Capítulo 2
Guíenme, enséñenme
Conforme su embarcación se acercaba a Niue, Mosese y Salavia Muti vieron una costa escarpada salpicada aquí y allá con cuevas y ensenadas aisladas. Tal como Mosese lo viera en su sueño, los trece pueblos de la isla se encontraban a lo largo de la línea costera. Alofi, el pueblo más grande de Niue, se ubicaba en la costa oeste y servía como encrucijada para los pocos caminos que atravesaban los bosques tropicales y los afloramientos de coral que cubrían el interior de la isla. Era un lugar aislado, en el que vivían menos de cinco mil personas.
Los misioneros habían llegado a Niue por primera vez en 1952. Ahora, cuatro años después, había alrededor de trescientos santos en la isla. El presidente del distrito era un misionero estadounidense de veintitrés años llamado Chuck Woodworth. Cuando él y los otros misioneros no estaban compartiendo el Evangelio ni atendiendo a las seis ramas de la isla, trabajaban en una nueva capilla o en la oficina de la misión en Alofi. No había ningún supervisor de construcción en Niue, por lo que los élderes aún no habían comenzado a excavar cimientos o levantar paredes. En cambio, pasaban horas triturando las duras rocas de coral de la isla para convertirla en grava a fin de crear hormigón para el proyecto.
Chuck estaba desesperado cuando llegaron los Muti. Era un misionero sincero y trabajaba arduamente, pero a menudo se desanimaba cuando los santos de Niue no ayudaban a los misioneros o no vivían su religión como él pensaba que deberían. Salavia y Mosese eran más pacientes y empáticos. La pareja comprendía que cada miembro de la isla era nuevo en la fe y que aún estaban aprendiendo y creciendo.
—No se preocupe —le decía Mosese a Chuck—. Todo va a estar bien al final.
Mosese se ganó rápidamente la amistad y la confianza de los santos niueños con su amor por el Evangelio y el conocimiento de la cultura local. Se encargaba del programa de escultismo de la Iglesia, enseñaba lecciones del Evangelio y trituraba el coral junto con los otros misioneros. Por otra parte, Salavia velaba por el bienestar de los misioneros y los miembros de la Iglesia. Preparaba comidas, lavaba y arreglaba prendas y escuchaba y ofrecía consejos cuando alguien necesitaba hablar. También enseñaba lecciones en la Primaria y la Escuela Dominical y daba sermones.
En septiembre de 1956, Chuck organizó la primera Sociedad de Socorro en Niue y llamó a Salavia para ser su maestra. Al principio, algunas mujeres de la Sociedad de Socorro no parecían respetarla ni mostrar mucho interés en asistir a las reuniones. La experiencia que Salavia tenía trabajando con mujeres en la Iglesia le había enseñado a ser sensible a sus necesidades. Sabiendo que muchas personas de Niue no tenían electrodomésticos de cocina modernos, le preguntó a Langi Fakahoa, presidenta de la Sociedad de Socorro, si podía realizar una actividad para enseñar a las mujeres una forma sencilla de cocinar pudín tongano sin horno.
Antes de la reunión, Salavia pidió a las miembros de la Sociedad de Socorro que llevaran ingredientes para que pudieran hacer su propio pudín Sin embargo, de las quince mujeres que asistieron, solamente tres trajeron los ingredientes. Las demás, simplemente miraron con escepticismo.
Sin inmutarse, Salavia demostró cómo preparar el pudín y hervirlo en agua sobre el fuego. Las mujeres que habían llevado los ingredientes siguieron cada instrucción paso a paso, hasta que también cocinaron sus pudines. Salavia luego presentó un pudín que había hecho antes de la reunión y ofreció a todas algunas rebanadas.
Conforme las mujeres probaban el postre, quedaban con los ojos abiertos. “¡Vaya!”, exclamaron ellas. Nadie había probado algo parecido. Después de la reunión, las tres mujeres que asistieron con los ingredientes compartieron su pudín con las otras, quienes regresaron a sus hogares decididas a asistir mejor preparadas a la siguiente actividad de la Sociedad de Socorro.
Se corrió la voz sobre el pudín y el respeto por Salavia cambió. Las mujeres que no habían mostrado interés alguno en la Sociedad de Socorro comenzaron a asistir a las reuniones. Varios miembros invitaron a sus amigos y familiares a la siguiente actividad de cocina y Salavia comenzó a llamar a las noches de la Sociedad de Socorro Po Fiafia: la noche de diversión.
