Capítulo 18
Todas las bendiciones del Evangelio
En la tarde del 9 de marzo de 1977, Helvécio Martins estaba con los periodistas en el sitio de la construcción del Templo de São Paulo, Brasil. El presidente Spencer W. Kimball había llegado al país para la ceremonia de la piedra angular del templo y alrededor de tres mil personas estaban allí para presenciar el evento, algunas de las cuales llevaban sombrillas para protegerse del sol abrasador. Como director de Relaciones Públicas de la Región Brasil Norte de la Iglesia, Helvécio estaba allí para ayudar a los periodistas que cubrían el evento.
Helvécio había aceptado el llamamiento para servir en relaciones públicas de la Iglesia tres años antes. Le pareció que eso era una enorme confianza para encargar a un miembro nuevo, pero se sumergió en el llamamiento y aprovechó su prominencia como ejecutivo empresarial para establecer importantes contactos en los medios de comunicación y abrir puertas a la Iglesia.
Parte de las nuevas tareas de Helvécio consistían en difundir información sobre el templo. El edificio ya estaba terminado en un tercio y sus muros se alzaban sobre el suelo. El arquitecto de la Iglesia, Emil Fetzer, quería mármol blanco italiano para el exterior del templo, pero cuando esa y otras opciones resultaron inviables, trajo a un artesano para que enseñara a los miembros locales de la Iglesia a fabricar bloques de piedra moldeada directamente en el sitio del templo.
Los santos brasileños, junto con santos de otras partes de Sudamérica y de la nación de Sudáfrica, habían hecho muchos sacrificios financieros para ayudar a financiar la construcción del templo. En Brasil, los santos pagaron el 15 % del costo total. La esposa de Helvécio, Rudá, había donado al fondo joyas que había recibido de sus padres.
Si bien Helvécio y Rudá esperaban con ansias la finalización del templo, lamentaban no poder participar en las investiduras y los sellamientos por ser de raza negra. En una ocasión, mientras recorrían las estructuras de acero y los pisos sin terminar del templo, se detuvieron en un terreno. El Espíritu tocó sus corazones. Ellos se hallaban en el lugar donde estaría el salón celestial.
Abrazados, lloraron. “No te preocupes —dijo Helvécio—. El Señor lo sabe todo”.
Mientras Helvécio esperaba que comenzara la ceremonia de la piedra angular, miró al presidente Kimball, que estaba sentado en un pequeño escenario junto a los muros del templo. El profeta parecía hacerle señas, pero Helvécio no estaba seguro. Vio al presidente Kimball susurrarle algo al élder James E. Faust, un miembro recién llamado del Primer Cuórum de los Setenta que había servido en una misión en Brasil durante la década de 1940. El élder Faust miró entonces a Helvécio. “Venga —dijo gesticulando con la boca—. Él quiere hablar con usted”.
Helvécio se excusó rápidamente y se acercó al escenario. Al llegar, el presidente Kimball se puso de pie y lo abrazó. Luego lo rodeó con el brazo y lo miró. “Hermano, la consigna para usted es la fidelidad — le dijo—. Permanezca fiel y disfrutará de todas las bendiciones del Evangelio”.
Helvécio agradeció el gesto, pero estaba confundido. ¿Qué quiso decir el presidente Kimball?
Más tarde, una vez colocada la piedra angular y finalizada la ceremonia, el presidente Kimball se acercó a Helvécio y le tomó la mano con firmeza. Luego puso la otra mano sobre el brazo de Helvécio.
—No lo olvide, hermano Martins —dijo—. No lo olvide.
Más tarde ese mismo año, en la República Democrática Alemana, Henry Burkhardt vio a una funcionaria de Alemania Oriental sentada en la primera fila en una reunión especial de la Iglesia en Dresde. Se llamaba señora Fischer y supervisaba la actividad religiosa local del área. Durante más de dos años, Henry no había hecho ningún esfuerzo por hacer amigos en el Gobierno de Alemania Oriental. Le había pedido a la señora Fischer que viniera por obligación.
La reunión era especial porque el propio presidente Kimball estaba allí. Él estaba terminando un recorrido de la Iglesia por siete países de Europa y tenía solo unas horas para reunirse con los santos de la RDA. El evento se llevó a cabo una tarde a mitad de semana, un momento poco oportuno para una reunión, pero alrededor de mil doscientos santos llenaron los asientos y el espacio para estar de pie.
