Prestar servicio en la Iglesia
Donde hallamos alivio
La autora vive en Utah, EE. UU.
La Sociedad de Socorro es un lugar donde las hermanas de toda condición pueden hallar alivio —y deberían hacerlo— a medida que cuidan, prestan servicio y se aman las unas a las otras.
Cuando mi familia y yo vivíamos en Las Vegas, Nevada, EE. UU., serví por un tiempo como presidenta de la Sociedad de Socorro de barrio. Las maravillosas amistades que entablé con las buenas hermanas de nuestro barrio me resultaban vigorizantes. Me encantaba planear actividades edificantes, dirigir la Sociedad de Socorro, asistir a reuniones con los líderes del barrio y prestar servicio a las familias.
Dediqué mucho tiempo a ir a los hogares a visitar a las hermanas y también ministré a madres que estaban exhaustas, enfermas, o simplemente abrumadas; hermanas que necesitaban consuelo, tanto espiritual como físicamente. Me sentía realizada y necesitada al margen de mis responsabilidades como una joven madre de seis hijos.
Entonces mi vida cambió repentinamente.
Mi esposo aceptó un acenso laboral en otro estado. En el plazo de un mes empacamos todo y dejamos nuestro hogar en la soleada Las Vegas para ir a una pequeña casa de alquiler en el frío Casper, Wyoming. La misma semana que nos mudamos me enteré de que estaba embarazada… ¡de gemelos!
La noche que llegamos a nuestra casa de alquiler me puse intensamente enferma. Recuerdo estar recostada en la cama, apenas capaz de moverme, mientras veía a mi esposo arreglárselas con los niños y descargar el camión de mudanzas. Ese fue el comienzo del peor desafío físico de mi vida. Durante los siguientes cuatro meses no podía retener lo que comía y apenas tenía suficiente energía para atender a mi familia, cuidar de nuestros hijos y, en ocasiones, preparar la comida.
Mientras mi esposo se adaptaba a su nuevo empleo, yo me adaptaba a nuestra nueva ciudad e inscribí a cuatro de nuestros hijos en la escuela. Nuestra diminuta casa de alquiler era incómoda, y durante varias semanas tuvimos todas nuestras cosas en cajas. Cada mañana despedía en la puerta a los niños que iban a la escuela y luego me pasaba el día en el sofá mientras mis dos hijos pequeños jugaban cerca.
Una mañana, después de que los niños se fueran a clase, sonó el timbre. Uno de mis hijos pequeños abrió la puerta; allí se encontraba una hermana de la presidencia de la Sociedad de Socorro de nuestro nuevo barrio. Sostenía una canasta con algunos artículos y llevaba a su propia hija consigo. Había ido a darme la bienvenida al barrio.
Me sentía avergonzada; allí estaba yo, todavía en pijama, tumbada en el sofá con un balde a mi lado. Mis dos hijos pequeños, a medio vestir, jugaban en el suelo abarrotado, entre cajas que todavía había que desempacar.
Esa maravillosa hermana entró y dejó la cesta en una esquina de la mesa. Luego se sentó en nuestra desordenada sala de estar y conversó conmigo, preguntando todo sobre mí y sobre nuestra familia.
A medida que hablábamos, me sentí humilde. Solo un mes antes yo había estado en su lugar, visitando a otras personas y ofreciendo auxilio. Ahora habían cambiado las tornas. Me hallaba postrada, en una casa desordenada, y necesitaba alivio desesperadamente. Me sentía sola, abrumada y lidiando con una situación que superaba mis capacidades. Yo era una de esas hermanas que necesitaba ayuda. El Señor me había recordado rápida y eficazmente que lo necesitaba a Él, y la ayuda que Él ofrecía por medio de Sus siervos.
Cuando se hubo marchado, el ver su cesta de bienvenida sobre la mesa me brindó alivio y luz. Durante las semanas siguientes disfruté del contenido de la cesta y me sentí agradecida por nuestra incipiente amistad a medida que ella me visitaba una y otra vez, ofreciendo ayuda y apoyo en esos meses difíciles. Llegué a comprender mejor la esperanza y el alivio que una hermana puede ofrecer a otra.
Varios meses más tarde compramos una casa lo suficientemente grande para nuestra creciente familia. Mi difícil embarazo culminó con el nacimiento de dos hermosos niños; y la atenta hermana de la Sociedad de Socorro se convirtió en una buena amiga, y continúa fortaleciéndome y edificándome con su testimonio y su ejemplo. A menudo reflexiono en la difícil mañana de su primera visita, y me siento agradecida de que cumpliera con su llamamiento.
Testifico que “todos [somos] mendigos” ante Dios (véase Mosíah 4:19). Nuestras circunstancias pueden cambiar en cualquier momento, dándonos un nuevo entendimiento de lo mucho que dependemos de nuestro Padre, y de aquellos que nos prestan servicio por Él. Ahora sé, más que nunca, que la Sociedad de Socorro es un lugar donde las hermanas de toda condición pueden hallar alivio —y deberían hacerlo— a medida que cuidan, prestan servicio y se aman las unas a las otras.