Capítulo 14
Ahora somos diferentes
En febrero de 1972, el élder Spencer W. Kimball estaba desesperado. Los tratamientos de radiación le habían extirpado el cáncer de garganta, pero habían destrozado su voz, ya debilitada, y ahora solo podía hablar susurrando. La insuficiencia cardíaca que padecía también siguió siendo una fuente de ansiedad y debilidad física. “Definitivamente estoy fracasando”, escribió en su diario.
Consciente de la mala salud del élder Kimball, la Primera Presidencia aligeró su programa de viajes. Él asistió a las dedicaciones de los templos de Ogden y Provo, hizo llamamientos a posibles misioneros y asesoró al recién creado Departamento Histórico de la Iglesia y a su creciente plantilla de profesionales. Estaba agradecido de poder seguir sirviendo al Señor de esta manera, pero cada vez le preocupaba más ser una carga para la Iglesia.
Cuando su estado empeoró, él y Camilla se reunieron con los presidentes Harold B. Lee y N. Eldon Tanner. El doctor Russell M. Nelson se unió a ellos para aportar su experiencia médica a la conversación.
—Me estoy muriendo —explicó el élder Kimball—. Puedo sentir cómo se me va la vida. Si sigo empeorando a este ritmo, creo que solo viviré unos dos meses más.
Le dijo al grupo que era poco probable que se recuperara si no se realizaba una cirugía compleja. El doctor Nelson, que estaba familiarizado con el procedimiento, explicó que consistía en dos cirugías distintas. “En primer lugar, sería necesario extirpar la válvula aórtica defectuosa y reemplazarla por una válvula aórtica protésica”, dijo él. “En segundo lugar, habría que revascularizar la arteria coronaria descendente anterior izquierda con un injerto de derivación”.
—¿Cuáles serían los riesgos de tal procedimiento? —preguntó el presidente Lee.
Considerando la avanzada edad del élder Kimball, el doctor Nelson no lo sabía. “No tenemos experiencia realizando ambas operaciones en pacientes de este grupo etario”, respondió él. “Todo lo que puedo decir es que implicaría un riesgo extremadamente alto”.
—Soy anciano y estoy listo para morir —dijo el élder Kimball con cansancio—. El Señor podría sanarme instantáneamente y por el tiempo que Él quisiera, pero ¿para qué me querría si estoy envejeciendo y otros podrían llevar a cabo mi labor de mejor forma?.
—¡Spencer! —dijo el presidente Lee poniéndose de pie de un salto y golpeando su escritorio con el puño—. ¡Fuiste llamado! No ha llegado tu tiempo de morir aún. ¡Debes hacer lo que sea necesario para cuidarte y seguir viviendo!.
—Está bien —dijo el élder Kimball—, entonces me operaré.
Dos meses después, en el otro extremo de Estados Unidos, miles de jovencitas gritando saludaban a los hermanos Osmond (Alan, Wayne, Merrill, Jay y Donny) cuando subieron al escenario del coliseo en Hampton, Virginia. Los hermanos, con edades comprendidas entre los catorce y los veintidós años, vestían enterizos blancos acampanados con cuello alto y resplandeciente pedrería. Cuando comenzaron a cantar y bailar, las admiradoras siguieron gritando.
Fuera del escenario, Olive Osmond creía que era tierna la forma en que las chicas miraban a sus hijos con admiración. Cuando ella y su esposo, George Osmond, se casaron en el Templo de Salt Lake durante la Segunda Guerra Mundial, no imaginaron que sus hijos se convertirían en estrellas de la música pop y en unos de los Santos de los Últimos Días más famosos del mundo. Sus dos primeros hijos, Virl y Tom, tenían problemas de audición y un médico había tratado de persuadir a Olive y George de que no tuvieran más hijos, pero la pareja tuvo siete más, todos con buena audición.
Siendo aún muy jóvenes, Alan, Wayne, Merrill, Jay y Donny aprendieron a cantar en armonía y se convirtieron en artistas habituales de un programa de televisión transmitido a nivel nacional. Sin embargo, cuando crecieron, quisieron cambiar su repertorio de canciones pasadas de moda por un sonido más contemporáneo.
A muchos jóvenes les gustaba el ritmo dinámico y las guitarras eléctricas de la música rock. Sin embargo, a algunos líderes de la Iglesia les preocupaba que fuera demasiado provocativa. Olive y George compartían estas inquietudes, pero ellos y sus hijos creían que la música rock también podía promover la bondad. Olive pensaba que sus hijos podían tener una influencia positiva en el mundo si su música llegaba al público adecuado.