Henry no tenía idea de lo que tenía pensado hablar el presidente Kimball. La RDA prestaba atención a las palabras de los líderes de la Iglesia y Henry y otros santos de Alemania Oriental a menudo se preocupaban cuando una Autoridad General condenaba públicamente el comunismo. Ese tipo de discursos ofendía al Gobierno y exponía a los santos de Alemania Oriental al riesgo de sufrir represalias.
Cuando el presidente Kimball comenzó a hablar desde el púlpito en Dresde, Henry tuvo poco de qué preocuparse. El profeta habló del duodécimo Artículo de Fe: “Creemos en estar sujetos a los reyes, presidentes, gobernantes y magistrados; en obedecer, honrar y sostener la ley”. Creía que la Iglesia actuaba mejor cuando respetaba ese precepto.
La charla impresionó tanto a Henry como a la señora Fischer. “Señor Burkhardt —dijo ella después de la reunión—, ¿su presidente habló de ese artículo por mí?”.
—En absoluto —respondió Henry—. Este es un mensaje que todos los santos necesitaban en este momento.
Poco después de la visita del presidente Kimball, Erich Honecker, el principal funcionario de la RDA, habló públicamente de su deseo de trabajar con grupos religiosos para mejorar la humanidad. Aunque sus palabras dieron esperanza a muchos alemanes orientales para el futuro, los funcionarios de la RDA continuaron negando visas a los miembros de la Iglesia que deseaban viajar al Templo de Suiza. El Gobierno no entendía por qué los miembros de la Iglesia tenían que ir a Suiza cuando podían adorar en capillas en la RDA. Además, ellos temían que los santos aprovecharan el viaje para huir del país.
Poco tiempo después, el obispo H. Burke Peterson, primer consejero del Obispado Presidente, llegó a la RDA. Mientras hablaba de las dificultades de los santos para obtener visas para visitar el Templo de Suiza, el obispo Peterson preguntó a Henry: “¿Por qué no sería posible consagrar una sala aquí donde los miembros puedan recibir su investidura?”.
La idea intrigaba a Henry, pero no creía que fuera posible. Sin embargo, tres semanas después, se reunió con algunos funcionarios de Alemania Oriental cuando volvió a surgir el tema de los templos y las visas de viaje. Los funcionarios seguían negándose a ceder, pero creían que se podría llegar a un acuerdo con los santos.
—¿Por qué no construyen un templo aquí? —preguntó un funcionario.
—Eso no es posible —dijo Henry. En la RDA solo había unos cuatro mil doscientos miembros, cifra insuficiente para justificar la construcción de un templo. “Además —dijo—, las ordenanzas del templo deben mantenerse sagradas”. El Gobierno no podría supervisarlas como lo hacía con otras reuniones de la Iglesia.
—No hay ningún problema —dijeron los funcionarios—. Si sus miembros pueden tener aquí la misma experiencia que en Suiza, no necesitan viajar a Suiza.
Henry nunca esperó escuchar esas palabras. Tampoco creía posible que la Iglesia construyera un templo en la RDA. ¡Pero qué cambio se había producido! Ahora podía ver la sabiduría del consejo del presidente Kimball de que mejorara su relación con el Gobierno. “Cuando el profeta te da una asignación —concluyó—, sin duda debes cumplirla”.
Por supuesto, no sabía si la Primera Presidencia aprobaría la construcción de un templo en la RDA, pero iba a preguntar.
A principios de 1977, la propuesta de Enmienda de Igualdad de Derechos (ERA, por sus siglas en inglés) a la Constitución de Estados Unidos dividió a los estadounidenses. Solo faltaba que cuatro estados más aprobaran la ERA para que entrara en vigor. Ese verano, en las convenciones estatales de mujeres que se celebraron antes de la convención nacional de noviembre, se analizaron y cuestionaron la enmienda y otros temas relacionados.
La Presidenta General de la Sociedad de Socorro, Barbara B. Smith, y otros líderes de la Iglesia solían oponerse a la ERA. Cuando estudiaron la enmienda, les preocupó que la amplia aplicación de derechos no tuviera en cuenta las diferencias entre mujeres y hombres. Les preocupaba que la ERA pudiera anular las leyes que protegían los intereses de las mujeres en cuestiones de divorcio, pensión alimenticia y conyugal, servicio militar y otras áreas de la vida cotidiana.
