Capítulo 25
Por causa del Evangelio
El 14 de junio de 1989, Alice Johnson y Hetty Brimah, que conformaban un compañerismo misional, notaron que la gente las miraba fijamente cuando regresaban a su apartamento en Koforidua, Ghana. “¿Por qué nos miran todos?”, se preguntó Hetty en voz alta.
“Nos vemos hermosas”, dijo Alice. Una peluquera a la que estaban enseñando acababa de hacerles un peinado. ¿Cómo no las iban a observar?.
Sin embargo, cuando Alice y Hetty llegaron a su apartamento, el propietario les dijo que tenían que reunirse inmediatamente con el padre y la madrastra de Alice, que también prestaban servicio como misioneros en Koforidua.
Alice era la hija de Billy Johnson, cuya devoción por predicar el Evangelio restaurado había ayudado a establecer la Iglesia en Ghana. Él había sido uno de los primeros en ser bautizados cuando llegaron los misioneros a finales de 1978. Luego, recibió el sacerdocio, se convirtió en el primer presidente de rama de Ghana y, más tarde, prestó servicio como presidente de distrito. Ahora, una década después, había unos seis mil Santos de los Últimos Días ghaneses. Como misioneros, Billy y su esposa tenían la asignación de ayudar a los santos que habían dejado de asistir a las reuniones de la Iglesia.
Alice y Hetty se dirigieron a la casa de la misión de la ciudad y allí encontraron a los Johnson. El padre de Alice les explicó calmadamente a ellas y a otros misioneros, que el Gobierno ghanés había prohibido, por razones desconocidas, todas las actividades de la Iglesia en el país. También se habían prohibido las reuniones de otras iglesias cristianas.
“Necesito que todos se quiten las placas de identificación misional”, dijo Billy. La noticia de la prohibición ya se había difundido por la radio, lo que explicaba por qué tanta gente se había quedado mirando a Alice y Hetty. “Tienen que ir a su apartamento y empacar sus cosas rápidamente”, instruyó Billy. “Mañana por la mañana, tenemos que presentarnos en la casa de la misión en Acra”.
Desde niña, Alice siempre había admirado la dedicación a la oración, la bondad y el entusiasmo de su padre por el Evangelio restaurado. De hecho, su fe y su afán de servir a Dios habían inspirado a Alice a servir en una misión a los dieciocho años, lo cual estaba permitido en algunas partes del mundo.
Ahora, al hablarles de la prohibición gubernamental, él instó a Alice y a los demás misioneros a ayunar y a orar para que esta se acabara.
A la mañana siguiente, Alice y Hetty viajaron ochenta kilómetros hacia el sur, hasta las oficinas de la misión en Acra. Cuando llegaron, encontraron a decenas de misioneros reunidos. La mayoría eran ghaneses y todos los rostros estaban bañados en lágrimas. La prohibición los había tomado a todos por sorpresa, incluso al presidente de la misión. Milicias locales se habían apoderado de centros de reuniones y otros edificios de la Iglesia. Los oficiales de policía habían echado a los misioneros de sus apartamentos y habían confiscado sus automóviles y bicicletas, y guardias armados habían tomado posiciones fuera de la casa de la misión.
Gilbert Petramalo, el presidente de la misión, informó a todos que tendrían que ser relevados. Solo los padres de Alice seguirían siendo misioneros de tiempo completo, pero actuarían de manera no oficial. Ellos continuarían ministrando a los santos, pero se vestirían con ropa común y no utilizarían placas de identificación misional.
Después de su relevo, Alice se fue a vivir con una amiga en Costa del Cabo; ella se sentía perdida y confundida. El final abrupto de su misión la dejó sintiéndose insegura sobre su futuro. Fue como si todo lo importante de su vida hubiera llegado a su fin de repente.
Después de la prohibición de todas las actividades eclesiásticas en Ghana, William Acquah, miembro de la Iglesia, estaba ansioso por tener noticias. Leía los periódicos locales y escuchaba la radio constantemente, mientras esperaba saber más sobre la “proscripción”, como pronto se le llamó a la prohibición. En ocasiones, él y otros santos se reunían para comparar lo que habían averiguado.
