Capítulo 28
La senda del Señor
—Se ha ido.
El presidente Gordon B. Hinckley se sintió paralizado al pronunciar las palabras por teléfono. Al otro extremo de la línea estaba su esposa, Marjorie; podía oírla llorar. Habían orado para que este día nunca llegara.
Era el 3 de marzo de 1995. Esa misma mañana, el presidente Hinckley se había enterado de que el presidente Howard W. Hunter había fallecido en su casa. El presidente Hunter había estado recibiendo tratamiento para el cáncer y su salud había empeorado rápidamente, pero el presidente Hinckley todavía estaba conmocionado por la noticia. Él y el presidente Thomas S. Monson habían ido de inmediato al apartamento del profeta y habían ofrecido consuelo y aliento a la hermana Inis Hunter. Luego, habían ido a otra habitación donde comenzaron a hacer las llamadas telefónicas necesarias.
Cuando terminó su conversación con Marjorie, el presidente Hinckley sintió una profunda tristeza. Había servido al Señor junto al presidente Hunter durante más de treinta años y ahora había perdido a un amigo bueno, amable y sabio. La muerte del profeta también lo convirtió en el apóstol de mayor antigüedad, lo que significaba que el liderazgo de la Iglesia recaía sobre sus hombros. Inesperadamente, se sintió solo.
“Solo puedo orar y rogar por ayuda”, pensó él.
Cinco días después, el presidente Hinckley presidió el funeral del presidente Hunter en el Tabernáculo de Salt Lake. “La vida mortal para el presidente Hunter ha sido más una misión que una profesión”, dijo a los asistentes. “La suya ha sido una voz potente y orientadora que declaró las enseñanzas del Evangelio de Jesucristo y que llevó adelante la obra de la Iglesia”.
Aunque su presidencia solo duró nueve meses, la más breve de todos los Presidentes de la Iglesia, el presidente Hunter había logrado mucho en su llamamiento. La Primera Presidencia había enviado ayuda humanitaria a las víctimas de la escasez de alimentos en Laos, en el sudeste de Asia; de la guerra civil en Ruanda, en el este de África; y de las inundaciones e incendios en el sur de Estados Unidos. Aunque su estado de salud restringía su capacidad de viajar, había dedicado templos en dos ciudades de EE. UU.: Orlando, Florida, y Bountiful, Utah. El 11 de diciembre de 1994, viajó a la Ciudad de México para organizar la estaca número dos mil de la Iglesia.
Sin embargo, uno de sus mayores legados como apóstol fue su amor por todas las personas, independientemente de su religión. Había tenido una profunda conexión espiritual con la Tierra Santa. Justo antes de su muerte, había planeado volver a Jerusalén con el élder Jeffrey R. Holland, quien ahora era miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles, para una última visita. Se sintió triste cuando su precaria salud le impidió ir.
El 9 de marzo, el día después del funeral del presidente Hunter, el presidente Hinckley se despertó temprano y no pudo volver a dormir. El peso de sus nuevas responsabilidades, y de las decisiones que tenía que tomar, lo abrumaban.
Decidió ayunar y pasar un tiempo a solas en el Templo de Salt Lake. Consiguió una llave de la sala del cuarto piso donde la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce Apóstoles se reunían todas las semanas. Allí se quitó los zapatos, se puso las zapatillas blancas del templo y leyó las Escrituras.
Hubo un momento en que sus ojos se desviaron hacia tres cuadros del Salvador que colgaban de la pared. Uno de ellos representaba la crucifixión y el presidente Hinckley pensó profundamente en el precio que el Salvador había pagado para redimirlo a él. Volvió a pensar en sus enormes responsabilidades como profeta del Señor y lloró mientras lo envolvían sentimientos de ineptitud.
Dirigió su atención hacia un cuadro de José Smith en la pared norte. A su derecha, a lo largo de la pared este, había retratos de todos los Presidentes de la Iglesia, desde Brigham Young hasta Howard W. Hunter. El presidente Hinckley miró los retratos uno por uno. Había conocido personalmente a todos los Presidentes de la Iglesia desde Heber J. Grant. Ellos habían depositado una inmensa confianza en él y él los amaba. Ahora, mientras miraba los retratos, casi parecían cobrar vida. Sintió sus ojos sobre él, animándolo en silencio y prometiéndole su apoyo. No tenía por qué temer.