A los líderes de la Iglesia también les alarmaba que muchos defensores de la ERA abogaran por prácticas como el aborto, que la Iglesia condenaba salvo en casos de violación o cuando la salud de la madre corría grave peligro. En definitiva, eran partidarios de una legislación que propiciara la igualdad centrándose en casos concretos de injusticia o falta de equidad en la sociedad.
En los meses previos a la convención nacional, los líderes de la Iglesia alentaron a los santos a participar en el proceso político. Aunque la mayoría de los Santos de los Últimos Días entendían que los líderes de la Iglesia apoyaban las leyes que beneficiaban a las mujeres, algunos de ellos tenían dudas sobre la postura de la Iglesia respecto a la ERA.
El 25 de octubre, Ellie Colton, una presidenta de la Sociedad de Socorro de estaca en Washington D. C., recibió una llamada telefónica de Don Ladd, Representante Regional que había sido presidente de estaca de Ellie. La llamaba porque tenía una solicitud especial de las Oficinas Generales de la Iglesia.
Una destacada partidaria de la ERA celebraría una cena de gala en Washington D. C. para analizar la enmienda y tenía la intención de reunir a mujeres de ambas posturas con respecto al tema, incluidas mujeres Santos de los Últimos Días. Los líderes de la Iglesia querían que Ellie asistiera.
—Si se te da la oportunidad —le dijo el élder Ladd a Ellie—, debes explicar la postura de la Iglesia contra la ERA.
—Hermano Ladd —dijo Ellie—, ni siquiera sé si la entiendo.
—Bueno —le aseguró—, tienes tres días para averiguarlo”.
Después de que terminó la llamada, Ellie se quedó atónita por lo que había aceptado hacer. Siempre había sido una persona pacificadora y alguien que evitaba la confrontación. ¿Cómo podría defender su postura ante una sala llena de mujeres bien informadas? No era solo que no entendía la ERA o la posición de la Iglesia al respecto, sino que también tenía cierta pérdida de audición y le preocupaba que su discapacidad le dificultara entender lo que se decía en la reunión.
De inmediato, Ellie se dirigió a un bosque detrás de su casa para orar. Le habló al Señor de sus numerosos defectos y temores. Luego repasó las bendiciones que tenía en su vida y se comprometió a hacer todo lo que estuviera a su alcance para comprender y explicar la postura de la Iglesia sobre la ERA.
Al regresar a casa, llamó a Marilyn Rolapp, líder de Relaciones Sociales de la Sociedad de Socorro de estaca, y le pidió que la acompañara a la cena. También llamó a una amiga de Utah y le pidió que le enviara más información.
Recibió la información al día siguiente. Ellie y Marilyn comenzaron a estudiar y para cuando se fueron a la cena, se sintieron preparadas para hablar sobre la ERA con cualquier persona. La noche anterior, Ellie se sintió insegura y mentalmente agotada, pero su hija la animó. “Cíñete a los temas que entiendas —le dijo— y, antes de irte a la cama, lee la sección 100, versículo 5 de Doctrina y Convenios”.
Este pasaje de las Escrituras era justo lo que Ellie necesitaba escuchar: “Alzad vuestra voz a este pueblo; expresad los pensamientos que pondré en vuestro corazón, y no seréis confundidos delante de los hombres”.
Sin embargo, cuando Ellie y Marilyn llegaron a la fiesta se enteraron de que los organizadores la habían cancelado por considerar que no sería productiva. La presidenta de la conferencia nacional de mujeres también acababa de celebrar un evento de prensa en el que mencionó a la Iglesia como uno de los diversos grupos “subversivos” que planeaban perturbar la convención.
Preocupada por estos comentarios, Ellie decidió publicar su opinión en un editorial del Washington Post, un periódico con una gran cantidad de lectores a nivel nacional. “La Iglesia no está en contra de los derechos de las mujeres —escribió ella—. Es indigno que los líderes de la conferencia sugieran que nuestra Iglesia es una amenaza para la conferencia simplemente porque su postura oficial difiere de la de ellos”.
Ella explicó las inquietudes de la Iglesia sobre la enmienda y sus efectos sobre la familia. Además, expresó su propio apoyo a medidas tales como la igualdad salarial y de oportunidades profesionales para mujeres como su hija, que tenía pensado estudiar Derecho próximamente.
“Estoy a favor de los derechos de las mujeres. Estoy a favor de corregir las desigualdades —declaró en su editorial—. Me ofende que digan que estoy en contra de los derechos de las mujeres por no estar a favor de la ERA”.