Décadas de dominio colonial habían hecho que algunos ghaneses desconfiaran de los forasteros, y parecía que a los funcionarios del Gobierno les preocupaban las Oficinas Generales de la Iglesia estadounidense y su evidente prosperidad. Mucha gente del país también había visto una película que presentaba a la Iglesia como siniestra e inmoral y avivaba los temores sobre los santos. Mediante las restricciones impuestas a la Iglesia, el Gobierno creyó, al parecer, que protegía a los ciudadanos ghaneses. Las autoridades no parecían dispuestas a levantar la proscripción hasta que llevaran a cabo una investigación exhaustiva sobre los santos y sus actividades.
William vivía en Costa del Cabo. Su esposa, Charlotte, pertenecía a la familia Andoh-Kesson, quienes habían apoyado el ministerio de Billy Johnson desde el principio. Charlotte había presentado el Evangelio restaurado a William en 1978, pero él había esperado más de un año para ser bautizado. Él procedía de una familia prominente de la región y, de joven, su educación y sus experiencias de vida lo habían hecho desconfiar de Dios. Su corazón empezó a ablandarse cuando Charlotte le presentó a Reed y a Naomi Clegg, un matrimonio misionero en Costa del Cabo. Ellos fueron pacientes mientras él estudiaba el Libro de Mormón y otros libros de la Iglesia, y le dieron tiempo para obtener un testimonio y tomar la decisión de ser bautizado.
Cuando comenzó la proscripción, los líderes de la Iglesia autorizaron a los santos ghaneses a bendecir y a repartir la Santa Cena y a llevar a cabo la Escuela Dominical en sus casas. William y Charlotte lo hacían todos los domingos con sus hijos. Después, William solía ir a visitar a otros santos para asegurarse de que estuvieran bien.
El domingo 3 de septiembre de 1989, William se encontró con un grupo de miembros de la Iglesia agrupados alrededor de un taxi. Ellos le contaron que dos hermanos Santos de los Últimos Días, Ato y Elizabeth Ampiah, acababan de ser detenidos por celebrar reuniones de la Iglesia en su casa. William subió al taxi con los demás y se dirigieron a la estación de policía.
El edificio tenía una estructura lúgubre de la época colonial de Ghana. En su interior, un policía estaba de pie ante un mostrador. Detrás de él, estaban los Ampiah descalzos y sentados en un banco frente a los barrotes de hierro de las celdas de la prisión.
—¿Eres también miembro de la Iglesia? —le preguntó el policía a William.
—Sí —dijo William.
—Quítate los zapatos y dame tu reloj —le exigió a William, llevándolo detrás del mostrador. Les dio las mismas órdenes a los otros hombres que venían con William. Uno de ellos le preguntó si podía llamar a un amigo, funcionario del Gobierno local. El policía estaba furioso.
—¡Entren a las celdas! —les gritó.
A William le repugnó el hedor nauseabundo que percibió apenas ingresó en la celda. La pequeña habitación estaba abarrotada de presos en harapos que parecían sorprendidos de compartir la celda con un grupo de santos vestidos aún con sus ropas de domingo.
—¿Qué está sucediendo en nuestro país —preguntó un preso—, para que traigan aquí a sacerdotes inofensivos como ustedes?
A pesar de su aspecto rudo, los prisioneros hicieron espacio para los santos y los trataron con respeto. Era domingo de ayuno y mientras hablaban de su situación, William y sus compañeros decidieron continuar con el ayuno. Estaban preocupados y asustados, pero se había corrido la voz de su detención y otros miembros de la Iglesia estaban haciendo lo posible por liberarlos.
En algún momento de esa tarde, el tío de William llegó a la estación policial. Era un hombre mayor, tranquilo y digno, que no pertenecía a la Iglesia. Habló con la policía, pero no pudo convencerlos de que dejaran libre a William. Los policías dijeron que los santos eran una amenaza para la seguridad nacional y que no podían ser puestos en libertad bajo fianza.
Las horas pasaron y la tarde se convirtió en noche. Amigos de la Iglesia acudieron a la cárcel y también suplicaron la liberación de los prisioneros, pero los policías solo amenazaron con detenerlos a ellos también. Por último, cuando quedó claro que William y los otros santos pasarían la noche en prisión, unieron sus manos y ofrecieron una oración.
A la mañana siguiente, el oficial al mando de la estación dijo a los santos que estaba esperando órdenes sobre qué hacer con ellos. William pasó el tiempo hablando con los otros prisioneros. Algunos tenían familiares cerca y querían contactarse con ellos. William memorizó sus direcciones y prometió llevarles mensajes. Se sintió inspirado cuando pensó en el apóstol Pablo del Nuevo Testamento y en sus encarcelamientos por causa del Evangelio.
