Capítulo 23
Todo lo posible
El miércoles 6 de noviembre de 1985, la Presidenta General de las Mujeres Jóvenes, Ardeth Kapp, miró por la ventana de su oficina en Salt Lake City. Una bandera cercana flameaba a media asta en honor al presidente Spencer W. Kimball, que había fallecido la noche anterior. El deterioro de la salud del profeta lo había mantenido mayormente fuera de la escena pública durante varios años, por lo que su muerte no fue una sorpresa. Sin embargo, Ardeth sintió profundamente su pérdida.
Se enteró de la noticia cuando ella y la Mesa Directiva General de las Mujeres Jóvenes estaban preparándose para la primera transmisión vía satélite para las Mujeres Jóvenes. Dicha transmisión se había programado para ese domingo, y los líderes de la Iglesia decidieron continuar con ella, a pesar del fallecimiento del profeta.
Ardeth y la mesa directiva llevaban meses planificando el evento. Para presentar los siete nuevos valores de las Mujeres Jóvenes, Ardeth le había pedido a Janice Kapp Perry, prima de su esposo y prolífica compositora Santo de los Últimos Días, que escribiera una canción para la transmisión. También pidió permiso para preparar un número especial de New Era, la revista de la Iglesia para los jóvenes, a fin de promover aún más los valores.
Después de calcular el costo de la edición, unos cincuenta céntimos por ejemplar, visitó al élder Russell M. Nelson, el consejero de su presidencia en el Cuórum de los Doce Apóstoles, para que aprobara ese gran gasto. Ella sabía que el élder Nelson tenía nueve hijas, e intentó poner el costo en perspectiva. “Élder Nelson”, preguntó ella, “¿vale cincuenta céntimos una mujer joven?”.
El élder Nelson sonrió. “Ardeth, usted es muy lista”, le dijo. El Consejo Ejecutivo del Sacerdocio pronto aprobó el número especial y lo tradujo a dieciséis idiomas.
El 10 de noviembre, el día después del funeral del presidente Kimball, las mujeres jóvenes colmaron el Tabernáculo de Salt Lake. Las Presidencias Generales de la Sociedad de Socorro y de la Primaria, muchas Autoridades Generales y líderes de las anteriores presidencias de las Mujeres Jóvenes se sentaron en el estrado junto a Ardeth y las miembros de su mesa directiva.
Un coro de cuatrocientas mujeres jóvenes dio comienzo a la reunión cantando “Los jóvenes santos de Sion”, un himno escrito expresamente para el nuevo himnario de la Iglesia, publicado tres meses antes. El élder Nelson dio el primer discurso.
“Esfuércense por arraigarse en Cristo el Señor”, instó a las mujeres jóvenes. “Estrechen los lazos que las ligan en unión, arraigadas en la verdad, procurando enseñar y testificar, preparándose para bendecir a otras personas con los frutos del Espíritu”.
Cuando él terminó, Ardeth se acercó al púlpito para presentar la nueva máxima de las Mujeres Jóvenes, “Defendamos la verdad y la rectitud”, basada en la promesa del Señor en Moisés 7:62: “Haré que la justicia y la verdad inunden la tierra como con un diluvio”.
“En esta época en que vivimos, el adversario ostenta abiertamente su poder y muchos están siendo engañados”, dijo a las mujeres jóvenes. “Si esas personas pudieran verlas a ustedes, ¿percibirían algo visiblemente diferente del resto que les permitiera identificar el camino correcto, la verdad y el refugio que buscan? ¿Estarían ustedes en disposición de defender la rectitud y ser un ejemplo de ella?”.
