Capítulo 15
El gozo de un convenio eterno
Retrasado por responsabilidades de la Iglesia en Salt Lake City, el presidente Harold B. Lee llegó tarde a la conferencia general de área en la Ciudad de México. Su avión aterrizó a primera hora de la tarde del 26 de agosto de 1972 y, al anochecer, lo trasladaron de un auditorio a otro para hablar en sesiones de conferencias individuales para la Sociedad de Socorro, los poseedores del Sacerdocio Aarónico y de Melquisedec, y las mujeres jóvenes. A la mañana siguiente, los santos en la conferencia lo sostuvieron como nuevo Presidente de la Iglesia, siendo la primera congregación del mundo en hacerlo.
Pocos días después, el profeta regresó a Utah y se enteró de que un miembro de un grupo apóstata supuestamente lo había amenazado de muerte.
Para garantizar la seguridad del presidente Lee, la policía comenzó a acompañarlo a todas partes. Estaba agradecido por su protección, pero la presencia de los funcionarios policiales le molestaba. Los últimos Presidentes de la Iglesia solían desenvolverse sin guardaespaldas. Ahora, cada vez que el presidente Lee aparecía en público, su escolta policial generaba disturbios significativos.
Poco después, él y su esposa, Joan, decidieron unirse al élder Gordon B. Hinckley y su esposa, Marjorie, en un viaje para visitar a los santos en Europa e Israel.
Sin embargo, el viaje tenía sus propios riesgos. Viajarían sin escolta por una región tensa del mundo. Un grupo palestino acababa de secuestrar y matar a once miembros del equipo olímpico nacional israelí en los Juegos Olímpicos de Verano de 1972 en Múnich, Alemania Occidental. El ataque conmocionó al mundo y el presidente Lee temía que estallara un conflicto armado en Israel. Aun así, él y la hermana Lee acompañaron a los Hinckley como estaba previsto.
El grupo llegó al aeropuerto de Tel Aviv, Israel, la noche del 19 de septiembre. David Galbraith, un miembro de la Iglesia oriundo de Canadá, que estudiaba en la Universidad Hebrea de Jerusalén, los recogió y los condujo unos sesenta y cinco kilómetros al sudeste hasta Jerusalén. Estaba oscuro cuando llegaron y no podían ver mucho, pero era maravilloso viajar a través de la antigua y sagrada ciudad.
Durante los siguientes tres días, los Lee y los Hinckley se reunieron con dignatarios israelíes y visitaron lugares sagrados. Teddy Kollek, el alcalde de Jerusalén, le dijo al presidente Lee que había escuchado la historia del apóstol Orson Hyde, cuando ofreció una oración en el Monte de los Olivos en 1841. El presidente Lee le dijo que la Iglesia quería construir algún día un monumento o un centro de visitantes en la ciudad para conmemorar esa oración.
—Estamos intentando adquirir una propiedad en el Monte de los Olivos para crear un parque de meditación —dijo el alcalde Kollek—. Quizás sea posible tener un monumento con esa inscripción en el parque.
En la tarde del 20 de septiembre, David y un pequeño grupo de santos que vivían en Israel se reunieron con los Lee y los Hinckley en una tumba en un jardín que algunos creían que podría haber sido el lugar donde Jesús fue puesto después de Su crucifixión. Una sensación de santidad embargó al grupo. Podían imaginar que veían el cuerpo sin vida del Salvador mientras lo llevaban la tumba o a María Magdalena regresando al jardín al tercer día y contemplando al Señor resucitado.
Junto a la tumba, el presidente Lee organizó a los santos en una rama, con David como presidente. Aunque no había más de treinta miembros permanentes de la Iglesia viviendo en el país, unos grupos de estudiantes de la Universidad Brigham Young habían empezado recientemente a ir a estudiar a Tierra Santa durante unos meses, con lo cual la cantidad de santos en las reuniones se había más que duplicado. El presidente Lee creía que la rama sentaría las bases de una gran obra en la región.
