Artículo de los líderes del Área Caribe
¿Están dispuestos a llevar las cargas los unos de los otros?
Nuestro Padre Celestial ama a todos Sus hijos sobre la faz de la tierra, ya sea que estén en aldeas distantes o en islas del mar (Doctrina y Convenios 1:1). Debido a Su amor perfecto por nosotros, Él nos ha organizado en ramas, barrios, distritos y estacas, pero principalmente en familias para apoyarnos mutuamente en tiempos de pruebas, desafíos y dificultades. El profeta Alma, padre, enseñó a su pueblo en las aguas de Mormón: “Y ya que deseáis entrar en el redil de Dios y ser llamados su pueblo, y estáis dispuestos a llevar las cargas los unos de los otros para que sean ligeras; sí, y estáis dispuestos a llorar con los que lloran; sí, y a consolar a los que necesitan de consuelo, y ser testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que estuvieseis, aun hasta la muerte, para que seáis redimidos por Dios, y seáis contados con los de la primera resurrección, para que tengáis vida eterna” (Mosíah 18:8–9).
Creo que a todos en esta vida terrenal, sin excepción, se nos presentan días de pruebas y dificultades; todos tenemos nuestros días oscuros. Como miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días nos esforzamos por cumplir los dos grandes mandamientos que enseñó nuestro Salvador Jesucristo: amar al Señor tu Dios con todo tu corazón y amar a tu prójimo como a ti mismo (véase Mateo 22:36–39).
Basados en este segundo gran mandamiento, hemos recibido la siguiente instrucción: ministrar significa servir a los demás como lo hizo el Salvador (véase Mateo 20:26–28). Él amó, enseñó, consoló y bendijo a las personas que lo rodeaban y oró por ellas (véase Hechos 10:38). Como discípulos de Jesucristo, nosotros procuramos ministrar a los hijos de Dios. El Señor desea que todos los miembros de Su Iglesia reciban ese tipo de cuidado. Por esa razón, se asigna a poseedores del sacerdocio como hermanos ministrantes de cada familia de miembros y se asigna a hermanas ministrantes a cada hermana adulta. Esas asignaciones sirven para asegurarse de que a los miembros de la Iglesia se los recuerda y se los cuida.
Cuando fui bautizado en 1977, a la edad de 10 años, mi madre, con ocho hijos, estaba separada de mi padre y teníamos muchas necesidades, tanto temporales como espirituales. Las hermanas de esa pequeña rama en la ciudad de Oaxaca, México, fueron fieles en visitar a mi madre para ministrarle. Estas hermanas aligeraron las cargas de mi madre y de toda la familia de muchas maneras; fueron una gran bendición en nuestras vidas.
Queridos hermanos y hermanas, mi invitación para ustedes hoy, es ayudar a nuestro Salvador Jesucristo a pastorear a Sus ovejas. Recuerden las palabras que Él habló al apóstol Pedro: “Y cuando hubieron comido, Jesús le dijo a Simón Pedro: Simón hijo de Jonás, ¿me amas más que estos? Pedro le contestó: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Él le dijo: Apacienta mis corderos. Volvió a decirle la segunda vez: Simón hijo de Jonás, ¿me amas? Le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Le dijo: Apacienta mis ovejas. Le dijo la tercera vez: Simón hijo de Jonás, ¿me amas? Se entristeció Pedro de que le dijese por tercera vez: ¿Me amas?, y le dijo: Señor, tú sabes todas las cosas; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas” (Juan 21:15–17).
El presidente Russell M. Nelson enseñó: “Hermanos, hay puertas que podemos abrir, bendiciones del sacerdocio que podemos dar, corazones que podemos sanar, cargas que podemos aligerar, testimonios que podemos fortalecer, vidas que podemos salvar, y gozo que podemos llevar a los hogares de los Santos de los Últimos Días”. El obispo, el presidente del cuórum de élderes o la presidenta de la Sociedad de Socorro no pueden hacerlo solos. Cada uno de nosotros debe ayudar dondequiera que esté sirviendo.
Hace algunos años, en el barrio al que asistía en México, me asignaron un joven compañero ministrante que era consejero en un obispado de barrio. Él y su esposa eran estudiantes y tenían dos hijos pequeños. Él tenía un trabajo modesto y se esforzaba por servir fielmente en la Iglesia. Era un joven bien organizado y diligente, un buen esposo, padre e hijo. Mientras yo estaba en una asignación como Setenta de Área en el estado de Yucatán, un domingo por la tarde, este querido hermano me envió un mensaje de texto diciendo que necesitaba viajar a otra ciudad, Guadalajara, porque uno de sus hermanos estaba gravemente enfermo. Le respondí preguntando cómo podía ayudar, pero no recibí respuesta. Al regresar de mi asignación, llegando tarde ese domingo a la Ciudad de México, intenté nuevamente contactar a mi compañero, pero no hubo respuesta. Supuse que estaba viajando y no tenía señal. Esa noche me quedé en un hotel cerca del aeropuerto de la Ciudad de México para viajar temprano al día siguiente a mi destino final. Antes de acostarme, y nuevamente por la mañana cuando me desperté, oré para que el Padre Celestial ayudara a este hermano y también expresé mi deseo de ayudarlo.
Por la mañana, intenté contactarlo nuevamente sin éxito. Luego me dirigí al aeropuerto. Al llegar, conocía bien la ruta hacia las puertas de embarque, pero esta vez decidí caminar en dirección opuesta porque quería explorar un lugar diferente para desayunar, ya que no había tenido la oportunidad de hacerlo en el hotel. Mientras caminaba un poco, para mi sorpresa, encontré a este querido hermano parado allí, mirando perdido y pensativo. Inmediatamente, lo saludé y le pregunté: “¿Qué haces aquí?”. Él me dijo que había viajado en autobús toda la noche desde Oaxaca hasta la Ciudad de México, pero ahora necesitaba tomar un avión porque urgentemente necesitaba llegar a Guadalajara para ministrar a su hermano; sin embargo, estaba teniendo algunas dificultades para obtener su boleto de avión. También mencionó que la batería de su teléfono se había agotado y no podía cargarlo. Yo sabía perfectamente bien que había llegado en ese momento preciso y en ese lugar preciso, allí, en respuesta a mis oraciones, con el propósito de ayudarlo.
Queridos hermanos y hermanas, ¿consideran que es una mera coincidencia que en una ciudad de más de veinte millones de habitantes, me encontrara con este hermano por casualidad, por quien había orado y pedido poder ayudar?
Queridos hermanos y hermanas, cuando tenemos el deseo de ayudar, hay muchas cargas que podemos aliviar. “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre, es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27).
Testifico que cuando somos bautizados, entramos en un convenio con Dios y prometemos llorar con los que lloran y consolar a los que necesitan consuelo. Muchas veces, queridos hermanos y hermanas en la fe, han llorado conmigo y muchas más veces me han consolado. A través de ello, nuestro Padre Celestial y nuestro Señor Jesucristo me han demostrado que nos aman y conocen a cada uno de nosotros, nos conocen por nombre, conocen nuestras aflicciones, desafíos, debilidades e incluso los deseos de nuestro corazón.
En el nombre de Jesucristo. Amén.