Hasta la próxima
¡Olvídalo!
De “El bálsamo de Galaad”, Liahona, enero de 1988, págs. 15–17.
El mundo de mi amigo se hizo añicos; había perdido a su esposa.
Si padecen aflicciones, preocupaciones, pesares, humillaciones, celos, desilusiones o envidia, autorrecriminación o autojustificación, consideren esta lección que aprendí hace muchos años de un patriarca. Era uno de los hombres más santos que jamás había conocido…
Se había criado en un pequeño pueblo, siempre con el deseo de llegar a ser “alguien” en la vida. A costa de grandes esfuerzos había completado sus estudios.
Se casó con la joven de sus sueños y la vida les sonreía; tenía un muy buen empleo y un futuro promisorio. Estaban muy enamorados y aguardaban la llegada de su primer hijo.
La noche en que iba a nacer el bebé, surgieron complicaciones. El único médico que había en el pueblo se hallaba atendiendo a un paciente en un lugar distante…
Finalmente llegó el médico, y ante la situación de emergencia, se apresuró a atender a la madre. La criatura nació; la crisis, aparentemente, se había superado.
Pocos días después, la joven madre murió contagiada de la misma infección que tenía el otro paciente que el médico había tratado antes de atenderla a ella.
El mundo de John se hizo añicos. Nada era como antes; todo se había arruinado; había perdido a su esposa y no tenía manera de atender al bebé y hacer su trabajo al mismo tiempo.
Con el paso de las semanas, su pesar se fue acrecentando. “A ese médico no se le debería permitir ejercer”, decía. “Él fue quien le pasó esa infección a mi esposa. Si hubiera tenido más cuidado, ella estaría viva”.
No podía pensar en otra cosa y en su amargura se volvió amenazador…
Una noche, alguien golpeó a su puerta; era una niña que sencillamente le dijo: “Mi papá desea que vaya a verlo. Quiere hablar con usted”.
El padre de la pequeña era el presidente de estaca…
Ese pastor espiritual había estado observando a sus ovejas y tenía algo que decirle.
El consejo que aquel sabio siervo le dio fue sencillo: “John, ¡olvídalo! No hay nada que puedas hacer para recobrar a tu esposa. Cualquier represalia empeoraría las cosas. Por favor, olvídalo…”.
Luchó consigo mismo para controlarse y, finalmente, llegó a la conclusión de que, por encima de todos los argumentos, él debía ser obediente.
La obediencia es un medicamento espiritual muy poderoso; uno que casi lo cura todo.
Resolvió seguir el consejo de su líder espiritual; trataría de olvidarlo.
Entonces me dijo: “No fue sino hasta que ya era muy anciano que me di cuenta de que aquel pobre médico de pueblo, cansado, mal pagado, yendo de paciente en paciente, con pocos medicamentos, sin un hospital cercano y con escaso instrumental, había hecho lo posible por salvar vidas, lográndolo con éxito en la mayoría de los casos.
“Había llegado a mi casa en un momento crítico en el que la vida de dos seres humanos pendía de un hilo, y actuó sin demora.
“Ya era un hombre viejo”, repitió, “cuando finalmente entendí. Podría haber arruinado mi vida”, dijo, “y la vida de otras personas”.
Muchas veces le había dado gracias al Señor de rodillas por aquel sabio líder espiritual que sencillamente le había aconsejado: “John, ¡olvídalo!”.