—Tienen una misión especial —les decía a los muchachos—. Dios les dio este talento por una razón.
En 1970, los hermanos grabaron una canción llamada “One Bad Apple” (Una manzana podrida), con Merrill y Donny como voces principales. La canción fue un éxito e hizo que los chicos se convirtieran en celebridades casi de la noche a la mañana. Después de eso, Olive y George se esforzaron por ayudar a sus hijos a guardar los mandamientos. Mientras otras estrellas de rock bebían alcohol y consumían drogas, los Osmond obedecían la Palabra de Sabiduría. En lugar de ir a fiestas desenfrenadas, los hermanos celebraban noches de hogar con su familia, asistían a la iglesia y llevaban a cabo devocionales mientras estaban de gira.
Después de hacerse famosos, los hermanos se reunieron con el presidente Joseph Fielding Smith, quien les recordó su deber de compartir siempre el Evangelio. Más tarde, su consejero, Harold B. Lee, les recordó que el mundo los estaba observando y podría juzgar a la Iglesia por sus acciones. Los animó a evitar situaciones peligrosas desde un punto de vista moral y a defender sus creencias.
—Siempre habrá dos opciones. Elijan siempre aquello que los acerque más al Reino Celestial —les enseñó. Luego citó las palabras del Salvador en el Sermón del Monte: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”.
En poco tiempo, muchos estadounidenses asociaban a la Iglesia con los Osmond. Al hablar con la prensa, Olive casi siempre mencionaba su religión y su influencia en el estilo de vida saludable y la música alegre de la familia. En sus propias interacciones con los periodistas, los chicos también hablaban abiertamente sobre su fe y los admiradores a menudo les enviaban correos con preguntas sobre la Iglesia. Dado que el crecimiento de la Iglesia había sido especialmente rápido en Estados Unidos, solía haber barrios y ramas en las ciudades donde actuaban los Osmond, lo que hacía que fuera más fácil para los seguidores hablar con misioneros y conocer a otros Santos de los Últimos Días.
De hecho, recientemente, Church News había publicado extractos de cartas de personas que llegaron a conocer la Iglesia a través de los Osmond. Una admiradora comenzó a investigar sobre los Santos de los Últimos Días después de ver la felicidad y la cercanía de la familia Osmond. “Sabía que tenía algo que ver con su religión”, escribió.
Durante el concierto en Virginia, el Osmond más joven, Jimmy, de ocho años, se unió a sus hermanos en el escenario para cantar una canción. Olive permaneció detrás del escenario con su hija Marie, de doce años, respondiendo las preguntas de un periodista local.
—Trato de que nos sintamos como en casa estando lejos de casa —explicó Olive. Ella pensaba que la familia estaba más unida ahora que estaban de gira juntos. De hecho, los hermanos estaban colaborando en un nuevo y ambicioso álbum, algo más profundo y personal que todo lo que habían hecho hasta entonces.
—Están haciendo lo que Dios quiere que hagan —afirmó ella—. Los jóvenes que ellos atraen están buscando algo en ellos.
Un mes después, en la mañana del 12 de abril de 1972, el Dr. Russell M. Nelson se preparó para realizar una cirugía a corazón abierto. Había realizado cientos de operaciones en su vida, pero nunca a un apóstol del Señor. Y aunque había orado por el procedimiento del élder Kimball y reflexionado sobre cuál era la mejor manera de realizarlo, no estaba seguro de que él u otro cirujano pudiera llevarlo a cabo con éxito.
A petición propia, el doctor Nelson había recibido una bendición del presidente Lee y del presidente Tanner el día anterior. Le pusieron las manos en la cabeza y lo bendijeron para que pudiera realizar la cirugía sin errores. Le dijeron que él no tenía motivos para dudar de su capacidad. El Señor lo había preparado para realizar esta operación.
El procedimiento comenzó a las ocho en punto. En el quirófano, un anestesiólogo sedó al élder Kimball mientras el asistente residente del doctor Nelson estaba listo con varias enfermeras y otros miembros del equipo quirúrgico. Había una máquina de circulación extracorpórea cerca, lista para oxigenar y bombear la sangre del élder Kimball.
