El sendero a Palmyra
Tomado del discurso “The Making of the Book of Mormon, Joseph Smith, and You”, pronunciado en un devocional en el Centro de Capacitación Misional de Provo, Utah, EE. UU., el 15 de febrero de 2014. Matthew S. Holland es Presidente de la Universidad Utah Valley.
El sendero a Palmyra —el sitio de la Primera Visión y el sitio donde reposaron las planchas de oro— fue todo salvo un sendero de dulzura y luz para José Smith y su familia.
De una cosa sí pueden estar seguros: sean misioneros de tiempo completo o no, todos los Santos de los Últimos Días han sido llamados a llevar el mensaje del Señor Jesucristo a “todo el mundo” (Mateo 24:14). Somos llamados a compartir, en Su nombre, los principios puros y las prácticas de organización de Su evangelio. A fin de hacerlo, también debemos recordar que es esencial enseñar y testificar que José Smith fue Su instrumento para restaurar esos principios puros y esas prácticas de organización sobre la Tierra.
Con tantas cosas en juego, sería bueno que se preguntaran si están listos para dar un paso al frente y declarar con clara convicción y dulce osadía que “por la mañana de un día hermoso y despejado, a principios de la primavera de 1820”1, José Smith se internó en una arboleda aislada, se arrodilló, oró y el mundo nunca volvió a ser el mismo. Si quieren llegar a ser los siervos de Dios que fueron llamados a ser, deben estar preparados para hacerlo.
Decídanse ahora a convertirse en estudiosos de la vida del profeta José Smith. En la vida de él hay poder y sabiduría como en ninguna otra, salvo la vida del Salvador mismo. A medida que, con seriedad y oración, se familiaricen con los detalles de la vida de José, les prometo que su afecto y admiración por él aumentarán, encontrarán consuelo y ánimo para esos días días misionales particularmente difíciles y reforzarán su entendimiento para hacer frente a la burla de los críticos de hoy que están tan seguros de que la evidencia del mundo prueba que José no podía ser lo que afirmaba ser. Para esos fines, vislumbremos sólo algunos aspectos de este hombre tan extraordinario.
Un sendero doloroso
Existen muchas razones para creer que la mañana de la Primera Visión fue tan gloriosa e idílica como el himno “La oración del Profeta”2 la describe. Sin embargo, al deleitarnos en esa imagen, no hay que pasar por alto lo que se requirió para llegar a esa mañana. El sendero a Palmyra —la ubicación general donde ocurrió ese momento singular y sagrado— fue todo menos un sendero de dulzura y luz para ese joven profeta y su familia.
Los padres del Profeta, Joseph Smith, padre, y Lucy Mack Smith, se casaron en Tunbridge, Vermont, EE. UU., en 1796. Después de dedicar seis años bastante prósperos a la agricultura, los Smith se mudaron a la comunidad cercana de Randolph a fin de probar su suerte como dueños de un almacén3.
La mercancía que Joseph, padre, adquirió con la ayuda de prestamistas ubicados en Boston, la compraron rápidamente clientes nuevos y entusiastas que no pagaban en efectivo sino con promesas de pago una vez que levantaran la cosecha, al final de la temporada de cultivo. Mientras esperaba los pagos prometidos a fin de saldar las cuentas para con sus acreedores, decidió invertir en una nueva oportunidad.
En aquellos días, había gran demanda por parte de los mercados chinos por la raíz de ginseng cristalizada. Aun cuando un intermediario le había ofrecido a Joseph, padre, 3.000 dólares en efectivo por la raíz de ginseng que había recolectado y preparado para embarcar, él decidió seguir la estrategia más arriesgada pero potencialmente más lucrativa de llevar él mismo el producto a Nueva York y dar la mercancía en consignación al capitán de un barco para que la vendiera en China a su nombre. Al eliminar al intermediario, tenía la posibilidad de ganar casi $4.500, una suma cuantiosa en aquellos días4.