La transmisión continuó con un video en el que se presentaron los siete valores. A continuación, una joven de Filipinas se puso de pie y repitió los valores, uno por uno, a medida que las coloridas banderas que representaban cada principio se desplegaban en el anfiteatro. La segunda consejera, Maurine Turley, presentó entonces el nuevo lema de las Mujeres Jóvenes, y la congregación lo recitó al unísono:
Somos hijas de un Padre Celestial que nos ama y nosotras lo amamos a Él. Seremos “testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar” a medida que procuremos vivir de acuerdo con los valores de las Mujeres Jóvenes.
El coro interpretó la canción de Janice Kapp Perry “Yo tengo fe”, y el élder Gordon B. Hinckley pronunció las palabras de clausura. Después de eso, mientras el coro y la congregación cantaban el himno “A vencer”, doscientas mujeres jóvenes caminaron por los pasillos con las banderas de los siete colores que representaban los nuevos valores.
Ardeth no cabía en sí de gozo. “¡La charla fogonera de las Mujeres Jóvenes fue GLORIOSA!”, escribió en su diario. Había comenzado un nuevo capítulo para las mujeres jóvenes de la Iglesia.
La mañana después de la transmisión de las Mujeres Jóvenes, el presidente Ezra Taft Benson, de ochenta y seis años, se paró frente a un atril en el Edificio de la Administración de la Iglesia. El Cuórum de los Doce Apóstoles lo había ordenado recientemente como Presidente de la Iglesia, y había llegado el momento de anunciar la noticia a los medios. Sus consejeros en la Primera Presidencia, Gordon B. Hinckley y Thomas S. Monson, estaban sentados detrás él. Los periodistas y las cámaras llenaban la sala.
Después de enterarse de la muerte del presidente Kimball, el presidente Benson se había sentido débil, más débil que nunca. Sin embargo, la influencia del Espíritu había descansado de manera poderosa sobre él. En el funeral del presidente Kimball, había honrado al difunto profeta definiéndolo como un hombre de gran humildad, mansedumbre y fe. “Él conocía al Señor”, testificó el presidente Benson. “Sabía cómo hablar con Él y cómo recibir respuestas”.
Bajo el liderazgo del presidente Kimball, la Iglesia había crecido en casi dos millones de miembros, muchos de ellos en Latinoamérica. Entre los cientos de estacas organizadas durante su presidencia se encontraban las primeras estacas de Bolivia, Colombia, Nicaragua, Paraguay, Puerto Rico y Venezuela. Para manejar ese crecimiento, había creado y ampliado el Primer Cuórum de los Setenta, y había abogado por el liderazgo en los consejos de Área, regionales y familiares.
Además, el presidente Kimball había hecho hincapié en la necesidad de los templos, la obra misional y el estudio del Evangelio. Durante su presidencia, se dedicaron veintiún templos y la cantidad de misioneros de tiempo completo aumentó de 17 000 a más de 29 000. En 1979, la Iglesia había publicado una edición de la versión Reina-Valera de la Biblia con mapas, una Guía para el Estudio de las Escrituras, extractos de la traducción inspirada de la Biblia que hizo José Smith y miles de notas al pie de página y pasajes correlacionados de las Escrituras de los Santos de los Últimos Días. Dos años más tarde, en 1981, la Iglesia había publicado ediciones similares del Libro de Mormón, Doctrina y Convenios, y la Perla de Gran Precio. Doctrina y Convenios incluía dos nuevas secciones —la 137 y la 138—, que recogían las revelaciones de José Smith y Joseph F. Smith sobre la redención de los muertos y el ministerio del Salvador en el mundo de los espíritus. En esa edición también se publicó el histórico anuncio de la revelación que extendía las bendiciones del sacerdocio y del templo a todos los santos dignos, independientemente de su raza.
En el funeral, el presidente Benson se refirió a esta revelación como una de las más importantes de la dispensación. “Esa revelación”, declaró, “abre las puertas a la exaltación de millones de hijos de nuestro Padre”.