Bajo la dirección del doctor Nelson, el equipo trabajó hábilmente para reemplazar la válvula dañada con una prótesis: una pequeña bola de plástico dentro de una jaula de metal. El dispositivo medía aproximadamente la mitad de la circunferencia de su pulgar.
Después de colocar la válvula en su lugar, el doctor Nelson comenzó a suturar. Con una sutura precisa tras otra, conectó lentamente el anillo en la base de la válvula al tejido circundante.
Luego centró su atención en evitar una obstrucción que bloqueaba el flujo de sangre hacia el corazón. Localizó una arteria que bajaba por el pecho del élder Kimball, seccionó su extremo inferior y colocó la arteria justo debajo del vaso sanguíneo obstruido. El médico volvió a realizar diminutas e intrincadas suturas hasta que la arteria sana quedó firmemente adherida.
Mientras trabajaba, el doctor Nelson se maravillaba de lo bien que iba la operación. Requería miles de maniobras complejas, cada una de las cuales exigía una técnica minuciosa. Sin embargo, no se había producido ni un solo error. Cuando finalmente llegó el momento de desconectar al élder Kimball de la máquina de circulación extracorpórea, más de cuatro horas después de que comenzara la cirugía, el personal médico dio una descarga eléctrica a su corazón, el cual inmediatamente volvió a la vida.
Después de la cirugía, el doctor Nelson llamó al presidente Lee. La Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce estaban reunidos en el templo, ayunando y orando por el élder Kimball. Mientras el doctor Nelson describía el procedimiento, le dijo al presidente Lee que se sentía como un lanzador de béisbol que acababa de lograr un juego perfecto. El Señor había magnificado sus habilidades, lo que le permitió realizar la operación exactamente como se prometió en la bendición del sacerdocio.
El presidente Lee estaba muy contento. “El hermano Kimball está progresando bien y dejó de usar la máquina para el corazón”, dijo a los apóstoles. “El Señor contestó nuestra oraciones”.
Ese mismo mes, en Río de Janeiro, Brasil, Helvécio Martins, de cuarenta y un años, conducía a casa desde el trabajo cuando un embotellamiento lo obligó a detenerse. La fila de autos frente a él parecía no tener fin y no parecía que el embotellamiento fuera a resolverse pronto.
Helvécio tomó un momento para reflexionar sobre la insatisfacción espiritual que sentía desde hacía años. Desde su juventud, había trabajado arduamente para salir de la pobreza. Abandonó la escuela a los once años y se convirtió en recolector de naranjas. Posteriormente, cuando su familia se mudó a Río, trabajó como mensajero. Sus empleadores confiaban en él y apreciaban su diligencia. Posteriormente, conoció a Rudá Tourinho de Assis y se casó con ella, quien lo animó a asistir a la escuela nocturna.
Después de años de perseverancia, Helvécio obtuvo el diploma de escuela secundaria y egresó de la universidad con el grado de licenciado en Contabilidad. Luego comenzó a trabajar para una compañía petrolera y, con el tiempo, llegó a ser jefe de un departamento con más de doscientos empleados.
Mientras tanto, él, Rudá y sus dos hijos, Marcus y Marisa, disfrutaban de invitaciones a eventos sociales con destacadas figuras. Era un estilo de vida mucho mejor de lo que Helvécio había imaginado.
Sin embargo, a pesar de su éxito, Helvécio se sentía insatisfecho. Él y Rudá habían probado varias religiones, participaron en prácticas espiritistas y luego exploraron varias denominaciones cristianas. No importaba adónde fueran, sentían que algo les faltaba.
Sentado en medio del tráfico, la frustración de Helvécio aumentó. Abrió la puerta y se bajó del automóvil. “Dios mío —oró él—, sé que estás en alguna parte, pero no sé dónde. ¿Es posible que no veas la confusión que estamos experimentando mi familia y yo? ¿Es posible que no te des cuenta de que estamos buscando algo y que ni siquiera sabemos qué es? ¿Por qué no nos ayudas?”.
Cuando terminó su súplica, el tráfico empezó a despejarse. Helvécio regresó a su automóvil, siguió conduciendo y pronto olvidó el incidente.
Dos semanas después, los Martins encontraron una tarjeta debajo de su puerta. Por un lado tenía una imagen del Salvador y, por el otro, un programa de reuniones de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
La tarjeta intrigó a Helvécio y la llevó al trabajo al día siguiente.