Ya fuese debido a la mala suerte o a un plan siniestro, el envío de Joseph, padre, acabó en el mismo barco en el que iba el hijo del intermediario con quien se había negado a hacer un trato. Aprovechándose de la situación, ese hijo vendió en China el ginseng del señor Smith “a un alto precio”, se quedó con las ganancias e hizo correr el rumor de que la empresa había sido un fracaso y que había obtenido sólo un cofre lleno de té como recompensa5.
Mientras tanto, al mismo tiempo que ocurría esa estafa, los pagos por un inventario grande de mercancía en la tienda de los Smith habían vencido. Ante las demandas de los acreedores que exigían que se les pagara, los Smith llegaron al punto de la desesperación. Para saldar sus deudas, Lucy se deshizo de un regalo de bodas de 1.000 dólares que había ahorrado por años y Joseph aceptó 800 dólares por la granja familiar en Tunbridge6, siendo ésa la única cosa que habría garantizado por lo menos un mínimo de estabilidad económica y seguridad física a largo plazo en el mundo muchas veces duro de los primeros días del territorio del Oeste. Ahora, encontrándose sin un centavo y sin tierra, los Smith se vieron en la necesidad de mudarse ocho veces en catorce años, buscando constantemente la manera de proveer de lo necesario para su familia.
Por lo menos una de esas mudanzas fue como resultado de las dificultades económicas ocasionadas por facturas médicas acumuladas a raíz de la epidemia de fiebre tifoidea de 1813 que atacó a todos los niños de la familia Smith con una fuerza tremenda y debilitante. Unas semanas después de que la fiebre de José hubo pasado, comenzó a sentir un dolor terrible en el hombro, el cual un médico local diagnosticó erróneamente como dolor a consecuencia de un esguince. Dos semanas más tarde, cuando el dolor se había intensificado a niveles insoportables, el médico regresó y descubrió un foco de infección relacionado con la fiebre prolongada de José7.
Una punción en la zona dolorida extrajo un litro de materia infectada, pero el tratamiento no se completó y surgió una nueva infección en la parte de abajo de la pierna izquierda de José. A causa de ello, llamaron a un cirujano, quien hizo una incisión de 20 cm desde la rodilla hasta el tobillo, lo cual alivió un poco el dolor. Sin embargo, lamentablemente, la infección había penetrado el hueso8.
A esas alturas, la familia buscó el consejo médico más moderno de las autoridades prominentes del Colegio Médico de Dartmouth. Lucy insistió en que el procedimiento más lógico y habitual, la amputación, no se usara. En vez de ello, los Smith intentarían un nuevo y doloroso procedimiento, uno sin promesa de éxito. Los médicos harían una incisión en la pierna y harían dos perforaciones a cada lado del hueso; después, quitarían tres pedazos grandes del hueso para eliminar toda la región infectada9.
Todo eso se llevaría a cabo sin las ventajas de la anestesia general de hoy en día. Debido a ello, se instó a la familia a que diera de beber alcohol a José o que lo atara a la cama para que no se zafara de dolor durante el delicado procedimiento. A la tierna edad de siete años, José se negó a ambas alternativas; en cambio, pidió dos cosas: que su padre lo sostuviera y que su madre saliera de la habitación10.
Cuando los gritos de José llegaron a ser tan desesperantes que no pudieron mantener alejada a su madre, ella entró dos veces en la habitación a pesar de las objeciones suplicantes de su hijo. Lo que vio dejó grabado un recuerdo indeleble en su memoria. Allí estaba José acostado en una cama empapada de sangre, “pálido como un cadáver, [con] grandes gotas de sudor… rodándole por su rostro, mientras que en cada uno de sus rasgos se manifestaba la máxima agonía”11. Afortunadamente, la operación fue un éxito, pero José pasaría los siguientes tres años usando muletas.
Tras esa prueba, la familia esperaba que un nuevo comienzo en Norwich, Vermont, finalmente les brindara la estabilidad y la prosperidad que buscaban tan desesperadamente. Sin embargo, una vez más, sus esperanzas se vieron destruidas. El primer año que trataron de salir adelante cultivando tierras arrendadas, las cosechas fracasaron; y volvieron a fracasar el segundo año. El tercer año, en 1816, Joseph Smith, padre, decidió intentarlo una vez más, convencido de que las cosas simplemente tenían que mejorar12.