Ahora, el presidente Benson contemplaba el futuro y estaba deseoso de edificar sobre el legado del presidente Kimball. Aún había muchos desafíos, antiguos y nuevos, que los santos debían afrontar. Los grupos nacionalistas de Latinoamérica llevaban muchos años molestos por el hecho de que la Iglesia enviaba misioneros y líderes de misión de los Estados Unidos al extranjero, y su oposición comenzaba a amenazar la seguridad de los miembros de la Iglesia en esa región. Además, el presidente Benson estaba preocupado por las personas de Europa Central y Oriental, donde la mayoría de los países mantenían las puertas cerradas a la Iglesia.
Mientras tanto, en Utah, un miembro de la Iglesia llamado Mark Hofmann había sido recientemente objeto de investigación tras la explosión de tres bombas en el área de Salt Lake City que mataron a dos personas. Mark era un comerciante de documentos poco comunes que había vendido varios artículos a la Iglesia. Algunos de esos documentos contenían información que generaba dudas en cuanto al relato tradicional de la historia de la Iglesia, lo cual llevó a algunas personas a cuestionar su fe. Si bien se había puesto en duda la autenticidad de esos documentos, el incidente llamó la atención en todo el mundo, y los informes a menudo se referían a la Iglesia de manera desfavorable.
Cuando el presidente Benson compareció ante la prensa, también sabía que las personas tenían preguntas sobre su propia presidencia. Durante toda su vida, había sido parte activa del Gobierno, y algunas personas se preguntaban cómo influirían sus opiniones en las decisiones que tomara como Presidente de la Iglesia.
“Mi corazón se ha llenado de un amor y una compasión abrumadores por todos los miembros de la Iglesia y por los hijos de nuestro Padre Celestial en todas partes”, dijo a los medios. “Amo a todos los hijos de nuestro Padre, de toda raza, credo y opinión política”.
Sus planes eran liderar la Iglesia tal como sus predecesores lo habían hecho. Unos años antes, la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce Apóstoles habían anunciado una misión triple de la Iglesia: proclamar el Evangelio, perfeccionar a los santos y redimir a los muertos.
“Debemos seguir haciendo todo lo posible para cumplir esta misión”, declaró el presidente Benson.
A principios de 1986, Manuel Navarro, de dieciséis años, era presbítero en la Rama San Carlos de Nazca, una pequeña ciudad del sur de Perú. La Rama San Carlos era considerada una “unidad básica” de la Iglesia, una designación creada a finales de la década de los setenta para las ramas donde la Iglesia era nueva y tenía pocos miembros. En algunas de esas unidades, entre ellas la Rama San Carlos, los jóvenes y los adultos se reunían en clases y cuórums combinados los domingos.
A Manuel le gustaba reunirse con los poseedores del Sacerdocio de Melquisedec durante la tercera hora de reuniones en la iglesia. Había alrededor de veinte jóvenes poseedores del Sacerdocio Aarónico en la rama, pero menos de la mitad de ellos asistían con regularidad. Reunirse con los élderes de la rama le daba a Manuel la oportunidad de aprender sobre los deberes del Sacerdocio tanto Aarónico como de Melquisedec.
Manuel llevaba dos años siendo miembro de la Iglesia. Se había bautizado con sus padres y su hermana menor. Ahora su padre era presidente de rama, y su compromiso con el Salvador había fortalecido el compromiso de Manuel, ya que consideraba que, “si papá está aquí, es porque es algo bueno”.
Hasta ese momento, 1986 estaba resultando ser un año importante para la Iglesia en Sudamérica. En enero se dedicaron templos en Lima, Perú; y Buenos Aires, Argentina: el tercer y el cuarto templo del continente. La Casa del Señor en Lima servía no solo a Manuel y a los 119 000 Santos de los Últimos Días de Perú, sino también a los más de 100 000 santos que vivían en Colombia, Ecuador, Bolivia y Venezuela. Inmediatamente después de la dedicación, doscientos peruanos y doscientos bolivianos recibieron su investidura.