—Cuando la gente les pregunte quiénes son —les aconsejó—, no digan que son miembros de la Iglesia mormona o de la Iglesia SUD, sino de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Después de la reunión, el presidente Lee regresó exhausto a su habitación de hotel. Llevaba varios días sintiendo fuertes dolores en la parte baja de la espalda y había desarrollado una tos dolorosa y tenía dificultad para respirar. Ahora, con la aparición del cansancio, le preocupaba que algo estuviera mal.
Más tarde esa noche, ante la insistencia de la hermana Lee, el élder Hinckley fue a su habitación de hotel y dio una bendición al presidente Lee. A la mañana siguiente, el presidente Lee tosió un poco de sangre y sintió un alivio inmediato de su dificultad para respirar. Pronto se recuperó lo suficiente como para acompañar a David y a los Hinckley en un recorrido turístico por Betania, Jericó, Capernaúm, Nazaret y otros lugares sagrados.
Al día siguiente, durante el desayuno, le dijo al élder Hinckley que había experimentado un milagro. Sentía como si hubiera estado al borde de la muerte, pero el Señor le había devuelto la salud mediante la bendición del élder Hinckley.
—Tuvimos que venir a la tierra de los milagros para presenciar un milagro dentro de nosotros mismos —dijo agradecido.
Esa tarde abandonarían Jerusalén, así que pasaron el tiempo que les quedaba caminando por donde Jesús había caminado. Visitaron Getsemaní, la tumba de Lázaro, Belén y los restos del muro que rodeaba el templo. David los llevó al aeropuerto y tomaron un avión a Roma, con su fe renovada por todo lo que habían visto y experimentado en Tierra Santa.
El 7 de noviembre de 1972, Ardeth Kapp escuchó sonar el teléfono cuando entraba en su apartamento en Bountiful, Utah. Francis Gibbons, el secretario de la Primera Presidencia, estaba al otro lado de la línea. “¿Podrían usted y su esposo reunirse con el presidente Harold B. Lee mañana por la mañana en su oficina a las 11:35 h?”, le preguntó.
Ardeth respiró hondo y dijo: “Allí estaremos”. Enseguida se preguntó por qué el presidente Lee quería hablar con ellos.
Ella y su esposo, Heber, eran maestros de profesión. Aunque todavía eran relativamente jóvenes (ella tenía cuarenta y un años), habían servido de manera activa en la Iglesia durante muchos años. Ella era miembro del cuerpo docente de educación de la Universidad Brigham Young y servía en el Comité de Correlación de Jóvenes de la Iglesia. Él había sido obispo y ahora era consejero en la presidencia de una estaca.
Cuando Heber llegó a casa, Ardeth le contó sobre la llamada telefónica. Ella pensaba que el presidente Lee quizás quería pedirle que él sirviera como presidente de misión. Heber no creía que fuera así, pero le preocupaba que tuvieran que mudarse. Estaban en medio de la construcción de una casa y tendrían que abandonar el proyecto si los llamaban a una misión. Heber estaba a cargo de la mayor parte de la construcción y no podían darse el lujo de pagarle a nadie para que la terminara.
Ardeth pasó la noche en vela, reflexionando sobre su vida. El Señor siempre la había ayudado en sus pruebas. Cuando era niña y vivía cerca de Cardston (Alberta, Canadá), ella había reprobado dos cursos en la escuela. Pocas personas esperaban que sobresaliera en sus estudios, pero, con la ayuda de Dios, acababa de obtener una maestría en Planificación de Materiales de Estudio,
pero esa no había sido su mayor dificultad. Aunque siempre había querido una familia numerosa, ella y Heber nunca habían podido tener hijos, a pesar de las frecuentes oraciones pidiendo un milagro. Por un tiempo habían pensado en adoptar, pero cada vez que buscaban la guía del Señor sobre el asunto, recibían un “estupor de pensamiento”. Se sentían juzgados por sus vecinos, amigos y familiares que los calificaban de egoístas por no tener hijos. Solo una perspectiva eterna del plan de Dios les había brindado la paz y la aceptación que necesitaban para sobrellevar su dolor.
