2015
El templo y el orden natural del matrimonio
Septiembre de 2015


El templo y el orden natural del matrimonio

Este es el segundo de dos artículos escritos por el élder Hafen en conmemoración del vigésimo aniversario de “La Familia: Una Proclamación para el Mundo”. El primer artículo se publicó en el ejemplar de agosto de 2015 de la revista Liahona.

Tomado del discurso “El matrimonio, el derecho de familia y el templo”, pronunciado en la Charla fogonera anual de J. Reuben Clark Law Society en Salt Lake City, el 31 de enero de 2014.

El templo es el nudo que une el cielo y la tierra.

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Izquierda: fotografía por Gustavo Hartel; derecha: fotografía del Templo de Washington Columbia River, por Russ May.

Cuando una cultura aturdida nos confunde con respecto a lo que significa el matrimonio, es posible que nos demos por vencidos demasiado pronto con nosotros mismos y el uno con el otro. Pero hay esperanza; el modelo eterno del templo puede ayudarnos a vencer el caos moderno.

Cada vez que vamos al templo, las ordenanzas nos reorientan hacia el orden natural del universo, incluso el orden natural del matrimonio. Como los marinos de antaño, miramos al cielo para orientarnos, y eso lo hacemos mediante el templo. Hugh Nibley, erudito Santo de los Últimos Días, escribió:

“El templo se construye de manera que represente los principios organizadores del universo. Es la universidad en la que los mortales aprenden sobre esas cosas…

“El templo terrenal [está] en medio de todo… todos los asuntos celestiales giran en torno a él; es el nudo que une la tierra y el cielo”1.

Por consiguiente, el templo tiene el poder de grabar en nuestro corazón las leyes naturales de Dios sobre el matrimonio y la vida familiar.

El matrimonio de Adán y Eva

De la historia de Adán y Eva, la historia primordial que se presenta en el templo, aprendemos las primeras enseñanzas que recibimos en el templo sobre el matrimonio. Una vez, un amigo me preguntó: “Si Cristo es el centro del Evangelio y del templo, ¿por qué la investidura del templo no enseña la historia de la vida de Cristo? ¿Por qué todo ese énfasis en Adán y Eva?”.

He llegado a sentir que la vida de Cristo es la historia en cuanto a ofrecer la Expiación; y la de Adán y Eva es la historia sobre recibir la Expiación, en medio de las a veces formidables oposiciones de la vida terrenal.

Adán y Eva fueron las primeras personas que recibieron la expiación de Jesucristo; también fueron los primeros padres que conocieron el amor que un nuevo hijo trae, los sacrificios de criar a un hijo y la agonía de ver a los hijos usar el albedrío imprudentemente.

El patriarca Lehi nos da el contexto doctrinal para comprender la experiencia de ellos, y la nuestra. Nos dice que si Adán y Eva no hubieran comido del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, hubieran “permanecido en el jardín de Edén…

“Y no hubieran tenido hijos; por consiguiente, habrían permanecido en un estado de inocencia, sin sentir gozo, porque no conocían la miseria; sin hacer lo bueno, porque no conocían el pecado…

“Adán cayó para que los hombres existiesen; y existen los hombres para que tengan gozo” (2 Nefi 2:22–23, 25).

Es así que, en forma paradójica, el pecado, la aflicción y los hijos contribuyen a crear el contexto para que aprendamos lo que significa el gozo; un proceso que es posible mediante la expiación de Jesucristo.

Gracias a la Expiación, podemos aprender de nuestras experiencias sin ser condenados por ellas; y el recibir la Expiación, como lo hicieron Adán y Eva, no es una simple doctrina que se refiere a borrar marcas negras, sino que es la doctrina central que permite el mejoramiento del ser humano. Por consiguiente, el sacrificio de Cristo no los devolvió a un estado idílico de inocencia; esa sería una historia sin trama ni desarrollo de carácter. En vez de ello, salieron del Jardín apoyándose uno en el otro, avanzando juntos hacia el mundo en el que ahora vivimos.

La historia primordial del templo es, totalmente a propósito, la historia de una pareja casada en la que se ayudan el uno al otro a enfrentar la continua oposición terrenal; puesto que sólo al afrontar esa oposición, a veces angustiosa, pueden llegar a comprender el verdadero gozo.

