to the United States Military, 1900–1975“, dis. para el doctorado, Universidad Brigham Young, 1975, págs. 548–552.

  14. Boone, “The Roles of the Church…”, págs. 698–699.

  15. En “Conference Report”, abril de 1945, págs. 108–109.

  16. Véase, de Lowell E. Call, “Latter-day Saint Servicemen in the Philippine Islands”, tesis para la maestría, Universidad Brigham Young, 1955, págs. 98, 103.

  17. En “Conference Report”, octubre de 1942, pág. 73.

  18. Véase informe de Lee A. Palmer al Obispado Presidente, de fecha 21 de septiembre de 1944, Ficheros temáticos de LeGrand Richards, 1937–1947, Departamento Histórico de la Iglesia SUD, Salt Lake City.

  19. Véase noticia de la Primera Presidencia a los oficiales de la Iglesia, 17 de enero de 1942, Cartas circulares, 1889–1985, Departamento Histórico de la Iglesia SUD, Salt Lake City.

  20. En “Conference Report”, abril de 1943, pág. 128; véase también pág. 126.

  21. Richard O. Cowan, The Church in the Twentieth Century; Salt Lake City: Bookcraft, 1985, págs. 186–187.

Historia

Fecha

 

Acontecimientos importantes

24 de agosto de 1939

La Primera Presidencia ordena la retirada de los misioneros de Europa.

1º de septiembre de 1939

La invasión de Polonia por Hitler marca el comienzo de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

1940

Se nombra a Hugh B. Brown coordinador de los soldados SUD.

1940

Se retira a los misioneros que se hallan en la zona del Pacífico y en Sudáfrica.

7 de diciembre de 1941

El ataque de los japoneses a Pearl Harbor lleva a los Estados Unidos a entrar en la guerra.

Abril de 1942

La Primera Presidencia declara la posición de la Iglesia con respecto a la guerra.

Octubre de 1942

Se organiza en la Iglesia el Comité para los Soldados SUD.

14 de agosto de 1945

Llega a su fin la Segunda Guerra Mundial.

Imagen
map of 1938 European missions

Misiones europeas, 1938.

Irlanda del Norte

Irlanda

Escocia

Misión Británica

Inglaterra

Londres

Misión Noruega

Noruega

Sueca

Oslo

Estocolmo

Misión Sueca

Copenhague

Misión Danesa

Dinamarca

Misión de los Países Bajos

Bélgica

Holanda

Amsterdam

Hanover

Alemania

Colonia

Francfort

Misión de Alemania Occidental

Munich

Berlin

Misión de Alemania Oriental

Polonia

Praga

Misión Checoslovaca

Checoslovaquia

Austria

Zurich

Suiza

Misión Suiza–Austríaca

Misión Francesa

Francia

París

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Norman George Seibold

Norman George Seibold nació el 18 de octubre de 1915, y en el momento de escribirse este manual (1989) residía en Rupert, Idaho.

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Wallace F. Toronto

Wallace F. Toronto (1907–1968) fue llamado de misionero a la Misión Germano–Austríaca en 1928. En julio de 1929, el élder John A. Widtsoe dedicó Checoslovaquia como una misión de la Iglesia; lo acompañaban seis misioneros, uno de los cuales era el élder Toronto, a quien se le pidió entonces que trabajara en la nueva misión.

En 1936, llamaron al élder Toronto para que regresara a Europa, junto con su esposa, Martha, esta vez como Presidente de la Misión Checoslovaca. Allí trabajaron ambos hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial. Después, en 1946, se les pidió que regresaran a Checoslovaquia donde el presidente Toronto reasumió sus deberes de presidente de la misión.

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Helmuth Hubener

Helmuth Hubener (1925–1942) era un joven alemán Santo de los Últimos Días y perdió la vida durante el régimen de Hitler.

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Hugh B. Brown

Durante la Segunda Guerra Mundial, Hugh B. Brown (1883–1975) fue el coordinador de los hombres de toda la Iglesia que estaban en el servicio militar. Era oficial de las fuerzas armadas canadienses, abogado, educador, gran orador y líder eclesiástico.

El élder Brown fue llamado como Autoridad General en 1953; prestó servicio como Ayudante del Quórum de los Doce Apóstoles, miembro de ese Quórum y consejero en la Primera Presidencia de la Iglesia.

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