La mañana de su cita con el presidente Lee, Ardeth y Heber estaban nerviosos cuando llegaron al Edificio de la Administración de la Iglesia, pero estaban dispuestos a aceptar la asignación del Señor. El presidente Lee los saludó cordialmente y los invitó a pasar a su oficina. “Intenten relajarse”, dijo él. “Estoy seguro de que saben que esta no es solo una visita casual”.
Luego habló sobre la necesidad de frecuentes cambios organizativos en la Iglesia para mantener el ritmo de su rápido crecimiento. Le preocupaba especialmente el programa para los jóvenes de la Iglesia. Creía que la Iglesia necesitaba hacer más para fortalecer a los jóvenes y prepararlos para servir en el Reino de Dios. Por esta razón, las Asociaciones de Mejoramiento Mutuo estaban siendo reestructuradas para dejarlas bajo la supervisión directa de los líderes generales del Sacerdocio Aarónico y de Melquisedec.
Mientras escuchaba al presidente Lee, Ardeth se preguntaba qué le pediría a Heber que hiciera. “Para lo que sea que él lo quiera —pensó ella—, estoy segura de que hará un buen trabajo y yo estaré dispuesta a apoyarlo”.
Luego, el presidente Lee llamó a Ardeth a servir, lo que la tomó por sorpresa. ¿Era ella la razón por la que los había llamado a su oficina?.
El presidente Lee explicó que Ruth Funk había aceptado recientemente servir como Presidenta General de la Asociación de Mejoramiento Mutuo de las Mujeres Jóvenes. Después de haber trabajado con Ardeth en el Comité de Correlación, Ruth la había recomendado para desempeñar el cargo de segunda consejera. La nueva presidencia tendría sus oficinas en el piso diecinueve del Edificio de las Oficinas Generales de la Iglesia, un rascacielos recientemente terminado en el centro de Salt Lake City.
Abrumada, Ardeth aceptó el llamamiento, agradecida por la confianza que ello representaba. Poco tiempo después, la Iglesia anunció oficialmente la reorganización de sus programas para los jóvenes. Hasta entonces, la AMMMJ había funcionado bajo la supervisión de la Primera Presidencia. Ahora, como parte de la correlación de las organizaciones de la Iglesia, la AMMMJ y la AMMHJ coordinarían sus esfuerzos bajo la dirección del Obispado Presidente y los líderes del sacerdocio de barrio y estaca. La nueva estructura también establecía distinciones entre la AMM del Sacerdocio de Melquisedec, o adultos solteros mayores de dieciocho años, y la AMM del Sacerdocio Aarónico, u hombres y mujeres jóvenes entre las edades de doce y dieciocho años.
Aunque la AMM del Sacerdocio Aarónico contaría con la supervisión de líderes del sacerdocio, el programa seguiría ofreciendo clases y actividades basadas en el sexo y la edad para los jóvenes y las jóvenes. Paralelamente a los oficios del sacerdocio de diácono, maestro y sacerdote, las clases de Mujeres Jóvenes se llamaban Abejitas (de doce a trece años), Damitas (de catorce a quince años) y Laureles (de dieciséis a dieciocho años), nombres que la AMMMJ había estado usando durante mucho tiempo. Unos años antes, los líderes de la Iglesia habían pedido a cada barrio que iniciara un consejo del obispo para la juventud, lo que ofrecía a los jóvenes nuevas oportunidades de liderazgo. Ahora la Primera Presidencia quería que las nuevas organizaciones AMM dieran a los jóvenes aún más oportunidades de liderazgo.
La presidenta Funk apoyaba esta visión del programa. Como maestra de secundaria, había dado muchas oportunidades a sus alumnos a lo largo de los años para desarrollarse como líderes, y ellos habían hecho grandes cosas. “No te conviertes en nada al oír hablar de ello”, declaró ella. “Te conviertes en algo al hacerlo”.