Salavia estaba descubriendo que enseñar a cocinar y otras habilidades era una excelente herramienta misional. Cuando las mujeres se reunían como grupo, compartían historias, chistes y canciones. Las reuniones acercaban más a las mujeres, creaban amistades y fortalecían los espíritus. La asistencia a la Iglesia mejoró y las familias parecían más felices y unidas debido a las habilidades que las mujeres estaban aprendiendo en la Sociedad de Socorro.
A fines de 1956, las miembros de la Sociedad de Socorro de todo el mundo estaban ansiosas por la dedicación de un nuevo edificio para su organización en Salt Lake City. La Sociedad de Socorro ahora tenía alrededor de 110 000 miembros y la Presidenta General, Belle Spafford, quería que todas, sin importar en qué lugar del mundo vivieran, se sintieran parte de una hermandad unida.
Ella no siempre había sido una miembro entusiasta de la Sociedad de Socorro. En esa época, a las mujeres de la Iglesia no se las inscribía automáticamente en la Sociedad de Socorro al llegar a la adultez, por lo que había cumplido treinta años antes de asistir a las reuniones de la Sociedad de Socorro con regularidad. Cuando su obispo la llamó para que prestara servicio como consejera en la presidencia de la Sociedad de Socorro de su barrio, ella se resistió. “Esa organización es para mi madre —le dijo Belle—, no para mí”.
Treinta años después, estaba en el undécimo año de su presidencia y establecer una sede permanente para la Sociedad de Socorro era uno de sus objetivos principales. Quería que la nueva sede fuera un hermoso edificio donde las mujeres de la Iglesia pudieran entrar y sentirse como en casa.
Cuando la Sociedad de Socorro se organizó por primera vez en 1842, sus miembros se reunían en el piso superior de la tienda de José Smith en Nauvoo. Más tarde, las Sociedades de Socorro de los barrios del oeste de los Estados Unidos construyeron salones de la Sociedad de Socorro, donde podían reunirse, atender asuntos, ministrar a los necesitados y compartir sus ideas, experiencias y testimonios. A finales del siglo, las Presidencias Generales de la Sociedad de Socorro, la Asociación de Mejoramiento Mutuo de Mujeres Jóvenes y la Primaria recaudaron una cantidad considerable de dinero para construir una sede central para sus organizaciones. Sin embargo, para su decepción, el plan no se materializó. La Primera Presidencia había pedido la construcción de un edificio de oficinas compartido por las tres organizaciones y otras más, incluido el Obispado Presidente.
Desde entonces, la Sociedad de Socorro había operado desde el segundo piso de dicho edificio. Era un espacio apretado y muy ruidoso, con oficinas, una sala de reuniones y un área para coser la ropa del templo. Poco después de recibir su llamamiento en 1945, la presidenta Spafford propuso construir una nueva sede para la organización. La Primera Presidencia estuvo de acuerdo con el plan y solicitó a la Sociedad de Socorro que recaudara 500 000 dólares estadounidenses, la mitad del costo del edificio.
La presidenta Spafford y sus consejeras, Marianne Sharp y Velma Simonsen, organizaron una recaudación de fondos, invitando a cada miembro de la Sociedad de Socorro a contribuir hasta cinco dólares estadounidenses a la construcción del edificio, una cantidad considerable, cuando una hogaza de pan costaba doce centavos en los Estados Unidos. Después de unos meses de recaudación de fondos, la presidenta Spafford estuvo encantada de saber que las mujeres de la Iglesia ya habían donado 20 000 dólares estadounidenses. Inmediatamente, tomó el teléfono y llamó a J. Reuben Clark, el segundo consejero de la Primera Presidencia, para contarle la buena noticia.
—No se desanime —dijo él, evidentemente, sin notar el entusiasmo de ella—. Sé que 20 000 dólares estadounidenses no es mucho cuando tienes que recaudar medio millón.
La presidenta Spafford no se desanimó y las hermanas no la defraudaron. Durante décadas, la Sociedad de Socorro había estado financiando sus organizaciones locales cobrando cuotas anuales y recaudando fondos con regularidad. Para hacer sus contribuciones, las hermanas organizaron cenas compartidas, cosieron y vendieron acolchados (edredones) y organizaron bailes. En el lapso de un año, el edificio estaba totalmente financiado.
La Sociedad de Socorro compró un terreno frente al Templo de Salt Lake y la presidenta Spafford y sus consejeras trabajaron en estrecha colaboración con el arquitecto para diseñar el edificio. Tenía espacio de oficinas para la Presidencia General de la Sociedad de Socorro, la mesa directiva general y el personal que apoyaba los muchos proyectos de la organización, incluida la revista de la Sociedad de Socorro, los servicios sociales y de bienestar, y la confección y venta de ropa del templo.