Se arrodilló y elevó sus preguntas al Señor y, por el poder del Espíritu, recibió Su palabra al respecto. El corazón y la mente del presidente Hinckley se llenaron de paz y seguridad, y supo que tenía la voluntad para seguir adelante con la obra.
Ya había decidido llamar a Thomas S. Monson como su primer consejero. Ahora sentía la impresión de llamar al élder James E. Faust como su segundo consejero. Todavía de rodillas, oró para pedir la confirmación de esta elección y una calidez le inundó el corazón.
Más tarde, mientras reflexionaba sobre su día, el presidente Hinckley se sintió mejor con su nuevo llamamiento. “Espero que el Señor me haya capacitado para hacer lo que Él espera de mí”, escribió en su diario. “Daré a Él toda mi lealtad y ciertamente procuraré Su guía”.
Por esa misma época, Darius Gray y Marie Taylor visitaban regularmente la Prisión Estatal de Utah para reunirse con los cientos de reclusos que estaban extrayendo información genealógica de los registros del Freedman’s Bank.
Los voluntarios trabajaban en un centro de historia familiar adyacente a la capilla de la prisión. Para llegar allí, Darius y Marie tenían que atravesar una red de pesados portones metálicos, puertas cerradas y pasillos vigilados. Darius se había puesto un poco nervioso la primera vez que Marie lo había llevado, sobre todo en las zonas en las que estaban rodeados de prisioneros, pero ahora iba a la prisión cada pocas semanas y se había acostumbrado a ella.
Cuando comenzó el proyecto de extracción, la investigación genealógica estaba experimentando grandes cambios. Las computadoras reemplazaron rápidamente a los archivadores y a los índices impresos, lo que hizo más eficaz el trabajo de recopilación y acceso a los datos. Durante las décadas de 1970 y 1980, la Iglesia había empezado a adaptar la nueva tecnología a la obra del templo y de historia familiar, y a principios de la década de 1990, la Iglesia había desarrollado TempleReady, un programa informático que permitía a los usuarios de los centros locales de historia familiar, incluido el de la prisión, enviar nombres para las ordenanzas del templo con mayor facilidad.
El centro de historia familiar donde trabajaban los reclusos tenía varios lectores de microfilmes a lo largo de las paredes. Marie había trabajado con la Biblioteca de Historia Familiar a fin de obtener una copia del microfilme del Freedman’s Bank para tenerla en la prisión. Después de que los voluntarios extraían la información en un formulario diseñado específicamente para el proyecto, lo llevaban a una sala contigua e introducían la información en una base de datos informática. Bajo la dirección de Marie, los voluntarios verificaban cada uno de los registros varias veces. Dos voluntarios extraían de forma independiente la misma información y, luego, un tercer voluntario comparaba las extracciones con el documento original, para asegurarse de que la información se hubiera transcrito correctamente.
El hombre a cargo del centro de historia familiar de la prisión cumplía cadena perpetua. Él mantenía el trabajo en marcha y bien organizado. Darius quedó impresionado por el entusiasmo de los voluntarios y su atención a los detalles. Los funcionarios de la prisión estaban encantados de informar que los reclusos que trabajaban en los registros del banco normalmente no solían causar problemas entre los demás presos.
El proyecto estaba abierto a todos los reclusos que cumplieran los requisitos, independientemente de sus creencias religiosas. Conforme Darius y Marie trabajaban con los voluntarios, hacían hincapié en la naturaleza espiritual del proyecto. Los presos que habían crecido en la Iglesia comprendían la función de la genealogía en la unión de las familias para la eternidad. Algunos de estos hombres no tenían ninguna posibilidad de salir de prisión, pero encontraban gozo en trabajar para liberar a otros de la prisión espiritual. Darius y Marie siempre empezaban sus reuniones en la cárcel con una oración y animaban a los voluntarios a orar a su manera mientras trabajaban en el proyecto.
A veces, un preso se acercaba a Darius y le pedía una bendición del sacerdocio. Él siempre estaba dispuesto. A medida que ministraba a los hombres que habían cometido toda clase de crímenes y delitos, le invadió la certeza de que eran hijos de Dios.