Este era un principio que Ardeth también podía convertirlo en suyo. Poco después de su llamamiento, aceptó la asignación de asistir a varias conferencias regionales en el Reino Unido. Estaba nerviosa con el viaje por lo nueva que era en su llamamiento, pero luego recordó las palabras de Nefi en el Libro de Mormón: “Iré y haré lo que el Señor ha mandado, porque sé que él nunca da mandamientos a los hijos de los hombres sin prepararles una vía para que cumplan lo que les ha mandado”.
—Lo he sabido toda mi vida —se dijo a sí misma—, pero necesito saberlo ahora.
Después de sus bautismos, Helvécio y Rudá Martins descubrieron que otros santos brasileños a menudo querían hablar con ellos sobre la restricción del sacerdocio y el templo de la Iglesia. Algunas personas se preguntaban cómo la familia podía permanecer fiel a la Iglesia cuando ni Helvécio ni su hijo, Marcus, podían ser ordenados al sacerdocio. Algunos, molestos por la devoción de los Martins, los criticaban o se burlaban de ellos.
—Si yo estuviera en su situación —le dijo un hombre a Helvécio—, no creo que permanecería en la Iglesia.
Aun así, muchos miembros de la Iglesia admiraban a los Martins por sus sólidos testimonios y su compromiso con sus llamamientos. Cuatro meses después de que los Martins se unieran a la Iglesia, el élder Bruce R. McConkie, el miembro más nuevo del Cuórum de los Doce Apóstoles, había llegado a Río de Janeiro para organizar la quinta estaca en Brasil. En ese momento, Helvécio no entendía del todo la diferencia entre distrito y estaca, pero aceptó servir como consejero en la presidencia de la Escuela Dominical de estaca. Por su parte, Rudá aceptó un llamamiento para servir en la presidencia de la Primaria de estaca.
La nueva estaca abarcaba un área inmensa, que se extendía por miles de kilómetros cuadrados. Los nuevos llamamientos de Helvécio y Rudá les permitieron visitar los numerosos barrios y ramas remotos de la estaca. A menudo, Helvécio recogía a Rudá en la parada del autobús a altas horas de la noche, cuando ella regresaba de completar una asignación. Aunque las nuevas exigencias les resultaban difíciles, los Martins estaban encantados de servir.
Su bautismo también cambió su relación con su familia. A los familiares de Rudá no les gustó que ella se uniera a la Iglesia e intentaron persuadirla a ella y a Helvécio para que dejaran su nueva religión prediciendo que, de lo contrario, les sobrevendría una tragedia. Algunos miembros de su familia incluso les advirtieron que Dios podría quitarle la vida a su hijo Marcus,
pero los Martins se sentían a gusto entre los santos. Los miembros de la rama los aceptaron con tanta calidez que Helvécio se preguntaba al principio si su familia estaba recibiendo un trato especial debido a su destacada posición profesional. Sin embargo, después de que le asignaran una tarea de servicio poco prominente en una actividad de la rama, se dio cuenta de que su familia no estaba recibiendo un trato diferente.
Un día, un amigo de la Iglesia le dijo a Helvécio: “Miembros fieles como tú han demostrado al Señor su derecho al sacerdocio. No tengo ninguna duda de que algún día recibirás el sacerdocio”.
Helvécio y Rudá agradecían el apoyo de sus amigos y compañeros de Iglesia, pero preferían no preocuparse por la interrogante de cuándo o cómo los santos de raza negra recibirían las bendiciones del sacerdocio. Tenían fe en que Dios algún día cumpliría todas Sus promesas. No obstante, los Martins mantuvieron bajas sus expectativas para protegerse de la decepción y la angustia. Creían que recibirían todas las bendiciones del sacerdocio y del templo en el Milenio. Hasta entonces, simplemente oraban para tener más fe y fuerza para servir en la Iglesia.