Dado que la presidenta Spafford quería que el edificio se sintiera como un hogar en lugar de un ambiente de oficina; tenía una cómoda sala de estar donde las mujeres podían reunirse con amigas, escribir una carta o disfrutar del espíritu sano del lugar. En el tercer piso, había un gran salón social con un escenario y una cocina que las Sociedades de Socorro de estaca podían reservar para eventos especiales.
Las salas y los pasillos del edificio estaban adornados con regalos de miembros de la Sociedad de Socorro de todo el mundo, cosas tales como una lámpara decorativa de Australia y una mesa grabada de Samoa. En Viena, Austria, la presidenta de la Sociedad de Socorro, Hermine Cziep, y otras santos habían juntado su dinero para comprar un colorido jarrón de porcelana y enviarlo a Salt Lake City. Cuando se enteraron de que el jarrón se había elaborado en 1830, el año en que la Iglesia se había organizado, sintieron que el Señor los había guiado a él.
—Y pensar —dijo una mujer de la Misión Suizo-Austriaca—, que somos parte de un edificio tan maravilloso y, aunque es posible que nunca lo veamos, sabemos que ayudará a que muchas mujeres se sientan felices.
El edificio de la Sociedad de Socorro, como se llamó a la nueva sede, estuvo listo para su dedicación en octubre de 1956. Su diseño era un reflejo moderno de la arquitectura clásica, que complementaba el estilo del cercano Edificio de la Administración de la Iglesia, el cual se había completado en 1917 para albergar las oficinas de la Primera Presidencia y otras Autoridades Generales. Para honrar la larga historia de la Sociedad de Socorro de almacenar granos, el exterior del nuevo edificio estaba adornado con tallos ornamentales de trigo dorado.
El 3 de octubre, la presidenta Spafford se puso de pie en el púlpito del Tabernáculo de Salt Lake y contempló una audiencia que representaba una fracción de las muchas mujeres que se habían sacrificado para finalizar el edificio de la Sociedad de Socorro. Ella creía que los esfuerzos de financiación y construcción habían sido una fuerza unificadora dentro de la organización.
—Esto ha sellado en unidad a la hermandad de la Sociedad de Socorro —dijo ella—. Rogamos que todo lo que salga de nuestro hogar de la Sociedad de Socorro enriquezca las vidas de las hijas de nuestro Padre Celestial y las conduzca hacia el eterno bienestar.
Después de comenzar su estudio de Una obra maravillosa y un prodigio, Hélio da Rocha Camargo comenzó a asistir a una rama cercana de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de Últimos Días. Pronto, su esposa, Nair, también mostró interés en el Evangelio restaurado. “Ya no quiero asistir a la iglesia metodista”, le dijo un domingo. En vez de eso, quería ir a la iglesia con él.
Hélio empezó a estudiar el Libro de Mormón, el cual leyó de tapa a tapa en tres días. Luego, leyó Doctrina y Convenios, la Perla de Gran Precio y cualquier otro libro sobre los santos que pudiera encontrar. Se reunía con los misioneros con frecuencia, pagaba el diezmo en su rama local y continuaba encontrando respuestas a sus preguntas sobre Dios y Su plan.
También asistió a suficientes reuniones de la Iglesia para darse cuenta de que a los santos les vendría bien su ayuda. Asael Sorensen, presidente de la misión, estaba deseoso de que la Iglesia se expandiera en Brasil y creía que los líderes fuertes del sacerdocio se convertirían en una parte clave de ese crecimiento. Brasil ahora tenía aproximadamente dos mil miembros, pero menos de setenta de ellos tenían el Sacerdocio de Melquisedec.
Hélio no iba a unirse a la Iglesia ni mucho menos asumir responsabilidades del sacerdocio, hasta conocer la voluntad de Dios en cuanto a él. El presidente Sorensen había desarrollado una serie de siete lecciones misionales sobre temas como “La necesidad de un profeta viviente”, “La Palabra de Sabiduría“ y “El propósito de la vida mortal”. Hélio prácticamente devoró cada una de las lecciones, pero todavía tenía más preguntas para los misioneros.