Pasó otro día y, finalmente, el martes, William y los santos fueron llevados a ver al oficial al mando. “Pueden irse”, dijo sin más explicaciones. Intentó sonar amable, pero les advirtió que no le contaran a nadie sobre su detención.
Nadie respondió nada. En el mostrador, los policías les devolvieron sus pertenencias y los dejaron ir.
La noche del 18 de noviembre de 1989, Olga Kovářová estaba esperando en una estación de autobuses de Brno, Checoslovaquia, cuando vio que decenas de autos policiales rodeaban un teatro cercano. “Debe de ser un incendio”, pensó ella.
Pronto llegó el autobús. Olga subió e inmediatamente vio a una vecina joven que solía subirse con ella. Parecía muy entusiasmada.
—¿Qué te parece? —, le preguntó.
—¿De qué hablas? —, dijo Olga.
—Pues, ¡de la revolución! —, le dijo su amiga en voz baja.
—¿Dónde?
—En Checoslovaquia, en Praga, ¡aquí!
—¿Qué otro chiste me vas a contar? —, le preguntó Olga riendo.
—¿Viste todos esos autos policiales alrededor del teatro? —le dijo su amiga—. Los actores comenzaron una huelga y se ha ido extendiendo.
Olga seguía incrédula. Durante más de un año, una oleada de protestas pacíficas y otras manifestaciones públicas habían provocado cambios políticos en Polonia, Hungría, la República Democrática Alemana y otros países aliados de la Unión Soviética. En Berlín, pocos días antes, personas de ambos lados de la ciudad habían comenzado a demoler el enorme muro de hormigón que los había dividido durante casi treinta años.
En Checoslovaquia, sin embargo, el Gobierno no había hecho ninguna concesión a las peticiones de mayor libertad para sus ciudadanos.
Olga ansiaba poder adorar libremente, y tanto ella como los demás santos habían estado ayunando y orando por esa bendición. El élder Russell M. Nelson, por su parte, había estado trabajando con el Gobierno checoslovaco para conseguir el reconocimiento oficial de la Iglesia en el país.
Olga hacía todo lo posible por practicar su fe. Afortunadamente, el Evangelio seguía llenándola de gozo. En 1987, ella y sus padres habían viajado a la República Democrática Alemana para recibir la investidura y sellarse juntos como familia en el Templo de Freiberg. La experiencia la había fortalecido. “Este es un fundamento muy hermoso”, había pensado ella, “es como si estuviera tocando el cielo y el cielo se convirtiera en mi nuevo fundamento”.
Ahora, dos años después de esa experiencia, Olga llegó a su apartamento y encendió el televisor y la radio, atenta a las noticias. No escuchó nada. ¿Podría ser que realmente las cosas estuvieran cambiando?
A la mañana siguiente, Olga llegó al centro juvenil en el que trabajaba y encontró a sus colegas corriendo de un lado al otro por el pasillo. Muchos de sus compañeros de trabajo se veían angustiados. “En Praga está pasando algo muy grave”, le dijo el gerente a Olga. “Tengo una reunión de emergencia ahora mismo”.
Pronto llegaron otros colegas con noticias acerca de la revolución. “Es cierto”, pensó Olga.
A los pocos días, había letreros en las vitrinas de las tiendas anunciando una huelga general contra el Gobierno. Olga se unió a miles de personas que marcharon a la plaza principal de la ciudad, con el corazón latiéndole con fuerza al ser testigo de cómo se desarrollaba la historia a su alrededor. Pensó en todas las dificultades que habían sufrido sus padres y abuelos. Sintió el Espíritu de Dios en la unidad y el amor de las personas que la rodeaban.
Luego de varios días de protestas, el Gobierno renunció al poder y comenzó a formarse uno nuevo. El ambiente del país cambió. La gente hablaba abiertamente en la calle. Sonreían y se ayudaban unos a otros. En la Iglesia, los santos se mostraban optimistas sobre el futuro y estaban felices de reunirse públicamente por primera vez en décadas.
Un día, por esas fechas, Olga visitó a Otakar Vojkůvka en su casa. Lo encontró llorando. Le emocionaba que jóvenes como ella pudieran vivir y practicar su fe libremente.