Pronto, Manuel comenzó su segundo año de Seminario, un programa que la Iglesia había estado implementando en todo el mundo durante más de una década. Anteriormente, la rama de Manuel había impartido las clases de Seminario por las tardes; sin embargo, en 1986, el coordinador regional del Sistema Educativo de la Iglesia en Perú había puesto en marcha el Seminario diario matutino en la mayoría de los 298 barrios y ramas del país. Los miembros de la Iglesia en Perú aprobaban el cambio, y querían que las clases de Seminario se realizaran cerca de los hogares de los alumnos y de sus maestros voluntarios locales.
Las primeras clases de Seminario a las que asistió Manuel se llevaron a cabo en su casa, pero finalmente se trasladaron al centro de reuniones que la rama tenía alquilado. Cada día de la semana, Manuel caminaba unos tres kilómetros (dos millas) para asistir a clase a las seis en punto de la mañana. Al principio, despertarse temprano no fue fácil, pero llegó a disfrutar de asistir a Seminario con los otros jóvenes. Con el estímulo de su maestro, él desarrolló el hábito de orar justo después de despertase por las mañanas, aun cuando eso requiriera levantarse más temprano.
En Seminario, Manuel recibió un juego de tarjetas de “Dominio de las Escrituras”. En ellas había impresos importantes pasajes de las Escrituras que se esperaba que los alumnos de Seminario de todo el mundo aprendieran. Como ese año la clase de Manuel estaba estudiando el Libro de Mormón, el primer versículo del dominio de las Escrituras que aprendió fue 1 Nefi 3:7: “Iré y haré lo que el Señor ha mandado”.
Una maestra de Seminario, Ana Granda, enseñó a Manuel y a sus compañeros de clase acerca de su valor y su destino eternos como hijos de Dios. Al escuchar esa enseñanza, Manuel sintió que había alguien para quien él era importante, y obtuvo un testimonio de que Dios en verdad cuidaba de Sus hijos.
También vio cómo obedecer los mandamientos lo protegía de muchos de los problemas que otros jóvenes de su edad experimentaban. Aunque jugaba al fútbol con amigos que no eran Santos de los Últimos Días, descubrió que sus amigos más cercanos eran los jóvenes de la Iglesia. Los miércoles asistía a las “noches misionales”, en las que hacían juegos y socializaban con los misioneros que servían en el área.
Los amigos de Manuel estudiaban con él, lo apoyaban y lo ayudaban a permanecer en el camino correcto. Cuando iba con su primo a fiestas los sábados por la noche, sus amigos que no pertenecían a la Iglesia nunca les ofrecían alcohol. Sabían que eran Santos de los Últimos Días y respetaban sus creencias.
Más tarde, ese mismo año, Consuelo Wong Moreno, de diecisiete años, visitó a su hermana mayor, Carmen, en Cuernavaca, México. Cuernavaca estaba a unos mil kilómetros (seiscientas millas) al sur de donde vivía Consuelo, en la ciudad de Monterrey. Su padre solía enviarla allí, junto con sus hermanos, durante el verano.
El Templo de la Ciudad de México quedaba lejos de la ciudad natal de Consuelo por lo que, cuando se enteró de que los jóvenes de Cuernavaca efectuarían bautismos por los muertos, Carmen le dio permiso para ir. Ella tuvo entonces una entrevista con el obispo, quien, como no la conocía bien, mostró algunas dudas cuando ella mostró interés en hacer el viaje.
—Mire —dijo Consuelo sacando un viejo recibo de diezmos de su ejemplar de las Escrituras—, ¡yo pago los diezmos!
El obispo sonrió cuando ella desdobló la papeleta y se la entregó. Él siguió con el resto de la entrevista y la encontró digna de ir al templo.
—No se preocupe, hermana —le dijo—. Puede ir y efectuar bautismos.