A medio mundo de distancia, en 1815, el Monte Tambora, en Indonesia, había hecho erupción, arrojando toneladas de cenizas en la atmósfera de la Tierra, lo que alteró los ciclos climáticos normales. De junio a agosto de 1816, lo que se conoció como el “año sin verano”, cuatro heladas brutales azotaron Nueva Inglaterra, arruinando los cultivos de verano una vez más13.
Al cundir la hambruna, y con miles de personas que abandonaban Vermont, Joseph, padre, hizo lo más trascendental que había hecho hasta entonces. Decidió dejar la región de más o menos 32 km que incluía familia, amigos y tierras de cultivo que había conocido la mayor parte de su vida adulta y viajó 482 kilómetros al suroeste, a la ciudad de Palmyra, en el distrito alto de Nueva York. Allí, se decía, la tierra era fértil y el crédito a largo plazo se conseguía fácilmente. Por necesidad, Joseph, padre, se fue primero, dejando atrás a Lucy y a los ocho hijos para que empacaran los enseres domésticos y lo siguieran14.
Era invierno cuando Lucy y su pequeña y valiente familia cargaron todo lo que tenían en un trineo y más tarde en una carreta. Después de saldar deudas con varios acreedores, Lucy disponía de poco dinero para el viaje. Al final del viaje, estaba regalando ropa y medicinas para costear los gastos de hospedaje. Recordó que llegó a Palmyra con “apenas dos centavos”15.
En el camino, el hombre que contrataron para conducir el trineo obligó al joven José a bajarse a fin de disponer de lugar para dos bonitas hijas de una familia de apellido Gates, a quien habían encontrado viajando en la misma dirección. José, que todavía no había sanado completamente, se vio obligado a cojear “64 km por día por la nieve, durante varios días”, experimentando lo que él llamó “el cansancio y el dolor más atroces”16.
Cuando los devotos hermanos mayores de José, Hyrum y Alvin, le rogaron al hombre que tuviese compasión, los tiró al suelo de un golpe violento con el mango de un látigo. En Utica, cuando era evidente que Lucy ya no tenía dinero, el hombre abandonó a la familia, pero no sin antes llevar a cabo un fallido intento de robarles la carreta, durante el cual les arrojó las pertenencias al suelo17. De alguna manera, la familia siguió adelante, hasta que todos llegaron bien a Palmyra, dejándose caer llorosos en los brazos de Joseph Smith, padre.
Sin embargo, tal vez el detalle más desgarrador de ese viaje se encuentra en una posdata que con frecuencia se pasa por alto, la cual José añadió más tarde al relato original del viaje de su familia: “En nuestro camino desde Utica, yo iba a viajar en el último trineo de la caravana, pero cuando se acercó el trineo, el conductor, que era uno de los hijos de Gates, me derribó y me dejó tirado en mi propia sangre hasta que un extraño me recogió y me llevó al pueblo de Palmyra”18. La importancia de ello no se debe pasar por alto.
Un tesoro de valor inestimable
A sólo tres kilómetros al sur del centro de Palmyra se encuentra una arboleda que se convertiría en el sitio de una de las visiones más grandiosas de la historia humana. A cinco kilómetros más allá de ese lugar se encuentra el cerro Cumorah, el repositorio de un conjunto de planchas de oro cuya existencia en aquel entonces se desconocía.
Cuando José llegó a Palmyra, el Señor había llevado a Su profeta preordenado al lugar de reposo de un tesoro de valor inestimable. Ese tesoro sería una señal de que, después de siglos de oscuridad espiritual y confusión generales, los cielos estaban abiertos de nuevo. Ese tesoro demostraría que el ministerio de Jesús era mucho más amplio en doctrina y extensión geográfica de lo que era posible que las iglesias cristianas de esa época supieran. Ese tesoro afirmaría que, de manera milagrosa, Dios participa activamente en los asuntos de los hombres a través del tiempo, de los idiomas y los continentes; y ese tesoro prometería enseñanzas tan puras y poderosas que, si las plantaran en lo profundo de su alma, podrían ser transformados, y probarían algo tan delicioso que llegaría a ser la experiencia máxima e inigualable que jamás hayan deseado.