En una tarde fría y nublada de enero de 1978, Le My Lien se subió nerviosa a un automóvil que se dirigía al aeropuerto internacional de Salt Lake City. Iba en camino a encontrarse con su esposo, Nguyen Van The, por primera vez en casi tres años. Le preocupaba lo que iba a pensar él de la vida que había construido para su familia en su ausencia.
Como parte de su misión de atender a las familias, LDS Social Services había acordado con miembros de la Iglesia en Estados Unidos cuidar de unos 550 refugiados vietnamitas, la mayoría de los cuales no eran miembros de la Iglesia. Lien y su familia contaron con el patrocinio de Philip Flammer, profesor de la Universidad Brigham Young, y su esposa, Mildred. Ellos ayudaron a la familia a mudarse a Provo, Utah, donde Lien pudo alquilar, y luego comprar, una casa rodante a un santo de la localidad.
Al principio, Lien tuvo dificultades para encontrar trabajo en Utah. Philip la llevó a una tienda de segunda mano para que se postulara a un puesto de limpieza. Sin embargo, durante la entrevista, el gerente rompió su diploma de escuela secundaria por la mitad y le dijo: “Esto no es válido aquí”. Lien lloró mientras recogía los pedazos, pero luego volvió a unir el diploma con cinta adhesiva y lo enmarcó en la pared para motivar a sus hijos a cursar estudios superiores.
Pronto encontró trabajo temporal recogiendo cerezas en un huerto cercano. Luego trabajó como costurera y aumentó sus ingresos horneando pasteles de boda. Con la ayuda de Philip, también ganó dinero mecanografiando informes para estudiantes de la Universidad Brigham Young.
Mientras Lien luchaba por mantener a su familia, sus hijos se esforzaban por adaptarse a su nueva vida en Estados Unidos. La más joven, Linh, estaba por debajo del peso apropiado y se enfermaba con frecuencia. Los niños, Vu y Huy, tenían dificultades para hacer amigos en la escuela debido a la barrera idiomática y las diferencias culturales. A menudo se quejaban con Lien de que sus compañeros se burlaban de ellos.
En medio de las dificultades de su familia, Lien permaneció fiel al Señor. Asistía regularmente a las reuniones de la Iglesia y seguía orando por su familia y su esposo. “Dame fuerzas”, le suplicaba al Padre Celestial. Enseñó a sus hijos sobre el poder de la oración, ya que sabía que podría ayudarlos a superar sus dificultades.
A finales de 1977, Lien se enteró de que su esposo estaba en un campamento de refugiados en Malasia. Había logrado salir de Vietnam en un viejo barco pesquero después de ser finalmente liberado del campamento de Thành Ông Năm. Ahora estaba listo para reunirse con su familia. Lo único que necesitaba era un patrocinador.
Lien comenzó a trabajar aún más horas a fin de ahorrar suficiente dinero para traer a The a Estados Unidos. La Cruz Roja le dio una lista de todo lo que tenía que hacer para patrocinarlo y ella siguió las instrucciones cuidadosamente. También habló con los niños sobre el regreso de su padre. Su hija no recordaba a The y los niños apenas se acordaban de él. No podían imaginar cómo sería tener un padre.
Al llegar al aeropuerto, Lien se reunió con otros amigos y miembros de la Iglesia que habían ido a dar la bienvenida a The. Algunos sostenían globos que brillaban a la luz del atardecer.
Al poco tiempo, Lien vio a The bajando por una escalera mecánica. Estaba pálido y tenía la mirada perdida, pero al ver a Lien, gritó su nombre. Se acercaron el uno al otro al mismo tiempo y entrelazaron sus manos. Lien sintió una gran emoción.
Luego abrazó a The. “Gracias a Dios en el cielo —susurró ella—; por fin estás en casa”.
Durante los primeros meses de 1978, el presidente Spencer W. Kimball estuvo tan preocupado por la restricción del sacerdocio y del templo de la Iglesia que a menudo le costaba conciliar el sueño. La protesta pública contra la restricción se había calmado en gran medida, pero seguía pensando en los innumerables santos dignos y otras buenas personas a las que eso afectaba. Su reciente viaje a Brasil le recordó los numerosos desafíos que ello planteaba a los santos de todo el mundo.