Poco después, Consuelo tomó un autobús hacia la Ciudad de México con otros jóvenes y adultos del barrio. Cuando llegaron, nadie sabía con certeza dónde estaba el templo, por lo que comenzaron a buscarlo a pie. Era un día brillante y soleado, y el grupo de jóvenes atrajo la curiosidad de los transeúntes mientras recorrían las calles.
Por fin, uno de los hombres jóvenes vio la aguja del templo. “¡Allí está el Moroni!”, exclamó. Consuelo y los demás jóvenes miraron en la misma dirección y, en efecto, ahí estaba la aguja, que se elevaba sobre ellos.
Consuelo nunca antes había visto personalmente una Casa del Señor, y quedó impresionada por su gran tamaño y la arquitectura inspirada en la antigua época mesoamericana. Entraron al templo y los obreros los saludaron amablemente y les dieron instrucciones sobre dónde ir y qué hacer. Consuelo sintió fuertemente el Espíritu cuando fue bautizada por aquellos que habían muerto. Una de ellas era una mujer indígena cuyo nombre permaneció en su mente. Se imaginó cómo sería conocerla en la vida venidera y celebrar la obra que había hecho por ella.
Cuando Consuelo regresó a Monterrey al final del verano, se enteró de que próximamente habría una celebración de Mujeres Jóvenes llamada La Nueva Generación. Después de presentar los siete valores en la transmisión vía satélite, la Presidenta General de las Mujeres Jóvenes, Ardeth Kapp, había invitado a las mujeres jóvenes de todo el mundo a escribir un mensaje personal de esperanza y fe en Jesucristo, y a reunirse luego en sus respectivas áreas para adjuntar cada mensaje a un globo con helio y soltarlos todos juntos al cielo.
“Aunque puede que vivan geográficamente lejos de muchas otras mujeres jóvenes de la Iglesia”, explicó la presidenta Kapp, “queremos que sientan la fuerza de su hermandad y de su número cuando se unen y se comprometen con los valores del Evangelio”.
Consuelo estaba emocionada por compartir el Evangelio con otras personas y quería participar en el evento con las mujeres jóvenes de todo el mundo. Sin embargo, dado que la ciudad de Monterrey restringía las demostraciones religiosas públicas, su grupo de Mujeres Jóvenes no podía participar en la celebración, a menos que recibieran permiso del Gobierno.
Aun así, Consuelo tomó una hoja de papel y escribió una carta a la presidenta Kapp en español. “Soy una Laurel de diecisiete años”, escribió. “Ha pasado una semana desde que me enteré de la celebración de la fe y esperanza que las Mujeres Jóvenes tendrán en todo el mundo. Por lo tanto, siento un gozo especial que me ha llenado y quiero participar”.
En la carta, adjuntó el mensaje que quería enviar y le pidió a la presidenta Kapp que la incluyera en la actividad.
Yo tenía esperanza y no la dejé morir. Desarrollé mi fe y, mientras la nutría, descubrí la caridad, sí, el amor puro de Jesús, cuyo amor perfecto quita todo temor. Entonces descubrí la paz. Descubrí que la paz nos pone en armonía con los demás, respetando sus creencias y tratándolos como hermanos y hermanas.
“Me gustaría que imaginara lo mucho que quiero que alguien reciba y comprenda mi mensaje”, escribió Consuelo a la presidenta Kapp. “Espero que algún día todas las personas que conozco y amo se sientan de la misma manera que nosotros nos sentimos”.
Cuando terminó la carta, la colocó en un sobre y la envió a Salt Lake City.
En agosto de 1986, el presidente Ezra Taft Benson se hallaba al pie del cerro Cumorah, en las afueras de Palmyra, Nueva York. Era un domingo por la mañana y una multitud de alrededor de 8000 personas había acudido a escucharlo hablar en el lugar donde José Smith había recibido las planchas de oro del ángel Moroni.