En aquella época, la Iglesia animaba a sus miembros a enviar nombres de familiares al templo, aunque también podían enviar nombres de personas que no fueran parientes. Los reclusos utilizaban regularmente TempleReady para aprobar nombres del proyecto del Freedman’s Bank para las ordenanzas del templo. Para ayudar en esta labor, Marie creó un “archivo familiar” del templo con el nombre de Elijah Able, uno de los primeros Santos de los Últimos Días de raza negra. El archivo estaba disponible para los participantes de los Estados Unidos y Sudáfrica. Si los participantes quisieran efectuar ordenanzas para alguien de los registros del Freedman’s Bank, simplemente podrían ir al templo y solicitar un nombre del archivo familiar.
Una tarde, Darius y Marie fueron al Templo de Jordan River en South Jordan, Utah, con varios amigos para realizar sellamientos de familias de los registros del Freedman’s Bank. Aunque el grupo estaba formado por unas veinte personas, necesitaron la ayuda de otras personas en el templo. Hasta la noche, estuvieron sellando a familias que habían sido cruelmente separadas en vida por la esclavitud.
Antes de ir al templo, Darius y Marie habían hablado con los internos sobre su visita al templo. Darius había elegido el Templo de Jordan River porque era el más cercano a su casa, pero también resultaba ser el más cercano a la prisión.
Esa noche, varios reclusos que trabajaban en el proyecto se agolparon junto a una ventana en un rincón de la prisión. La ventana era angosta, pero ofrecía una vista del valle del Lago Salado, incluido el Templo de Jordan River.
Aunque los voluntarios no pudieron estar allí en persona, apoyaron en silencio a Darius y a Marie en la sagrada labor.
Durante su primer año como Presidente de la Iglesia, Gordon B. Hinckley siguió desde la distancia a la Iglesia en Asia. La construcción del Templo de Hong Kong había comenzado en enero de 1994 y el presidente Hinckley recibía actualizaciones periódicas sobre su progreso. También deliberaba en consejo con los líderes del Área Asia para ayudarlos a planificar los eventos de la dedicación del templo.
Estaba encantado con el progreso de la Iglesia en la región. Desde 1955, la Iglesia en Asia había pasado de mil miembros a casi seiscientos mil. Japón, Corea del Sur, Taiwán y Filipinas eran ahora centros de fortaleza con templos propios. La Iglesia empezaba a crecer en lugares como Tailandia, Mongolia, Camboya, India y, nuevamente, en Vietnam. En toda Asia, una nueva generación de jóvenes Santos de los Últimos Días fieles estaba marcando la diferencia.
En Taiwán, Kuan-ling “Anne” Liu acababa de terminar su último curso en el Taipei First Girls High School, donde era la única Santo de los Últimos Días de un alumnado de más de cuatro mil estudiantes. Como muchos estudiantes de Taiwán, Anne tenía un horario muy exigente. Se despertaba poco antes de las 6:00 de la mañana, se subía a un autobús a las 6:30 y pasaba las siguientes nueve horas en la escuela. Después de la cena, estudiaba en una sala de clases unas horas más antes de tomar el autobús de vuelta a casa a las ocho de la noche.
Aun así, cada noche, antes de irse a dormir, Anne reservaba tiempo para leer las Escrituras. Cada vez más líderes de la Iglesia hacían hincapié en el estudio diario de las Escrituras como un componente esencial de la adoración de los Santos de los Últimos Días. Anne sentía que la oración y el estudio de las Escrituras la ayudaban a evitar el desánimo y a aprender más en sus estudios. Los domingos, cuando muchos de sus compañeros estaban estudiando para la escuela, ella asistía a una clase de Seminario antes de sus reuniones regulares de la Iglesia en Taipéi. También prestaba servicio como pianista del barrio.
“Si voy a la reunión sacramental y escucho los discursos”, se dio cuenta, “mi vida es siempre más positiva y feliz”.
Mientras tanto, en Mongolia, Soyolmaa Urtnasan, de veintiún años, enseñaba a las jóvenes de su rama en Ulán Bator, la capital. De los varios cientos de miembros de la rama, la mayoría eran adolescentes o veinteañeros y habían sido miembros por menos de un año. La propia Soyolmaa había sido bautizada hacía solo unos meses y estaba llena de entusiasmo. Cuando era adolescente, sus padres murieron con un año de diferencia, lo que dejó a Soyolmaa enfadada con Dios.