Examinemos dos implicaciones de la historia de Adán y Eva en cuanto a nuestra comprensión del matrimonio. Primero, la percepción positiva de la Caída que nos da la Restauración. Sabemos que Adán y Eva eligieron sabiamente en el Jardín, porque solamente la mortalidad podía proporcionarles la experiencia necesaria para cumplir con el plan de Dios para ellos, y para nosotros. En contraste, el cristianismo tradicional enseña que su decisión fue un error trágico que acarreó la ira de Dios sobre todo el género humano. Algunas religiones cristianas todavía enseñan que, debido a que las mujeres son hijas de la insensata Eva, la esposa debe depender de su marido.

En una enérgica reacción a esa idea, en la actualidad, la mayoría de la gente opina que la esposa debe ser independiente de su marido; y, para ser justos, ellos agregarían que el marido también debe ser independiente de su esposa. Pero, cuando los cónyuges son independientes el uno del otro, aceptan solamente los “compromisos no vinculantes” de hoy en día y abandonan el matrimonio cuando ya no resulta placentero o cuando empiezan las dificultades.

¿Qué es lo correcto entonces, la dependencia o la independencia? Ninguna de las dos. El Evangelio restaurado —a diferencia del resto del cristianismo— enseña que la decisión de Adán y de Eva en el Jardín no fue un error ni un accidente, sino, más bien, una parte deliberada e incluso gloriosa del Plan de Salvación. En consecuencia, la Restauración considera a Eva, y a todas las mujeres, como seres nobles en completa igualdad con los hombres.

Por tanto, Eva no es dependiente de Adán ni tampoco independiente de él; más bien, ambos son interdependientes el uno del otro; son “compañeros iguales” que deben “ayudarse el uno al otro” en todo lo que hagan2.

Llevar al altar un corazón quebrantado

Adam (Old Testament prophet) and his wife Eve kneeling at an altar constructed of stones.

Adán y Eva arrodillados ante un altar, por Del Parson; ilustración fotográfica por Jerry L. Garns.

Segundo, cuando Adán y Eva salieron del Jardín, el Señor les mandó levantar un altar y ofrecer sacrificios de animales. Después de muchos días, un ángel le preguntó a Adán por qué ofrecía sacrificios y él contestó: “No sé, sino que el Señor me lo mandó”. Entonces el ángel le dijo: “Esto es una semejanza del sacrificio del Unigénito del Padre, el cual es lleno de gracia y de verdad” (Moisés 5:6–7).

De modo que, los animales que Adán y Eva sacrificaban eran símbolos que señalaban hacia el futuro sacrificio redentor que el Padre hizo de Su Hijo. Luego, el ángel les enseñó que el sacrificio de Cristo y el plan de redención darían significado y propósito a toda la oposición que enfrentarían, de hecho, a toda su experiencia terrenal.

En la actualidad, algunos de nosotros vamos al templo por el mismo motivo que Adán y Eva ofrecieron sacrificios en un principio: sencillamente porque se nos manda hacerlo, sin saber por qué. La simple obediencia es mejor que no llevar a cabo las ordenanzas; no obstante, el Señor, que fue quien mandó al ángel, debe haber querido que ellos supieran el porqué; y, asimismo, creo que Él quiere que nosotros lo sepamos.

¿Son también las ordenanzas del templo hoy en día “una semejanza… del Unigénito”? Piensen cómo los altares del templo, tal como el de Adán y Eva, son altares de oración, de sacrificio y de convenios; piensen en los elementos de sacrificio que hay en todos los convenios de la investidura.

Desde el momento en que Cristo dio fin a Su misión expiatoria, ya no ofrecemos sacrificios de animales, pero sí concertamos el convenio de hacer un sacrificio. ¿De qué manera? Cristo enseñó a los nefitas: “Y me ofreceréis como sacrificio un corazón quebrantado y un espíritu contrito” (3 Nefi 9:20; véase también 2 Nefi 2:7).

El sacrificio de animales simbolizaba el sacrificio que el Padre hizo de Su Hijo; pero el de un corazón quebrantado y un espíritu contrito simboliza el sacrificio que hizo el Hijo de Sí mismo. El élder James E. Talmage (1862–1933), del Cuórum de los Doce Apóstoles, escribió que Jesús “murió de un corazón quebrantado”3. En forma similar, nos ofrecemos nosotros mismos —nuestro corazón quebrantado— como sacrificio personal4. Tal como el élder Neal A. Maxwell (1926–2004), del Cuórum de los Doce Apóstoles, dijo: “…el verdadero sacrificio personal no ha consistido nunca en poner un animal sobre el altar, sino en la disposición de poner en el altar el animal que está dentro de nosotros y dejar que se consuma”5.