Con ojos mortales, tal vez tendríamos la tentación de pensar que un sendero más apropiado para un hombre como él y para tal momento sería uno de mayor comodidad, eficiencia y aclamación. En reconocimiento a los acontecimientos sumamente significativos que estaban a punto de suceder como resultado de la llegada de ese joven a ese pueblo en ese momento, ¿no habría podido el Señor, quien tan cuidadosamente había dispuesto la colocación de las planchas de oro muchos años antes, proporcionar una ruta de llegada más directa, cómoda y pregonada?
Sí, ciertamente podría haberlo hecho, pero no lo hizo.
No se llevó a cabo una unción prominente y profética durante la juventud de José (véase 1 Samuel 16:11–13); no hubo un sueño con instrucciones que lo condujera a una tierra prometida (véase 1 Nefi 5:4–5); no hubo una Liahona singular que ayudara a su familia a evitar los errores a lo largo del camino (véase 1 Nefi 16:10; Alma 37:38); y ciertamente no hubo una limusina que recorriera la ruta soleada de un desfile con multitudes alegres que le dieran una bienvenida triunfal.
Más bien, para José y su familia fue un sendero salvaje y sinuoso de pesar, marcado con mala suerte, enfermedades, decisiones equivocadas, desastres naturales, dolor aplastante, crueles injusticias, constante oscuridad y pobreza implacable. Eso no quiere decir que la familia Smith haya vivido en un ciclo continuo de abyecta miseria; no fue así; sin embargo, el camino a Palmyra fue todo menos directo, próspero y de notoriedad pública. Cojo, desfallecido y ensangrentado, el Profeta tuvo literalmente que ser llevado por un desconocido hacia su incomparable encuentro con el destino.
Recuerden eso como tal vez la primera lección de la vida de José y la salida a la luz del Libro de Mormón. A pesar del fracaso, de la desgracia y la amarga oposición —y en muchos casos precisamente a causa de esas cosas— José Smith llegó adonde necesitaba llegar para cumplir su misión. De modo que si, ahora o en el futuro, miran a su alrededor y ven que otras personas conocidas, tal vez menos devotas que ustedes, tienen éxito en su trabajo mientras que ustedes han perdido el suyo; si enfermedades graves los postran en el momento en que aparecen necesidades críticas de prestar servicio; si otras personas en lugar de ustedes reciben posiciones prominentes; si un compañero de la misión parece aprender el idioma más rápido que ustedes; si esfuerzos bien intencionados de algún modo ocasionan problemas con un miembro del barrio, un vecino o un investigador; si reciben noticias de casa sobre problemas financieros o tragedias mortales y no hay nada que ustedes puedan hacer al respecto; o, si sencillamente día tras día se sienten como un participante insignificante en el drama del Evangelio que parece haber sido creado para la felicidad de los demás; sepan esto: José Smith tuvo que pasar por muchas de esas cosas en el preciso momento en que se lo conducía al lugar del acontecimiento más trascendental que ocurriría sobre la Tierra desde los eventos del Gólgota y del sepulcro casi dos mil años antes.
Ustedes tal vez digan: “Pero, mi vida y mi destino terrenal nunca serán como los del profeta José”.
Eso probablemente sea cierto; pero también es cierto que la vida de ustedes es importante para Dios, y que su potencial eterno y el de toda alma que conozcan en su misión no es menos grandioso ni menos significativo que el del profeta José. Por lo tanto, al igual que nuestro querido José, ustedes nunca deben darse por vencidos, ceder ni desfallecer cuando la vida en general, o la obra misional en particular, se vuelva extremadamente dolorosa, confusa o aburrida. Más bien, como enseña Pablo, debemos asegurarnos de que “para los que aman a Dios, todas las cosas [obren] juntamente para su bien, para los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28; cursiva agregada).
Así como lo hizo con el joven José Smith, ¡Dios los está moldeando y dirigiendo cada día para fines más gloriosos de lo que puedan imaginar!