—Jefe, no vaya ahí —le dijo uno de sus empleados—. Esa es una iglesia para estadounidenses. Si no conoce a un miembro, yo ni siquiera intentaría ir.
Helvécio le creyó al empleado y dejó de lado su interés por la Iglesia, pero poco tiempo después, dos misioneros, Thomas McIntire y Steve Richards, se presentaron en la puerta de los Martins. En el momento en que entraron, Helvécio notó que la casa se llenaba con una sensación de calma.
—Tenemos una bendición para su familia, si desean una —dijeron los misioneros luego de presentarse.
—Sí —dijo Helvécio, pero primero él tenía que hacerles algunas preguntas.
Analizaron cierta información general sobre la Iglesia y luego Helvécio planteó una pregunta difícil, una que era importante para él como descendiente de esclavos de África. “Dado que su Iglesia está radicada en Estados Unidos —dijo—, ¿cómo trata su religión a las personas de raza negra? ¿Se les permite unirse a la Iglesia?”.
El élder McIntire parecía avergonzado. “Señor —dijo—, ¿de verdad quiere saberlo?”.
—Sí —dijo Helvécio.
El élder McIntire explicó que las personas de raza negra podían ser bautizadas y participar como miembros de la Iglesia, pero no se les permitía ejercer el sacerdocio ni asistir al templo. Helvécio y Rudá aceptaron su respuesta e hicieron más preguntas sobre el sacerdocio y el Evangelio. Los misioneros respondieron cada pregunta con calma y en detalle.
Cuando los misioneros se marcharon, habían pasado cuatro horas y media. Esa noche, Helvécio y Rudá hablaron de lo que les habían enseñado los misioneros. Quedaron impresionados por la lección de los misioneros y sintieron que sus preguntas habían sido respondidas en su totalidad.
Poco tiempo después, los Martins asistieron a su primera reunión sacramental. El servicio fue hermoso y la congregación los recibió amablemente. Al poco tiempo, el presidente de rama pasó por la casa de los Martins y les presentó a dos hombres que serían sus maestros orientadores.
A medida que la familia seguía asistiendo a la iglesia y reuniéndose con los misioneros, su fe crecía. Un día asistieron a una reunión especialmente poderosa del Distrito de Río de Janeiro y supieron que debían unirse a la Iglesia.
—Ahora somos diferentes —dijo Marcus, de trece años, una semana después, mientras la familia conducía a casa luego de la Escuela Dominical—. Los rostros de ustedes están radiantes y sé cuál es la causa: el Evangelio de Jesucristo.
Helvécio detuvo el automóvil a un lado de la calle y allí la familia rompió en llanto. Cuando los Martins regresaron a la capilla esa noche para la reunión sacramental, le dijeron al presidente de su rama que estaban listos para ser bautizados.
Un día, por esa época, el representante de los Osmond, Ed Leffler, le preguntó a la familia si querían actuar en Inglaterra. La canción de los hermanos “Down by the Lazy River” (Junto a un río lento) y la grabación en solitario de Donny de “Puppy Love” (Amor juvenil) fueron éxitos en Estados Unidos y Canadá. Todo el mundo en Norteamérica parecía conocer a los hermanos Osmond y ahora los adolescentes en Europa también se estaban fijando en ellos.
—Claro —dijo Olive—, pero con una condición: que pueda conocer a la reina.
Estaba bromeando, pero Ed tomó en serio su comentario. “Veré si se puede organizar”, dijo él.
Poco tiempo después, Ed informó a la familia que había programado una actuación para la reina Isabel II y su esposo, el príncipe Felipe. Además, Olive iba a cumplir su deseo. Ella y George recibieron una invitación para reunirse con la pareja real durante el intermedio.
Olive no lo podía creer. Se compró un vestido formal y unos guantes blancos para la ocasión. También compró un nuevo juego de Escrituras y se desafió a sí misma a regalárselo a la reina.
Los Osmond llegaron a Londres en mayo y pasaron unos días ensayando sus canciones. La actuación tuvo lugar el 22 de mayo de 1972 en el London Palladium, un famoso teatro de la zona occidental de la ciudad. Fue un concierto benéfico televisado en el que participaron cantantes, actores y comediantes del Reino Unido y Estados Unidos.
Olive y George se sentaron entre el público con Marie durante la primera mitad del espectáculo. En el intermedio, Lew Grade, el hombre que había organizado el espectáculo, le tocó el brazo a George y le dijo: “Venga rápido”.