Toda su vida, el presidente Kimball había sostenido la práctica de la Iglesia de negar el sacerdocio a las personas de ascendencia africana y raza negra, y estaba dispuesto a pasar el resto de su vida haciéndolo. Sin embargo, sabía que el Evangelio restaurado de Jesucristo estaba destinado a inundar la tierra, por lo que pidió a los santos que oraran para que las naciones abrieran sus puertas a la obra misional.
Comenzó a pasar cada vez más tiempo en el Lugar Santísimo del Templo de Salt Lake, un santuario especial contiguo al salón celestial. Allí se quitaba los zapatos, se arrodillaba en oración y humildemente suplicaba al cielo.
El 9 de marzo habló con sus consejeros y el Cuórum de los Doce Apóstoles sobre la raza y el sacerdocio. La reunión duró mucho tiempo. Revisaron las declaraciones de los presidentes de la Iglesia David O. McKay y Harold B. Lee en las que se indicaba que la restricción del sacerdocio terminaría algún día. Sin embargo, los Apóstoles acordaron unánimemente que la práctica no cambiaría hasta que el Señor revelara Su voluntad al profeta.
Antes de que terminara la reunión, el presidente Kimball instó a los Apóstoles a ayunar y orar por el tema. Durante las siguientes semanas, los invitó a estudiar el asunto y a escribir sus reflexiones. Asignó a los élderes Howard W. Hunter y Boyd K. Packer la tarea de compilar una historia de la restricción del sacerdocio y documentar todo lo que se había dicho sobre el tema en las reuniones de la Primera Presidencia y los Doce. El año anterior, también le había pedido al élder Bruce R. McConkie que revisara la base para esa práctica existente en las Escrituras.
Mientras tanto, el presidente Kimball continuó orando acerca de la restricción. Si bien seguía teniendo inquietudes al respecto, estas se volvieron cada vez menos importantes. Sintió una creciente impresión espiritual, profunda y duradera, de seguir adelante. Cuando el élder McConkie presentó un informe sobre sus hallazgos, concluyó que ningún pasaje de las Escrituras impedía a la Iglesia levantar la restricción.
El martes 30 de mayo, el presidente Kimball compartió con sus consejeros un borrador de una declaración que extendía el sacerdocio a todos los hombres dignos, independientemente de su raza.
Dos días después, el 1 de junio, la Primera Presidencia celebró su reunión mensual con todas las Autoridades Generales. Llegaron a la reunión en ayuno, como de costumbre, y al concluir, la Presidencia despidió a todos menos a los Apóstoles.
—Me gustaría que continuaran ayunando conmigo —les dijo. Luego les habló de las numerosas horas que había pasado pidiéndole respuestas al Señor. Un cambio llevaría el Evangelio restaurado y las bendiciones del templo a innumerables santos (hombres, mujeres y niños) en todo el mundo.
—Aún no sé cuál debería ser la respuesta —dijo él—, pero deseo saberla. Sea cual sea la decisión del Señor, la defenderé hasta el límite de mis fuerzas”.
Pidió a todos que compartieran sus ideas y, durante las dos horas siguientes, los Apóstoles hablaron por turnos. Un sentimiento de unidad y paz los invadió.
—¿Les importa si los guío en oración? —preguntó el presidente Kimball.
Se arrodilló ante el altar del templo, rodeado por los Apóstoles. Con humildad y fervor pidió al Padre que los limpiara del pecado para que pudieran recibir la palabra del Señor. Oró para saber cómo expandir la obra de la Iglesia y difundir el Evangelio por todo el mundo. Pidió al Señor que manifestara Su intención y voluntad sobre el tema de extender el sacerdocio a todos los hombres dignos de la Iglesia.
Cuando el profeta terminó la oración, el Espíritu Santo inundó la sala y tocó los corazones de todos los presentes. El Espíritu habló a sus almas y las unió en total armonía. Todas las dudas desaparecieron.
El presidente Kimball se levantó de un salto. Su frágil corazón latía con fuerza. Abrazó al élder David B. Haight, el Apóstol de menor antigüedad y luego a los demás, uno por uno. Los Apóstoles tenían lágrimas en los ojos. Algunos lloraban abiertamente.
Habían recibido la respuesta del Señor.
—Salimos de aquella reunión sumisos, reverentes y llenos de gozo —recordaría más tarde el élder Gordon B. Hinckley—. Todos sabíamos que había llegado el momento de hacer un cambio y que la decisión había venido de los cielos. La respuesta fue clara. Hubo perfecta unidad entre nosotros, tanto en nuestra experiencia como en nuestro entendimiento.
