Te quiero
Natalee T. Fristrup, Utah, EE. UU.
Al llegar a su fin la conferencia de zona de la misión, me encontraba afuera pensando: “¿Qué estoy haciendo en este país extranjero? ¿Cómo voy a hacer todo lo que se espera de mí?”.
Había estado en Sicilia, Italia, apenas un poco más de una semana, pero ya me sentía desanimada. El tiempo que había pasado en el centro de capacitación misional parecía ser un sueño maravilloso; pero debido a mi falta de aptitud, en ese momento me sentía como si estuviera en una pesadilla.
“Querido Padre”, oré, “quería ser una gran misionera; pero ahora que estoy aquí, me doy cuenta de que no tengo los talentos, las habilidades ni la inteligencia para cumplir con lo que se me ha enviado a hacer. Creí que sabía el idioma, pero todos hablan muy rápido y, cuando trato de hablar, las palabras no me salen. Me parece que no le agrado a mi compañera y mi presidente de misión apenas habla inglés. No tengo con quien hablar; por favor, ayúdame”.
Sabía que tenía que volver adentro, pero me quedé en la calle unos minutos más. De repente, sentí que alguien detrás de mí tiraba de mi abrigo. Me di la vuelta y vi a una hermosa niña; entonces me arrodillé lentamente junto a ella en la calle empedrada. Me rodeó el cuello con los brazos y me susurró al oído: “Ti voglio bene”.
“¿Qué dijiste?”, dije en inglés, sabiendo muy bien que ella no me entendía.
Se quedó mirando mi placa misional y leyó: “Sorella Domenici”, y volvió a decir: “Ti voglio bene”.
Yo sabía lo que esa frase quería decir; era una de las primeras frases que habíamos aprendido como misioneras, una frase que llegaba directamente al corazón. Significa: “Te quiero”.
Esas palabras eran exactamente lo que necesitaba oír en ese momento; el Salvador había enviado a una mensajera especial para decírmelas. Conduje a la niña hacia el interior del edificio.
“Debe ser la hija de uno de los miembros”, pensé. Caminé entre los misioneros con la esperanza de que su mamá la viera.
Cuando encontré a mi compañera, le pregunté: “¿Ha visto a esta niña antes?”.
“¿Qué niña?”, me respondió confundida.
Miré hacia abajo y la niña no estaba.
Fui a la entrada del edificio y miré hacia ambos lados de la calle desierta. Al meditar sobre lo sucedido, un susurro que no sólo oí, sino que también sentí, llenó mi alma: “Sorella Domenici, ti voglio bene”.
No sabía quién era la niña, pero sí sabía que el Salvador me amaba.