“Yo era una persona de ‘dos caras’”, recordaba ella, “feliz y extrovertida por fuera, miserable y tímida por dentro”. Para mitigar su dolor, acudía a fiestas y recurría al alcohol.
Las cosas empezaron a cambiar cuando una amiga que estaba investigando la Iglesia la invitó a una reunión sacramental. Ese primer domingo, Soyolmaa sintió una paz y una pertenencia que nunca antes había experimentado. Pronto aprendió que podía convertirse en una persona nueva a través de Jesucristo. Cuando escuchó el Plan de Salvación, se deshizo en lágrimas.
“Supe que estaba en el lugar correcto”, recordó. Al poco tiempo se convirtió en una de las primeras misioneras de Mongolia.
Mientras tanto, en Tailandia, los santos comprendían la importancia de los templos y hacían sacrificios para llegar a ellos. En 1990, unos doscientos santos tailandeses volaron a Filipinas para asistir a la Casa del Señor en Manila. El viaje era costoso, por lo que muchos santos ahorraron durante más de un año para tener dinero suficiente para el pasaje de avión.
Como presidente del distrito de Khon Kaen, en el centro de Tailandia, Kriangkrai Phithakphong fue testigo directo de esos sacrificios cotidianos. Muchos miembros del distrito eran pobres. Algunos, sin un trabajo fijo ni ingresos regulares, apenas tenían dinero para sobrevivir. Sin embargo, servían activamente en la Iglesia y asistían a sus reuniones incluso cuando tenían que recorrer largas distancias a pie, en bicicleta o en autobús.
“Cuando viajamos a Manila, fue un hito en la historia de la Iglesia en Tailandia”, recordó Kriangkrai. “Todos trabajaron arduamente para reunir el dinero necesario para ir”. Incluso su hija de diez años vendió carbón para ayudar a la familia a pagar el viaje. Finalmente, Kriangkrai, su esposa, Mukdahan, y sus hijos llegaron al templo, y su experiencia allí hizo que todo el esfuerzo y el sacrificio valieran la pena.
“Sellarnos juntos en el templo trajo un espíritu especial a nuestra familia”, testificó Kriangkrai. “Ahora, no solo nuestro hijo de dieciséis años quiere ir a una misión, sino que sus dos hermanas menores también quieren ir”.
La noche del 9 de agosto de 1995, Celia Ayala de Cruz, de cincuenta y nueve años, decidió ir a pie a su actividad de la Sociedad de Socorro. Le gustaba llegar puntual a las reuniones y la persona que le había prometido llevarla a la Iglesia no había aparecido. Afortunadamente, el centro de reuniones quedaba a solo ocho minutos caminando desde su casa. Si salía enseguida, podría llegar a la Iglesia con unos minutos de sobra. La actividad era una clase de acolchado y ella era quien la iba a enseñar.
Celia vivía en Ponce, una ciudad de la costa sur de Puerto Rico, en el mar Caribe. Los misioneros llevaban sirviendo en el Caribe desde la década de 1960, especialmente en Puerto Rico y, más tarde, en República Dominicana; dos países que contaban ya con decenas de miles de santos. El Evangelio restaurado también había echado raíces en otras naciones y territorios insulares, y había llegado a personas de diversas culturas, religiones, lenguas y etnias. Ahora se podía encontrar a santos en ciudades, pueblos y aldeas de todo el Caribe.
Celia salió para su reunión, llevando en su bolso un billete de cinco dólares y un ejemplar del Libro de Mormón envuelto en papel de regalo. Desde que el presidente Ezra Taft Benson había desafiado a los santos a renovar su enfoque en el Libro de Mormón, ella y otros miembros de la Iglesia habían buscado oportunidades para compartir el libro con los demás. El Programa del Libro de Mormón de familia a familia había animado a los santos a escribir sus testimonios en el interior del libro antes de regalarlo. Al principio, los Santos de los Últimos Días tenían que comprar sus propios ejemplares del Libro de Mormón, pero en 1990 la Iglesia creó un fondo de donaciones para proporcionar el libro gratuitamente a cualquier persona en el mundo.
Desde que se unió a la Iglesia dieciséis años antes, Celia había leído el Libro de Mormón varias veces. Ahora, una compañera de trabajo estaba pasando por un momento difícil en su matrimonio y Celia creía que el libro podría ayudarla. Había puesto un ejemplar del libro en una caja de regalo, la había envuelto en un bonito papel y le había puesto una cinta. En la caja, también había incluido una postal con su dirección y su testimonio escrito del Libro de Mormón. Llevaba el libro a la Iglesia esa noche para mostrarles a sus hermanas de la Sociedad de Socorro cómo podían compartir el Libro de Mormón con los demás.