Hace poco, mientras prestaba servicio como presidente del Templo de St. George, Utah, EE. UU., un día estaba por sellar a una pareja joven. Cuando los invité a acercarse al altar y el novio tomó a la novia de la mano, comprendí que ambos estaban a punto de poner su corazón quebrantado y su espíritu contrito sobre aquel altar de sacrificio, una ofrenda abnegada de sí mismos el uno al otro y a Dios, emulando así el sacrificio de Cristo por ellos. ¿Con qué propósito? Para que, mediante toda una vida de sacrificio el uno por el otro —es decir, tratando de vivir como Cristo lo hizo— ambos lleguen a ser más como Él es.

Al tratar de vivir de esa manera todos los días, los dos se acercarán más a Dios, lo cual los acercará también más el uno al otro. Por tanto, el vivir los convenios de la ordenanza selladora no sólo santificará su matrimonio sino también su corazón y su vida.

Esta forma de percibir la relación matrimonial difiere totalmente del punto de vista predominante hoy en día sobre el matrimonio. En Su parábola del Buen Pastor, Jesús describe a un “asalariado”, alguien a quien se le paga para que cuide las ovejas. Cuando viene el lobo, “el asalariado… deja las ovejas y huye”. ¿Y por qué huye? Porque las ovejas no son suyas. En contraste, Jesús dice de Sí mismo: “Yo soy el buen pastor… y pongo mi vida por las ovejas”. (Véase Juan 10:11–15).

En la actualidad, muchas personas consideran el matrimonio como un acuerdo informal entre dos “asalariados”; cuando uno de ellos se siente amenazado por el lobo de las dificultades, sencillamente huye. ¿Por qué arriesgaría un asalariado la comodidad o la conveniencia, y mucho menos la vida?

Pero cuando en nuestro matrimonio ofrecemos un corazón quebrantado y un espíritu contrito, a semejanza del Buen Pastor, prometemos dar nuestra vida por las ovejas de nuestro convenio, un día, e incluso una hora, a la vez. Ese proceso nos invita a tomar sobre nosotros, de forma abnegada, las aflicciones y las alegrías de nuestro compañero y de nuestros hijos, emulando en nuestra forma muy limitada la manera en que el Salvador toma sobre Sí nuestras aflicciones.

“Y padece con él en todas sus aflicciones” (D. y C. 30:6), le dijo el Señor a Peter Whitmer, refiriéndose a Oliver Cowdery, su compañero de misión. Isaías dijo algo similar al describir a Cristo y a aquellos a quienes Él redime: “En toda angustia de ellos él fue angustiado… y los llevó todos los días de la antigüedad” (Isaías 63:9; véase también D. y C. 133:53).

Un obrero del templo cuya esposa había muerto después de sufrir una enfermedad debilitante durante varios años, me dijo: “Pensé que sabía lo que era el amor; habíamos vivido más de cincuenta dichosos años juntos. Pero solamente al tratar de cuidarla en estos últimos años fue que descubrí lo que es el amor”.

Por haber compartido las aflicciones de su esposa, aquel hombre había descubierto, en su corazón, profundos manantiales de compasión que un asalariado nunca llegará a conocer. La acumulación de esos descubrimientos produce el proceso santificador de llegar a ser como el Buen Pastor, al vivir y al dar como Él lo hace. No es por casualidad que esa clase de ofrenda infunde una fortaleza irreemplazable en los intereses sociales de nuestra cultura.

El matrimonio y el gozo verdadero

Elderly couple embracing. Shot in Ecuador.

Un amigo me preguntó hace poco: “¿Cuán cerca de la perfección tenemos que vivir para recibir las promesas exaltadas que ofrece el sellamiento en el templo?”. El esposo y la esposa se conocen tan bien, especialmente los que buscan las bendiciones eternas, que quizás algunos días se pregunten sinceramente si están viviendo de una manera que se acerque a la perfección, o si su cónyuge lo está haciendo.

Me gusta la respuesta que se encuentra en las palabras de despedida de Moroni: “Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con toda vuestra alma, mente y fuerza, entonces su gracia os es suficiente, para que… seáis perfectos en Cristo” (Moroni 10:32; cursiva agregada). Una forma de librarnos de la impiedad es mantenernos cerca del templo, porque en sus ordenanzas “se manifiesta el poder de la divinidad” (D. y C. 84:20; cursiva agregada). Más aun, amar a “Dios con todas [nuestras] fuerzas” significa amar al punto de nuestra propia capacidad individual y no a la medida de alguna escala de perfección abstracta e inalcanzable.