Olive y George se pusieron de pie y siguieron a Lew de prisa. Sin embargo, antes de llegar al final del pasillo, Olive se dio cuenta de que había dejado el regalo para la reina debajo de su asiento. Por un instante, pensó en dejar las Escrituras allí, pero había pasado gran parte de la noche anterior marcando y anotando sus pasajes favoritos para la reina. Además, sabía que no volvería a tener otra oportunidad. Se dio vuelta, corrió hasta su asiento y tomó el libro.
Una vez que Lew los llevó a ella y a George a donde estaba la reina, Olive se acercó a la pareja real, hizo una reverencia, intercambió algunas palabras con ellos y siguió adelante sin entregar su regalo. Luego miró hacia atrás y vio que George se había detenido para hablar con el príncipe Felipe sobre su interés mutuo en la caza y la pesca.
Al ver que había otro miembro de la familia real cerca, Olive se acercó a él con su ejemplar de los libros canónicos. —¿Le importaría darle este pequeño regalo a la reina cuando me haya ido? —preguntó Olive.
—¡Isabel! —exclamó el hombre mirando a Olive con una expresión de alegría—. La señora Osmond le trajo un regalo.
—Qué lindo —dijo la reina—. Acércate, por favor.
—Quería traerle un regalo —explicó Olive avergonzada, sin saber bien de dónde había sacado las palabras—. Es difícil saber qué regalar a una reina, así que le traje nuestra posesión más valiosa.
—¿Puedes desprenderte de él? —preguntó la reina.
—Sí —dijo Olive—, tengo otro igual.
—Gracias, señora Osmond —dijo la reina mirando las Escrituras—. Lo guardaré con cariño. Lo pondré en mi repisa.
Olive se relajó y conversó brevemente sobre su familia con la reina. Después volvieron a sus asientos para ver la actuación de los chicos.
Más tarde, mientras la familia se preparaba para volar a casa, Ed Leffler se acercó a Olive. “¿Qué te pareció?”, le preguntó.
—Fue una experiencia única —respondió Olive—. Incluso pude darle un ejemplar del Libro de Mormón.
—¿Qué hiciste qué? ¡Eso es lo peor que podrías haber hecho! —dijo Ed, visiblemente molesto. Él le explicó que, como encargada de la Iglesia de Inglaterra, la reina no estaba en condiciones de aceptar las enseñanzas del Libro de Mormón.
Las palabras de Ed preocuparon a Olive. Su intención no había sido lastimar a nadie. Simplemente creía que la reina tenía derecho a escuchar el Evangelio restaurado tanto como cualquier otra persona. ¿Realmente había hecho algo malo?
Una vez que la familia abordó el avión y todos se acomodaron, Olive se sentó y comenzó a leer las Escrituras. Las páginas se abrieron y sus ojos se posaron en Doctrina y Convenios 1:23: “Para que la plenitud de mi evangelio sea proclamada por los débiles y sencillos hasta los cabos de la tierra, y ante reyes y gobernantes”.
Esas palabras consolaron a Olive. Sus dudas desaparecieron y supo que había hecho lo correcto.
La tarde del 15 de junio de 1972, Maeta Holiday, de dieciocho años, sonreía junto a más de quinientos estudiantes de último curso de bachillerato en un gimnasio del sur de California. En unos instantes, ella y sus compañeros recibirían sus diplomas de bachiller y comenzarían la siguiente etapa de sus vidas. Llevaban togas y birretes que combinaban: las estudiantes iban de rojo y los estudiantes de negro.
Para Maeta, la graduación significaba que su estancia en el Programa de colocación de alumnos indígenas llegaba a su fin. Pronto dejaría a su familia de acogida para comenzar una nueva vida. Al igual que muchos graduados del programa de colocación, ella pensaba asistir a la Universidad Brigham Young. Más de quinientos indígenas estadounidenses, la mayoría navajos como Maeta, asistían actualmente a la Universidad Brigham Young. La escuela ofrecía generosas becas a esos estudiantes y los padres tutelares de Maeta, Venna y Spencer Black, la ayudaron a solicitar la subvención.