Cuando se acercaba al centro de reuniones, Celia decidió tomar un atajo por detrás de un parque. Al pasar por una reja, un joven alto con un cuchillo se abalanzó sobre ella. La empujó y ella cayó de espaldas sobre unos matorrales.
—Estás asaltando a una sierva del Señor —le dijo Celia.
El joven no dijo nada. Al principio, Celia pensó que la iba a matar, pero entonces, le arrebató el bolso y rebuscó en él hasta que encontró el billete de cinco dólares y el Libro de Mormón envuelto para regalo. Una sensación de calma se apoderó de ella. Sabía que el joven no iba a lastimarla.
“Señor”, oró ella en silencio, “si esa es la forma que has elegido para que este muchacho se convierta al Evangelio, él no me va a matar”.
Empuñando su cuchillo, el joven tomó el dinero y el Libro del Mormón y desapareció en la oscuridad de la noche.
Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, Willy Binene seguía viviendo con su familia en Luputa, Zaire. No era la vida que había imaginado como estudiante de ingeniería eléctrica en Lubumbashi. Luputa era una comunidad agrícola y, mientras continuaran los conflictos étnicos cerca de su hogar en Kolwezi, él y su familia se quedarían en Luputa y trabajarían la tierra.
Afortunadamente, el padre de Willy le había enseñado a cultivar la tierra cuando era niño, así que ya conocía los fundamentos del cultivo de frijoles (porotos), maíz, mandioca (yuca) y cacahuetes (maní). Sin embargo, hasta que llegó la primera cosecha de frijoles (porotos), la familia tuvo muy poca comida. Cultivaban para subsistir y lo poco que les sobraba de sus cosechas lo vendían para comprar sal, aceite, jabón y algo de carne.
De los santos que huyeron de Kolwezi en busca de seguridad, unos cincuenta se habían instalado en Luputa. No había ninguna rama en el pueblo, pero se reunían todas las semanas en una casa grande para adorar. Aunque varios hombres del grupo poseían el sacerdocio, entre ellos el expresidente del distrito de Kolwezi, no se sentían autorizados para celebrar la reunión sacramental. En cambio, realizaban una clase de Escuela Dominical, en la que cada élder se turnaba para dirigir la reunión.
Durante este tiempo, Willy y sus compañeros santos hicieron varios esfuerzos por comunicarse con las oficinas de la misión en Kinsasa, pero no tuvieron éxito. Aun así, siempre que los santos ganaban dinero, apartaban su diezmo, esperando el momento en que pudieran entregarlo a un líder autorizado de la Iglesia.
Un día, en 1995, la familia de Willy decidió enviarlo de vuelta a Kolwezi para intentar vender su antigua casa. Sabiendo que vería allí al presidente de distrito, los santos de Luputa consideraron que era su mejor oportunidad para pagar el diezmo. Pusieron el dinero en sobres, se los dieron a Willy y a otro miembro de la Iglesia que viajaría con él, y los despidieron.
Durante los cuatro días de viaje en tren hasta Kolwezi, Willy escondió la bolsa con los sobres del diezmo bajo su ropa. Él y su compañero de viaje estaban nerviosos y asustados durante el trayecto. Dormían en el tren y solo bajaban en las estaciones para comprar fufú y otros alimentos. También les preocupaba viajar a Kolwezi, que seguía siendo hostil con los kasaireños, pero hallaron aliento en la historia de la ocasión en que Nefi recuperó las planchas de bronce. Confiaban en que el Señor los protegería a ellos y al diezmo.
Cuando por fin llegaron a Kolwezi, encontraron la casa del presidente de distrito, quien los invitó a quedarse con él. Varios días después, los nuevos líderes de la Misión Zaire Kinsasa, Roberto y Jeanine Tavella, llegaron a la ciudad, y el presidente del distrito les presentó a Willy y a su compañero de viaje.
—Ellos eran miembros de la rama de Kolwezi —les explicó el presidente de distrito—. Debido a lo sucedido, se trasladaron a Luputa. Y ahora han venido y querían conocerlo a usted.