Al abstenernos de la impiedad y amar a Dios tan sincera y plenamente como nos sea posible, la gracia perfeccionadora de Cristo completa el proceso de purificarnos. Una carta de la Primera Presidencia, escrita en 1902, da la idea de cómo será esa combinación del sacrificio total de Cristo y del nuestro: “Después de alcanzar el estado perfecto de la vida, las personas no tendrán otro deseo que el de vivir en armonía con [rectitud], incluso la que los unió como marido y mujer… Los que logren la primera resurrección, o sea la celestial, necesariamente deberán ser puros y santos, y su cuerpo será perfecto también… Todo hombre y mujer que alcance esta condición inefable de vida será tan hermoso como los ángeles que rodean el trono de Dios… ya que la debilidad de la carne se habrá vencido y olvidado; y tanto [el marido como la mujer] estarán en armonía con las leyes que los unieron”6.

Una mujer que conozco se casó en el templo hace unos cincuenta años. Después de que ella y su esposo tuvieron varios hijos, la vida turbulenta de él los llevó al divorcio y a que lo excomulgaran de la Iglesia. Tiempo después, ella renunció a su condición de miembro de la Iglesia y optó por seguir algunos senderos escabrosos. Al cabo de un tiempo, su exmarido falleció. La conocí cuando su hija la llevó a mi oficina para averiguar si la madre podría alguna vez volver al templo.

Tras una conversación apacible y pacífica sobre la forma en que podemos aprender de la experiencia sin ser condenados por ella, analizamos los procesos del arrepentimiento, de volver a bautizarse y de la restauración de las bendiciones del templo. Le expliqué entonces que la ordenanza de restauración iba a restaurar también su sellamiento; y le pregunté si estaba lista para eso.

La hija fue la primera en contestar: “Yo sufro de trastorno bipolar”, me dijo. “Mi hijo es bipolar. Ahora sabemos mucho más que antes de esa enfermedad y tomamos medicamentos que nos ayudan. En retrospectiva, creo que mi padre era bipolar, y eso posiblemente haya influido en los muchos aspectos difíciles de nuestra vida familiar. Ya no lo juzgo”.

La madre contestó suavemente: “Si realmente puedo volver al templo algún día, estaré dispuesta a que se me restaure el sellamiento”.

Mientras las observaba alejarse por el corredor, me di cuenta de que el templo y el poder sellador de Elías son fuentes de reconciliación que vuelven no sólo el corazón de los hijos hacia los padres, y viceversa, sino que también vuelven el corazón del esposo y la esposa el uno hacia el otro. Un tiempo después, recibí la noticia de que la madre iba a volver a bautizarse.

Testifico que el orden del matrimonio con el que Dios unió a Adán y a Eva vale cualquier esfuerzo que se requiera: encontrarlo, fortalecerlo y mantenerlo. También testifico que los esposos y las esposas que traten de vivir como el Buen Pastor descubrirán, y se brindarán el uno al otro, una vida más abundante de auténtico gozo.

Notas

  1. Hugh Nibley, Eloquent Witness: Nibley on Himself, Others, and the Temple, citado en The Collected Works of Hugh Nibley, 19 tomos, 2008, tomo XVII, págs. 312, 313; véase también Encyclopedia of Mormonism, 5 tomos, 1992, “Meanings and Functions of Temples”, tomo IV, págs. 1458–1459.

  2. “La Familia: Una Proclamación para el Mundo”, Liahona, noviembre de 2010, pág. 129.

  3. Véase de James E.Talmage, Jesús el Cristo, 1975, pág. 704.

  4. “Y se hallaba reunida… una compañía innumerable de los espíritus de los justos, que habían sido fieles en el testimonio de Jesús mientras vivieron en la carne, y quienes habían ofrecido un sacrificio a semejanza del gran sacrificio del Hijo de Dios, y habían padecido tribulaciones en el nombre de su Redentor” (Doctrina y Convenios 138:12–13).

  5. Neal A. Maxwell, “Absteneos de toda impiedad”, Liahona, julio de 1995, pág. 78.

  6. Joseph F. Smith, John R. Winder y Anthon H. Lund, carta a Christine Eggleston, 28 de enero de 1902, Biblioteca de Historia de la Iglesia.