Maeta sabía que los Black la seguirían apoyando. Cuando llegó a vivir con ellos hacía cuatro años, la trataron inmediatamente como a una hija. Le dieron un hogar estable y la ayudaron a sentir, por primera vez en su vida, que era parte de una familia amorosa. Aunque ella se había unido a la Iglesia mucho antes de vivir con ellos, le mostraron lo que podía ser una familia cuando esta se centraba en las enseñanzas de Jesucristo.
No todos los alumnos del programa de colocación tuvieron tan buenas experiencias con sus familias de acogida. Algunos alumnos no se sentían bienvenidos en sus hogares de acogida ni se llevaban bien con sus padres o hermanos tutelares. Otros se resistían a los esfuerzos de sus familias de acogida por mostrarles la cultura no nativa. Al mismo tiempo, algunos alumnos encontraron formas de valorar tanto su herencia como su experiencia en el programa de colocación. Regresaron a las reservas, fortalecieron sus comunidades y vivieron allí una vida plena como Santos de los Últimos Días.
Por su parte, Maeta seguía atormentada por sus dolorosas experiencias de niña. No quería el tipo de vida que llevaban sus padres o sus abuelos. Venna, sin embargo, la había animado a valorar su herencia navajo. “Deberías estar orgullosa de quién eres”, le dijo una vez Venna. “Dios sabe que eres especial porque el Libro de Mormón trata sobre tu pueblo”. Al igual que muchos santos de su época, Venna entendía que las promesas del Libro de Mormón se referían a los indígenas estadounidenses. Cuando miraba a Maeta, veía a una descendiente de Lehi y Saríah, con derecho a las bendiciones del convenio.
—Maeta, quiero esto para ti —le había dicho Venna—: quiero que algún día te cases en el templo; quiero que sigas asistiendo a la iglesia y simplemente que sepas que eres especial y que te queremos.
Cuando Maeta recibió su diploma, todavía no entendía ni aceptaba completamente todo lo que Venna le había enseñado. Por mucho que admirara a su familia de acogida, no sabía si ella podría tener un matrimonio o una familia exitosos. Después de presenciar el divorcio de sus padres y la lucha de su madre por cuidar de sus propios hijos, no tenía ningún interés en casarse ni en formar una familia.
Después de su graduación, Maeta se enteró de que su solicitud para ingresar a la Universidad Brigham Young había sido aceptada. Mientras tomaba el autobús hacia Provo, pensó en su futuro y en su religión. Asistir a la Iglesia y a Seminario había sido una parte importante del Programa de colocación de alumnos indígenas. Pero ¿quería que el Evangelio restaurado formara parte de su futuro?
“Bueno, si voy a ir a la Universidad Brigham Young, me pregunto qué debería hacer”, pensó ella. “¿Debería formar parte de la Iglesia o no?”.
Comenzó a pensar en las lecciones que aprendió de Venna y Spencer. Su vida no había sido fácil, pero había tenido la suerte de vivir con ellos y formar parte de su familia.
“Yo sí creo en Dios”, pensó ella. “Él ha estado ahí todo este tiempo”.
El 26 de agosto de 1972, Isabel Santana y su esposo, Juan Machuca, podían sentir la emoción en el aire mientras estacionaban su Volkswagen amarillo frente al Auditorio Nacional de la Ciudad de México. Más de dieciséis mil santos de México y Centroamérica se reunieron en el gran centro de eventos para una conferencia general de Área. Para muchos, la conferencia sería la primera vez que escucharían hablar a las Autoridades Generales en persona.
La Iglesia comenzó a celebrar conferencias generales de Área bajo la dirección del presidente Joseph Fielding Smith. Como la mayoría de los miembros de la Iglesia no podían asistir a la conferencia general en Salt Lake City, las conferencias locales les daban la oportunidad de reunirse y recibir instrucción de las Autoridades Generales y locales. La primera conferencia general de Área se celebró en Manchester, Inglaterra, en 1971. Con más de ochenta mil miembros de la Iglesia, México albergaba la mayor población de santos fuera de Estados Unidos, lo que lo convertía en un lugar ideal para realizar una conferencia de este tipo.
Isabel y Juan quedaron asombrados mientras se dirigían al centro de eventos. Había miembros de la Iglesia de todo México y de lugares tan lejanos como Guatemala, Honduras, Costa Rica y Panamá. Algunos de los santos habían viajado cerca de cinco mil kilómetros para estar allí. Una mujer del noroeste de México había fregado la ropa de sus vecinos durante cinco meses a fin de ganar suficiente dinero para realizar el viaje. Algunos santos habían pagado sus gastos vendiendo tacos y tamales, lavando autos o haciendo trabajos de jardinería. Otros habían vendido sus pertenencias o pedido dinero prestado para poder asistir. Algunas personas ayunaban porque no tenían dinero para comer. Afortunadamente, la escuela Benemérito proporcionó alojamiento a muchos de los santos que venían de lejos.