Le dijo que él había esperado toda su vida que eso ocurriera.
Dignardino Espi, jefe de seguridad del Templo de Manila, Filipinas, estaba preocupado cuando llegó al trabajo la noche del 1 de diciembre de 1989. Horas antes ese día, hombres armados habían protagonizado una revuelta en Manila que sumió a la ciudad en el caos. Era el séptimo intento por derrocar al Gobierno filipino en cuatro años.
A pesar de la agitación política, la Iglesia gozaba de una posición firme en Filipinas. Durante los últimos treinta años, sus miembros habían pasado de ser un pequeño grupo de creyentes filipinos a más de doscientos mil santos. Ahora, había treinta y ocho estacas en el país y nueve misiones. Y desde su dedicación en septiembre de 1984, el Templo de Manila, Filipinas, había sido una fuente de gran gozo y poder espiritual.
En la caseta de vigilancia del templo, Dignardino encontró a sus colegas Felipe Ramos y Remigio Julian. Aunque estaban terminando sus turnos, los dos hombres se mostraban reacios a volver a casa. Frente al templo se encontraba ubicada Camp Aguinaldo, una gran base militar. Sabiendo que el campamento podía convertirse en objetivo de los hombres armados, a los guardias les preocupaba abandonar sus puestos y verse atrapados en los enfrentamientos. Prefirieron quedarse y ayudar a preservar el carácter sagrado de la Casa del Señor y sus terrenos.
Hacia la una de la madrugada, las tropas del Gobierno establecieron un punto de control en un cruce cercano al templo. Unas horas más tarde, un tanque se abrió paso a través del control y dañó el muro que rodeaba el templo.
Cuando estalló la violencia en la calle, Dignardino y los demás empleados de seguridad reclutaron a los dos conserjes del templo para que los ayudaran a mantener a salvo el edificio y sus terrenos. Buscando refugio de los ataques del Gobierno, un grupo de hombres no tardó en romper las puertas de acceso al terreno del templo. Dignardino intentó obligarlos a que se fueran, pero ellos se rehusaron.
Esa misma tarde, Dignardino habló por teléfono con el presidente del templo, Floyd Hogan, y con el presidente de Área, George I. Cannon. El presidente Cannon le aconsejó a él y al personal que se refugiaran dentro del templo. Poco después, las líneas telefónicas se cortaron.
La mañana siguiente era domingo de ayuno y el personal comenzó su ayuno pidiendo a Dios que evitara que la Casa del Señor fuera profanada o dañada.
El día transcurrió muy parecido al anterior. Los helicópteros se abalanzaban y disparaban ráfagas de balas sobre los terrenos del templo. Un avión lanzó varias bombas en las cercanías, lo que destrozó los cristales del Centro de Distribución de la Iglesia y causó daños en otros edificios. Hubo un momento en que un avión de combate disparó dos cohetes que pasaron sobre el templo e incendiaron un campo vecino.
A primeras horas de la tarde, Dignardino se encontró con diez hombres armados cerca de la entrada del templo. “Lo que encontrarán dentro del edificio del templo es puramente religioso y de naturaleza sagrada”, les dijo. Estaba nervioso, pero siguió hablando. “Si insisten en entrar en la santidad del edificio, este perderá su carácter sagrado”, les dijo. “¿Quieren privarnos de estas bendiciones?”. Los hombres guardaron silencio y, mientras se alejaban, Dignardino supo que sus palabras los habían conmovido.
Esa noche, Dignardino reunió a su personal y nuevamente se refugiaron dentro del templo. Él ofreció una oración ferviente, poniendo su confianza en el Señor para preservar Su Santa Casa.
Durante toda la noche esperaron a que cayeran las bombas, pero las horas pasaron en silencio. Cuando amaneció el lunes por la mañana, salieron cautelosamente del templo para examinar la situación. Los hombres armados se habían ido. No quedaba nada más que armas abandonadas, municiones y uniformes militares.
Dignardino y los otros hombres inspeccionaron los terrenos y encontraron daños en algunos de los edificios exteriores, pero el templo en sí no sufrió daños.
La noche del 7 de junio de 1990, Manuel Navarro y su compañero de misión, Guillermo Chuquimango, caminaban de regreso a su casa en Huaraz, Perú. Manuel había comenzado su misión en marzo de 1989 en el Centro de Capacitación Misional de Lima, uno de los catorce CCM de todo el mundo. Le encantaba ser misionero, trabajar mucho, visitar distintas regiones del país y traer a las personas a Jesucristo.