El presidente Benson y su esposa, Flora, habían asistido al espectáculo al aire libre en el cerro Cumorah la noche anterior. Ese espectáculo, un evento anual desde la década de los años treinta, se representaba durante una semana cada verano y atraía a miles de visitantes. La presentación tenía lugar en la propia colina, e incluía una elaborada escenografía y un enorme elenco de voluntarios que representaban la historia del Libro de Mormón, y culminaba con la impresionante aparición del Salvador resucitado a los nefitas.
Cuando el presidente Benson se dirigió a multitud que había frente a él, centró sus palabras en el texto sagrado en que se basaba el espectáculo.
“El Libro de Mormón fue escrito para nosotros hoy”, dijo. Cuando él era joven, muchos miembros de la Iglesia no estudiaban el Libro de Mormón ni tomaban citas de este y, aunque los santos habían mejorado en esto en los últimos años, creía que se podía mejorar aún más.
“No hemos estado utilizando el Libro de Mormón como debemos”, dijo. “Nuestros hogares no cuentan con la fortaleza suficiente si no lo utilizamos para acercar a nuestros hijos a Cristo”.
Durante décadas, el presidente Benson había suplicado a los santos que vinieran a Cristo por medio del estudio del Libro de Mormón. Como joven misionero en Inglaterra en la década de 1920, había llegado a amar ese libro. En una ocasión, cuando su compañero de misión y él fueron invitados a hablar con un grupo de críticos, el élder Benson se había preparado para predicar acerca de la apostasía. Sin embargo, cuando se puso de pie para hablar, sintió la impresión de dejar a un lado el texto que había preparado y hablar solamente acerca del Libro de Mormón.
El presidente Benson creía fervientemente que el Libro de Mormón podía guiar a las personas a Cristo. Durante las últimas décadas, los líderes de la Iglesia habían hablado más que nunca del Salvador. En 1982, la Iglesia había agregado el subtítulo “Otro Testamento de Jesucristo” al Libro de Mormón, lo cual ponía el énfasis en el Salvador, así como en el lugar esencial que ocupaba ese libro junto con el Antiguo y el Nuevo Testamento. Los líderes de la Iglesia creían que el nuevo subtítulo transmitiría un poderoso testimonio del Salvador y protegería contra las afirmaciones falsas de que los Santos de los Últimos Días no eran cristianos.
Cuando viajaba en calidad de Presidente de la Iglesia y se reunía con los santos, el presidente Benson solía testificar de Jesucristo y del Libro de Mormón como testigo especial de Su divinidad. Y, en su primera conferencia general como Presidente de la Iglesia, instó a los santos a leerlo todos los días.
“El Libro de Mormón no ha sido, ni es hoy en día, la base de nuestro estudio personal, de lo que enseñamos a nuestra familia, de nuestra predicación, ni de la obra misional”, enseñó. “De esto tenemos que arrepentirnos”.
Seis meses después, el 4 de octubre de 1986, volvió a hablar de Jesucristo y del Libro de Mormón en la conferencia general. “El Libro de Mormón es la piedra clave de nuestro testimonio de Jesucristo, quien a la vez es la piedra angular de todo lo que hacemos”, testificó el presidente Benson.
“Hay un poder en el libro que empezará a fluir en la vida de ustedes en el momento en que empiecen a estudiarlo seriamente”, prometió. “Encontrarán mayor poder para resistir la tentación; encontrarán el poder para evitar el engaño; encontrarán el poder para mantenerse en el camino estrecho y angosto”.
El 11 de octubre de 1986, las mujeres jóvenes de toda la Iglesia participaron en la celebración La Nueva Generación. La presidenta Ardeth Kapp lideró la actividad desde el Colegio Universitario Ricks, la escuela universitaria de la Iglesia en Rexburg, Idaho. Un frío viento soplaba con fuerza por el campus cuando la presidenta Kapp habló con las mujeres jóvenes en un auditorio antes de que todas salieran para soltar los globos que portaban mensajes de esperanza, amor y paz. En otros lugares del mundo, las mujeres jóvenes escucharon una grabación del mismo mensaje antes de salir también a soltar los globos al cielo.