Él y Nair quedaron especialmente sorprendidos al enterarse sobre la antigua práctica del matrimonio plural de los santos. Hélio también cuestionaba por qué la Iglesia impedía que los hombres de ascendencia negra africana recibieran el sacerdocio. Al igual que los Estados Unidos, Brasil había prohibido hacía mucho tiempo la práctica de esclavizar a los africanos y a sus descendientes. Sin embargo, a diferencia de los Estados Unidos, Brasil no había sancionado leyes de segregación entre las personas de raza blanca y negra, por lo que había menos diferencias raciales entre los brasileños.
Hélio, cuyos propios antepasados eran europeos, nunca había visto una restricción racial en su antigua iglesia y la práctica le preocupó, pero sus preguntas no eran lo que le impedía unirse a la Iglesia. Conforme estudiaba con los misioneros, anhelaba tener una experiencia como la de Pablo en el Nuevo Testamento: una conversión milagrosa, tan poderosa y repentina como un relámpago.
Decidió orar más y volver a leer el Libro de Mormón con la esperanza, mientras lo hacía, de recibir la confirmación que buscaba. No ocurrió nada extraordinario y los misioneros parecían volverse cada vez más impacientes con él. “Usted sabe que la Iglesia es verdadera —le dijo uno de ellos a Hélio—, y es hora de que tome una decisión”.
El misionero tenía razón, Hélio sabía. El Evangelio restaurado tenía todo el sentido, pero saber eso todavía no era suficiente para él.
A comienzos de 1957, en Salt Lake City, Naomi Randall, de cuarenta y ocho años, y las miembros de la mesa directiva general de la Primaria trabajaban arduamente en un programa para las líderes de la Primaria en todo el mundo. El comité había elegido “La súplica de un niño” como el lema del programa. Creían que muchos de los padres y quienes trabajaban en la Primaria no entendían lo fundamental que era su función de enseñar a los niños de la Iglesia. El lema debía servir como recordatorio de su llamamiento sagrado.
La Presidenta General de la Primaria, LaVern W. Parmley, quería presentar el programa en la conferencia anual de la organización en abril, por lo que Naomi y su comité tenían solo unos meses para terminarlo. Habían ayunado y orado en cuanto al programa y creían que lo tendrían listo a tiempo. Entonces, la presidenta Parmley llamó a Naomi a su oficina.
—Necesitamos una nueva canción para acompañar al programa —le dijo.
—¿Dónde la conseguimos? —preguntó Naomi.
—Usted puede crearla —respondió la presidenta, y señaló que Naomi ya era una poeta reconocida en la Iglesia. Le dio el número de teléfono de Mildred Pettit, una talentosa música y compositora que había trabajado en la mesa directiva general de la Primaria. “Comuníquese con ella —le dijo la presidenta Parmley—. Entre las dos pueden crear una nueva canción”.
Al salir de la reunión, Naomi no podía dejar de pensar en ello. Ella deseaba que, con el programa, los adultos recordaran el lema y reconocieran que los niños pequeños necesitaban su ayuda para volver a la presencia de Dios. Pero, ¿cómo podría transmitir ese mensaje en una canción?.
Después de llegar a casa, habló con Mildred por teléfono. “Anote cualquier palabra, frase o mensaje que tenga en mente —dijo Mildred—. Es importante tener el mensaje antes de que se escriba la música”.
Esa noche, Naomi le pidió al Padre Celestial que la inspirara con las palabras correctas para la canción. Luego, se acostó y durmió pacíficamente por algún tiempo.
A las dos en punto se despertó. Su habitación estaba en silencio. “Soy un hijo de Dios —pensó ella—, Él me envió aquí”. Las palabras eran las primeras frases de una canción. Pensó en más frases y pronto tuvo la primera y segunda estrofas. “No está mal —pensó—. Creo que está bien”.
No pasó mucho tiempo hasta que tuvo tres estrofas y un estribillo, cada una en la voz de un niño que suplicaba guía espiritual de un padre o maestro. Naomi se levantó de la cama y escribió la letra, sorprendida por la rapidez con que le habían venido a la mente. Por lo general, ella se esforzaba mucho con cada palabra que escribía. Dejándose caer de rodillas, le agradeció a su Padre Celestial.
Por la mañana, llamó a Arta Hale, consejera de la Presidencia General de la Primaria. “Tengo algunas palabras —dijo ella—. Fíjese si valen la pena”.
—¡Qué maravilla! Se me pone la piel de gallina —dijo Arta después de que Naomi le hubo leído la letra—. ¡Envíala!
En menos de una semana, Naomi recibió una carta de Mildred. Adjunta halló la música para la canción y algunas revisiones al estribillo. Desde el momento en que envió la letra a Mildred, Naomi había intentado imaginar cómo sonaría la canción. Cuando finalmente escuchó la melodía, estaba emocionada. Era perfecta.