Mientras los Machuca esperaban en la fila para entrar al auditorio, un automóvil se detuvo cerca y de él se bajaron Spencer W. Kimball y su esposa, Camilla. Habían pasado cuatro meses desde la cirugía cardíaca del élder Kimball y ya se había recuperado lo suficiente como para retomar muchas de sus responsabilidades en el Cuórum de los Doce Apóstoles. De hecho, estaba previsto que se dirigiera a los santos esa misma tarde.
Aunque el presidente Joseph Fielding Smith había ayudado a planificar la conferencia, él había fallecido antes de poder asistir. Su muerte marcó el final de décadas de una larga y devota vida de servicio en nombre de la Iglesia y sus miembros. Como Apóstol, había escrito extensamente sobre la doctrina del Evangelio y sobre temas históricos, promovió la obra genealógica y del templo, y dedicó Filipinas y Corea a la predicación del Evangelio. Como Presidente de la Iglesia, autorizó las primeras estacas en Perú y Sudáfrica, aumentó drásticamente el número de Seminarios e Institutos en todo el mundo, revitalizó las comunicaciones públicas de la Iglesia y profesionalizó los departamentos de la Iglesia.
—Ninguno de nosotros puede desempeñar obra alguna que sea tan importante como la predicación del Evangelio y la edificación de la Iglesia y reino de Dios sobre la tierra —dijo a los santos en su última conferencia general—. De manera que invitamos a todos los hijos de nuestro Padre en todo el mundo a creer en Cristo, a recibirlo tal como nos lo revelan los profetas vivientes, y a unirse a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Desde entonces, su sucesor, Harold B. Lee, había sido apartado como Presidente de la Iglesia, lo que convirtió al élder Kimball en el nuevo Presidente del Cuórum de los Doce Apóstoles.
Una vez que Isabel y Juan lograron entrar al Auditorio Nacional, encontraron asientos entre los miles de santos. El auditorio tenía cuatro niveles de asientos alrededor de un escenario. Un coro de miembros de la Iglesia del norte de México llenó el estrado. Frente a ellos había un púlpito y una sección de sillas de respaldo alto para las Autoridades Generales y otros oradores.
La conferencia comenzó con un discurso del presidente Marion G. Romney, quien había nacido y crecido en las colonias de los Santos de los Últimos Días en el norte de México y recientemente había sido nombrado Consejero de la Primera Presidencia. En español, les habló de su amor por los santos de México y Centroamérica y su aprecio por el Gobierno mexicano.
A continuación, habló el presidente N. Eldon Tanner, quien celebró la fortaleza de la Iglesia en México y las demás naciones hispanohablantes de América. “Se está produciendo un crecimiento y se está desarrollando un liderazgo en todo el mundo”, declaró a través de un intérprete. Para ayudar a estos líderes en desarrollo, el Manual General de Instrucciones de la Iglesia se había recientemente correlacionado y traducido a más de una docena de idiomas, incluido el español. Líderes de todo el mundo podrían administrar la Iglesia según el mismo modelo.
—Es maravilloso ver cómo la gente acepta el Evangelio y viene a la Iglesia y al Reino de Dios —testificó el presidente Tanner—; todos comparten su testimonio de las bendiciones que les brinda y comprenden que es la Iglesia de Jesucristo.
Escuchar a los oradores hizo que Isabel se sintiera feliz de ser una Santo de los Últimos Días mexicana. Su educación en la escuela Benemérito le había enseñado el valor de ser miembro de la Iglesia, de hacer del Evangelio restaurado una parte central de su vida. Cuando llegó por primera vez a la escuela, era una niña tímida sin un sentido claro de su potencial espiritual, pero sus maestros la habían bendecido de innumerables maneras. Había desarrollado una rutina diaria de estudio y oración, y caminaba con confianza y un ferviente testimonio de la verdad.
Ahora, rodeada de tantos santos, no podía evitar regocijarse. “Soy de aquí”, pensó ella. “Aquí es donde pertenezco”.