Sin embargo, su área actual podía tornarse peligrosa por las noches. Un grupo revolucionario llamado Sendero Luminoso llevaba más de una década enfrentando al Gobierno peruano. Últimamente, sus ataques se habían vuelto más agresivos, a medida que la creciente inflación y los problemas económicos acosaban a la nación sudamericana.
Manuel y Guillermo, otro oriundo de Perú, conocían los peligros a los que se exponían al salir de casa cada mañana. Grupos como Sendero Luminoso a veces atacaban a los Santos de los Últimos Días porque asociaban a la Iglesia con la política exterior de los Estados Unidos. En ese momento, había más de un millón de miembros de la Iglesia en países de habla hispana, de los cuales unos 160 000 se hallaban en Perú. En los últimos años, los revolucionarios habían agredido a misioneros Santos de los Últimos Días y habían puesto bombas en centros de reuniones de toda América Latina. En mayo de 1989, unos revolucionarios habían matado a disparos a dos misioneros en Bolivia. Desde entonces, el clima político no había hecho más que intensificarse y los ataques contra la Iglesia aumentaron.
Las cinco misiones de Perú habían respondido a la violencia estableciendo toques de queda y restringiendo el trabajo misional a las horas diurnas. Pero esa noche, Manuel y Guillermo se sentían felices y con ganas de conversar. Acababan de enseñar una lección sobre el Evangelio y les faltaban unos quince minutos para llegar a casa.
Mientras caminaban y conversaban, Manuel vio a dos jóvenes que estaban a una cuadra más o menos delante de ellos. Estaban empujando un pequeño auto amarillo y parecía que necesitaban ayuda. Manuel pensó en ayudarlos, pero los hombres pronto encendieron el auto y se fueron.
Poco después, los misioneros se acercaron a un parque cercano a su casa. El auto amarillo estaba estacionado en la acera, a un metro y medio de donde iban caminando. Cerca, había una base militar con un destacamento de tropas.
—Parece un auto bomba —dijo Guillermo. Manuel vio a algunas personas corriendo y, en ese instante, el auto explotó.
La explosión alcanzó a Manuel y lo lanzó por los aires mientras fragmentos de la bomba zumbaban a su alrededor. Cuando cayó al suelo se sintió aterrorizado. Pensó en su compañero. ¿Dónde estaba? ¿Se había llevado la peor parte de la explosión?.
Justo entonces, sintió que Guillermo lo levantaba del suelo. El parque parecía una zona de guerra, ya que los soldados del destacamento (el objetivo aparente de la bomba) disparaban sus armas sobre los restos humeantes del auto. Apoyándose en su compañero, Manuel logró caminar el resto del trayecto hasta su casa.
Cuando llegaron, él entró al baño y se miró en el espejo. Tenía sangre en el rostro, pero no encontró ninguna herida en la cabeza. Simplemente se sentía débil.
—Dame una bendición —le dijo a su compañero. Guillermo, que solo tenía heridas leves, puso sus manos temblorosas sobre la cabeza de Manuel y lo bendijo.
Poco después, la policía llegó a la casa. Como pensaban que los misioneros eran los jóvenes que habían colocado la bomba, los oficiales los detuvieron y los llevaron a la estación de policía. Allí, uno de los oficiales vio el estado de Manuel y dijo: “Este se va a morir. Llevémoslo al centro de salud”.
En el centro de salud de la policía, el oficial en jefe reconoció a los élderes. Manuel lo había entrevistado recientemente para bautizarlo. “No son terroristas”, dijo a los otros oficiales. “Son misioneros”.
Bajo los cuidados del oficial en jefe, Manuel se lavó la cara y, finalmente, encontró una herida profunda debajo del ojo derecho. En cuanto el oficial en jefe lo vio, llevó rápidamente a Manuel y a Guillermo al hospital. “No puedo hacer nada aquí”, les explicó.
Poco después, Manuel se desmayó por la pérdida de sangre. Necesitaba una transfusión con urgencia. Los santos de Huaraz acudieron al hospital con la esperanza de donar sangre, pero ninguno de ellos tenía el tipo adecuado. Los médicos analizaron la sangre de Guillermo y descubrieron que era perfectamente compatible.
Por segunda vez esa noche, Guillermo le salvó la vida a su compañero.