El 4 de abril de 1957, los solistas y un coro de niños de la Primaria cantaron “Soy un hijo de Dios” en la conferencia anual de la Primaria. Aparte de la ayuda de Mildred con las palabras del estribillo, la canción era tal como Naomi la había escrito en medio de la noche. Las líderes de la Primaria que asistieron a la conferencia la aprendieron para, a su vez, poder enseñarla a los niños de sus propios barrios y ramas.
Un tiempo después, por invitación del apóstol Harold B. Lee, la mesa directiva general de la Primaria habló en una cena para las Autoridades Generales en el edificio de la Sociedad de Socorro. Su presentación incluyó a un coro de niños de diferentes naciones y razas vestidos con ropa tradicional: un recordatorio de la creciente diversidad de la Iglesia. Mientras los niños cantaban el estribillo de “Soy un hijo de Dios”, su mensaje universal tocó los corazones de la audiencia:
Guíenme; enséñenme
la senda a seguir
para que algún día yo
con Él pueda vivir.
Cuando terminó la canción, el presidente David O. McKay se acercó a los niños. “Escucharemos su plegaria —prometió él—. Les enseñaremos”. Luego, se volvió a las Autoridades Generales y dijo: “Debemos aceptar el desafío de enseñar a estos niños”.
El élder Lee se sintió igualmente conmovido. “Naomi —le dijo después de la cena—, esta es una canción que durará por la eternidad”.
Para mayo de 1957, Hélio da Rocha Camargo estaba cansado de estudiar las enseñanzas de la Iglesia sin un fin ni propósito. A pesar de todo su aprendizaje, carecía de un testimonio divino de su veracidad. Sin ese testimonio, estaba estancado.
Finalmente, recurrió al presidente Asael Sorensen y a su esposa, Ida, para obtener ayuda. La pareja había sido un inmenso apoyo para él y Nair después de que dejaron la iglesia metodista. La hermana Sorensen había mostrado un interés particular por Nair y se reunía frecuentemente con ella para asegurarse de que estuviera aprendiendo y comprendiendo el Evangelio. Ella también percibía las dificultades de Hélio y quería ofrecerle cualquier consejo que pudiera.
—Hélio —le dijo ella una tarde—, creo que la razón por la que no has ganado un testimonio es porque estás buscando contradicciones en la doctrina.
Al percibir la verdad de sus palabras, Hélio decidió observar objetivamente sus creencias religiosas. Sopesó cuidadosamente todo lo que había aprendido sobre el Evangelio restaurado y descubrió que la doctrina era coherente con la Biblia y semejante a ella. Todavía tenía preguntas sobre el matrimonio plural y la restricción del sacerdocio, pero ahora estaba dispuesto a aceptar los límites de su entendimiento. Tenía fe en que Dios lideraría la Iglesia por revelación.
Hélio también se dio cuenta de que no necesitaba un relámpago para confirmar la verdad de lo que había aprendido. Durante los últimos meses, había obtenido gradualmente un testimonio, tan suave y naturalmente que ni siquiera se había dado cuenta de que la luz de la verdad eterna ya lo rodeaba. Una vez que entendió esto, cayó de rodillas y agradeció a Dios por revelarle la verdad.
Poco después, Hélio pidió a los misioneros que vinieran a su casa un lunes por la noche. “¿Qué debo hacer ahora para ser bautizado?”, les preguntó.
El élder Harold Hillam describió los pasos. “Tendrá que ser entrevistado y, luego, pedir que el presidente de la misión firme sus papeles para el bautismo —le dijo—. Tendremos el bautismo el sábado”.
El élder Hillam lo entrevistó de inmediato y descubrió, sin sorpresa alguna, que Hélio estaba guardando los mandamientos y tenía una comprensión sólida del Evangelio.
El día del bautismo, el 1 de junio de 1957, Hélio fue a la casa de la misión, el único lugar en São Paulo donde los santos tenían una fuente bautismal. Él y Nair habían hablado más temprano sobre su propio deseo de ser bautizada, pero ella quería estudiar un poco más antes de unirse a la Iglesia. Hélio podía entender ese deseo.
La fuente bautismal estaba en el patio trasero de la casa de la misión. Era un día frío y, cuando Hélio entró en la fuente, el agua fría lo sobresaltó. Sin embargo, conforme salía del agua, recién bautizado, lo envolvió una calidez reconfortante. La alegría inundó su ser y permaneció con él el resto del día.