Nuestro hogar, nuestra familia
La oración: el regalo de una madre
La autora vive en Guatemala.
A pesar de la rebeldía de mi hijo, nunca dejé de orar por él.
Nunca oré tanto como cuando uno de mis hijos cumplió diecisiete años. Él comenzó a tener algunas dudas acerca del Evangelio y, en ocasiones, se rebelaba y no quería escuchar. Mi esposo y yo siempre le insistíamos que asistiera a la Iglesia, pero muchas veces rehusaba hacerlo. Teníamos nuestras noches de hogar, leíamos las Escrituras y orábamos como familia, pero, con frecuencia, él optaba por no participar. No recuerdo cuántas veces me arrodillé para pedir a nuestro Padre Celestial que le tocara el corazón y lo ayudara a continuar por el camino correcto.
En los dos años que siguieron tuvo muchos altibajos. Los líderes de la Iglesia me apoyaron y hablaron con él, pero todo parecía inútil. Finalmente se fue de casa.
En todo ese tiempo no dejé de orar por él. En ocasiones, mi esposo, cansado, me decía: “Déjalo; él tiene su albedrío moral”. Pero yo siempre respondía lo mismo: “No; no perderé la esperanza”.
Después de un tiempo, nuestro hijo volvió a casa. Me pidió perdón y me dijo: “Mamá, quiero venir a casa”. Mi esposo y yo dudamos, pero después de analizarlo, cedimos. Después de que regresó a casa, vimos su firme determinación de cambiar; volvió a ser activo en la Iglesia y a participar en las actividades. Más adelante lo llamaron a prestar servicio como maestro de la Primaria, una experiencia que fue muy especial para él.
Un día, colgué un póster que saqué de la revista Liahona que decía: “No permitas que las preocupaciones ni las dudas te impidan servir en una misión de tiempo completo”1. Estuvo colgado en su cuarto varios meses, hasta que un día, de repente, me dijo: “Mamá, quiero ir a la misión al final del año”. Fue maravilloso. Mi esposo y yo lloramos y lloramos, y por supuesto lo apoyamos mientras se preparaba para ir al templo y servir en una misión. Continué orando todo el tiempo, ahora agradeciendo al Padre Celestial que hubiera tocado el corazón de mi hijo.
Después de algún tiempo en la misión, en una de sus cartas me dijo: “Mamá, tengo un gran testimonio de la oración gracias a ti. Sé que tú oraste por mí todo el tiempo, y ahora estoy en la misión porque el Señor me tocó el corazón, no porque yo sea tan bueno. Gracias, mamá. Comparte con las hermanas este principio que cambió mi vida”.
Ahora, mi hijo ha servido fielmente en una misión y ha participado en una obra maravillosa. Estoy muy agradecida al Padre Celestial por escuchar mis oraciones todos estos años, y por haber tocado el corazón de mi hijo, lo cual hizo que volviera al camino correcto.