—Cuéntenme más —dijo el presidente Tavella—. ¿Son de Luputa?
Willy le contó al presidente sobre su travesía y cuánto habían viajado. Luego, sacó los sobres con los diezmos. “Este es el diezmo de los miembros de Luputa”, dijo él. “Apartaron sus diezmos porque no sabían adónde llevarlos”.
Sin decir una palabra, el presidente y la hermana Tavella comenzaron a llorar. “¡Cuánta fe tienen ustedes!”, dijo finalmente el presidente de misión, con voz entrecortada.
Willy se sintió lleno de sentimientos de gozo y paz. Él creía que Dios bendeciría a los santos de Luputa por pagar el diezmo. El presidente Tavella les aconsejó que tuvieran paciencia. “Cuando vuelvas, diles a todos en Luputa que los amo”, dijo. “Son bendecidos por el Padre Eterno, porque nunca he visto tanta fe”.
Prometió enviar a uno de sus consejeros a Luputa lo antes posible. “No sé cuánto tardará”, dijo, “pero el consejero llegará”.
Un día, poco tiempo después de sufrir el robo, Celia Ayala de Cruz revisaba su buzón de correo y adentro encontró una carta sin nombre de una sola página. “Perdóneme, perdóneme”, decía la carta. “Nunca sabrá cuánto lamento haberla atacado”.
Celia continuó leyendo. El joven describió cómo el Libro de Mormón que le robó le había cambiado la vida. Cuando vio por primera vez el libro envuelto para regalo, pensó que era algo que podía vender, pero luego lo abrió y leyó el testimonio que Celia había escrito para su compañera de trabajo. “El mensaje que escribió en ese libro me hizo llorar”, le decía a Celia. “Desde el miércoles en la noche, no he podido dejar de leerlo”.
El joven se había sentido particularmente conmovido por la historia de Lehi. “El sueño de ese varón de Dios me ha estremecido”, escribió él, “y doy gracias a Dios por haberla encontrado a usted”. No sabía si Dios lo perdonaría por robar, pero esperaba que Celia pudiera hacerlo. “Le devuelvo sus cinco dólares”, agregó, “ porque no puedo gastarlos”. El dinero estaba con la carta.
También expresaba su deseo de aprender más sobre la Iglesia. “Quiero que sepa que volverá a verme, pero cuando lo haga no me reconocerá, porque seré su hermano”, le escribió. “No soy de su ciudad, pero aquí donde vivo, tengo que encontrar al Señor e ir a la iglesia a la que usted pertenece”.
Celia se sentó. Desde el ataque, había estado orando por el joven. “Si Dios así lo desea”, dijo ella, “que ese muchacho se convierta”.
Unos meses después, comenzó el nuevo año. Las Escuelas Dominicales de toda la Iglesia comenzaban un estudio de un año de duración sobre el Libro de Mormón. Para ayudar a los santos en sus estudios, Church News dedicó su primer ejemplar del año al libro. El ejemplar incluía una descripción general de las enseñanzas del Libro de Mormón sobre Jesucristo, varios gráficos y artículos para ayudar a los lectores a comprender mejor a sus personajes y acontecimientos, e información sobre una nueva videocinta que contenía nueve cortometrajes del Libro de Mormón para complementar las lecciones de la Escuela Dominical. Con el permiso de Celia, en la última página del periódico aparecía un breve relato de su experiencia con el joven, incluido el texto completo de su carta.
En febrero de 1996, Celia recibió otra carta del joven. Aún estaba demasiado avergonzado por el robo como para decirle a Celia su nombre, pero había visto la historia en Church News y quería que ella supiera que le iba bien y que estaba intentando cambiar su vida. Pensaba a menudo en ella y en el Libro de Mormón. “Sé que es verdadero”, escribió él. De hecho, hacía poco se había unido a la Iglesia y había recibido el sacerdocio. “Estoy trabajando para el Señor”, le dijo.
Le hizo saber que ahora vivía cerca de un templo, el cual había visitado recientemente. Aunque no entró en el edificio, había sentido poderosamente el Espíritu allí y supo que era la Casa del Señor.
El joven firmó la carta como el “hermano en la fe” de Celia. Él expresó su amor por ella y por su familia. Sabía que el Señor tenía un propósito para él.
“No quiero dejar la senda del Señor”, le dijo. “Me siento muy feliz”.