“El Padre Celestial conoce a la generación de la que ustedes forman parte”, declaró la presidenta Kapp. “Ahora son llamadas a dar un paso al frente, a ejercer su influencia y convertirse en una fuerza poderosa para la rectitud”.
A más de 2200 km (1400 millas) de distancia, en Monterrey, México, la restricción de demostraciones religiosas impidió que Consuelo Wong Moreno soltara un globo el 11 de octubre. No obstante, poco después se sorprendió al recibir una carta personal de la presidenta Kapp. La carta estaba en inglés, por lo que Consuelo hizo todo lo que pudo por descifrar su significado. Cuando su hermana mayor, Aida, llegó a casa, la ayudó a traducirla.
“Estimada Consuelo”, escribió la presidenta Kapp, “recibí tu hermosa carta en la que expresabas tu esperanza de participar en la ‘celebración de fe y esperanza que las Mujeres Jóvenes realizarían’. Quería que supieras que una joven de aquí envió tu mensaje en un globo”.
La presidenta Kapp le dijo a Consuelo que había mencionado su carta cuando habló a las mujeres jóvenes en el Colegio Universitario Ricks. Consuelo se sintió honrada de que la presidenta Kapp hubiera compartido sus palabras con tantas personas. Se sentía más fuerte al saber que las mujeres jóvenes de todo el mundo estaban tan emocionadas como ella de difundir el Evangelio.
Semanas más tarde, después de mucha oración, las mujeres jóvenes de Monterrey recibieron el permiso del Gobierno local para realizar su propia celebración de La Nueva Generación. Consuelo y Aida se unieron a cien mujeres jóvenes y líderes de varias estacas en una plaza en el centro de la ciudad. Llegaron antes del amanecer, y el cielo se iluminó poco a poco a medida que se juntaban en grupos y ayudaban a inflar globos blancos. Consuelo amarró su testimonio escrito a mano a su globo con una cinta y lo soltó al cielo con los demás.
Mientras veía cómo su globo se alejaba flotando, esperaba que aterrizara en algún lugar seguro para que alguien pudiera encontrarlo y leer su mensaje.
Poco tiempo después, Consuelo completó sus metas del Progreso Personal. Ella y las otras mujeres jóvenes de su barrio habían comenzado a aprender acerca de los nuevos valores y los colores asociados a ellos. Cada domingo, su clase de Laureles recitaba el nuevo lema de las Mujeres Jóvenes, que les recordaba que eran hijas de Dios con un destino divino. Consuelo estaba agradecida de saber que Dios tenía un plan para ella y se preocupaba por su bienestar.
En enero de 1987, Consuelo recibió un reconocimiento público por completar el Progreso Personal durante el programa de Nuevos Comienzos, una celebración anual para las mujeres jóvenes y sus familias que se realizaba en los barrios y las ramas de la Iglesia. Nuevos Comienzos era la oportunidad de dar la bienvenida a las niñas al programa, celebrar los logros de las mujeres jóvenes y animarlas en sus esfuerzos. En el barrio de Consuelo, la presidenta de Mujeres Jóvenes invitó a los padres a ayudar a sus hijas a completar las metas del Progreso Personal. Después de eso, varias mujeres jóvenes, cada una vestida de uno de los nuevos colores del programa, hablaron sobre los valores. Luego, el obispo entregó unos medallones a Consuelo y a otras mujeres jóvenes que habían completado su paso por el Progreso Personal.
Consuelo se sentía orgullosa de sí misma por haberlo acabado, y llevaba su medallón como si llevara un trofeo. Cada vez que llamaba la atención de alguien que no era miembros de la Iglesia, ella explicaba lo que representaba y cómo lo había obtenido.