—Fue una ocasión apacible y sublime —declaró él—. La voz del Espíritu susurró con certeza a nuestras mentes y nuestras almas.
“Después de la oración, experimentamos el espíritu de unidad y convicción más dulce que jamás haya experimentado —registró el élder Ezra Taft Benson en su diario—. Nos abrazamos y quedamos muy impresionados con el dulce espíritu que se evidenciaba. Nuestro pecho ardía dentro de nosotros”.
“Fue el acontecimiento más espiritual de toda mi vida —escribió el élder Marvin J. Ashton—. Me dejó débil”.
—Desde el medio de la eternidad, la voz de Dios, transmitida por el poder del Espíritu, habló a Su profeta —atestiguó el élder Bruce R. McConkie—. La oración del presidente Kimball fue contestada al igual que las nuestras. Él escuchó la voz y nosotros escuchamos la misma voz. Toda duda e incertidumbre desaparecieron. Él sabía la respuesta y nosotros también. Todos somos testigos vivientes de la veracidad de la palabra tan bondadosamente enviada desde el cielo.
—La respuesta vino con fuerza a todos nosotros —testificó el presidente N. Eldon Tanner—. No había absolutamente ninguna duda en la mente de ninguno de nosotros.
Ocho días después de la oración del presidente Kimball, Darius Gray estaba sentado en su oficina de una empresa papelera en Salt Lake City cuando una compañera de trabajo asomó la cabeza en la oficina. Le dijo que había oído que la Iglesia ahora estaba dando el sacerdocio a los hombres de raza negra.
—Eso no es gracioso —le dijo Darius, pensando que le estaba haciendo una broma de mal gusto.
—No, en serio —insistió ella. Ella acababa de hablar con un cliente en el Edificio de la Administración de la Iglesia. Había rumores de que el presidente Kimball había recibido una revelación que extendía las bendiciones del sacerdocio y del templo a todos los miembros dignos de la Iglesia.
Escéptico, Darius tomó el teléfono y marcó el número de la oficina del presidente Kimball. Una secretaria le dijo que el presidente Kimball estaba en el templo, pero que él había confirmado que los rumores eran ciertos. Efectivamente, el profeta había recibido una revelación sobre el sacerdocio.
Darius quedó atónito. No podía creer la noticia. Nada lo había preparado para ello. El cambio parecía haber surgido de la nada.
Deseret News publicó un anuncio de la Primera Presidencia ese mismo día. “Al observar la expansión de la obra del Señor sobre la tierra, hemos sentido agradecimiento al ver que los habitantes de muchas naciones han respondido al mensaje del Evangelio restaurado y se han unido a la Iglesia en números cada vez mayores —se leía en el mensaje—. Esto, a la vez, nos ha inspirado el deseo de extender a todo miembro digno de la Iglesia todos los privilegios y bendiciones que el Evangelio proporciona”.
“Él ha escuchado nuestras oraciones y ha confirmado por revelación que ha llegado el día prometido por tan largo tiempo —continuaba el anuncio— en el que todo varón que sea fiel y digno miembro de la Iglesia puede recibir el santo sacerdocio, con el poder de ejercer su autoridad divina y disfrutar con sus seres queridos de toda bendición que de él procede, incluso las bendiciones del templo”.
Después de que Darius escuchó la noticia, fue a la Manzana del Templo. Toda la cuadra vibraba de emoción. Darius habló con un periodista sobre la revelación y luego cruzó la calle hasta la oficina de su viejo amigo Heber Wolsey, quien ahora era director del Departamento de Comunicaciones Públicas de la Iglesia.
Heber no estaba en su oficina, pero su secretaria le pidió a Darius que se quedara. “Sé que él querría verlo”, dijo ella.
Darius esperó. La oficina de Heber daba a la cara este del Templo de Salt Lake. El sol estaba alto y brillante y, a través de la ventana, Darius podía ver brillar las piedras del templo.
Al poco tiempo, Heber regresó a su oficina. En cuanto vio a Darius, lo abrazó entre lágrimas.
—Nunca pensé… —susurró Heber.
Darius miró a su amigo y luego por la ventana hacia el templo. Sabía que la revelación no afectaría solo el presente y el futuro, sino también al pasado. Por primera vez en esta dispensación, personas como él, vivas y muertas, tendrían la oportunidad de recibir todas las ordenanzas disponibles del templo.
Darius volvió a mirar a Heber, cerró los ojos y volvió a abrirlos lentamente.