Después de que la estaca de Río de Janeiro fue organizada, concertaron citas para recibir la bendición patriarcal. Cuando Walmir Silva, el patriarca de la estaca, bendijo a Helvécio y a Rudá, les prometió que vivirían juntos “en la tierra en el gozo de un convenio eterno”. La promesa era hermosa, pero la familia llegó a casa confundida. Debido a la restricción del sacerdocio, Helvécio y Rudá no podían entrar al templo y no esperaban hacer convenios en el templo durante su vida mortal. ¿Qué habrá querido decir el patriarca?
Siete semanas después, Marcus, de catorce años, visitó la casa del patriarca para recibir su propia bendición. Mientras el patriarca lo bendecía, le prometió a Marcus que tendría oportunidades de predicar el Evangelio y compartir su testimonio de la verdad. Helvécio y Rudá interpretaron esta promesa en el sentido de que Marcus cumpliría una misión, pero eso también parecía imposible. Marco no podía servir en una misión, a menos que tuviera el sacerdocio.
La familia Martins no quería que las palabras del patriarca alteraran el ritmo constante y pacífico de sus vidas. Decidieron seguir viviendo como antes y no pensar demasiado en la experiencia.
Sin embargo, Helvécio y Rudá no querían ignorar las promesas que les habían hecho. Por si acaso, abrieron discretamente una nueva cuenta de ahorros: un fondo misional para Marcus.
El día de Navidad de 1973 transcurrió tranquilamente para Spencer W. Kimball. Él y Camilla intercambiaron regalos entre sí y con la hermana de Camilla, Mary, que había nacido sorda y ahora vivía con ellos. Camilla puso un pavo en el horno y él la ayudó a preparar una mesa adicional para los invitados que esperaban para cenar.
El élder Kimball pasó el resto de la mañana frente a su máquina de escribir intentando ponerse al día con una pila de cartas sin responder. En el fonógrafo sonaba música navideña y de vez en cuando, él dejaba de teclear para dar vuelta al disco.
Cuando la mañana dio paso a la tarde, algunos de los hijos, nietos y bisnietos de los Kimball llegaron para la cena de Navidad. Entre los invitados se encontraban Mangal Dan Dipty, un hombre a quien el élder Kimball había bautizado doce años antes en Delhi, India, y una joven de la etnia zuñi, llamada Arlene, que vivía con la hija de los Kimball, Olive Beth, como parte del Programa de colocación de alumnos indígenas. El grupo comió y cantó, y el élder Kimball se fue a la cama con la sensación de que el día había transcurrido de manera agradable.
La noche siguiente, poco después de las ocho, el élder Kimball contestó el teléfono de su casa. “Soy Arthur”, dijo la persona que llamó. De inmediato, el élder Kimball supo que era Arthur Haycock, el secretario del presidente Lee.
—Bueno, Arthur —dijo amablemente el élder Kimball—, ¿cómo está usted esta noche?
—No muy bien —respondió Arthur—. Estoy en el hospital con el presidente Lee, quien está muy enfermo. Creo que debería venir de inmediato.
El élder Kimball colgó el teléfono y se dirigió directamente al hospital, donde se encontró con Arthur en el pasillo. Arthur le explicó que el presidente Lee había venido al hospital para descansar y realizarse un control. Estaba sentado en la cama cuando de repente sufrió un paro cardíaco. Arthur pidió ayuda y, en un instante, la sala se llenó de médicos, personal de enfermería y equipos. El lugar seguía ajetreado por la frenética actividad.
Joan, la esposa del presidente Lee, llegó con su hija Helen y su yerno Brent. Arthur les dijo que debían mantenerse alejados de la habitación del presidente Lee, por lo que el pequeño grupo encontró una habitación vacía justo al final del pasillo donde podían esperar. Oraron juntos y pidieron al Señor que preservara la vida del profeta. Mientras esperaban, llegó Marion G. Romney, segundo consejero del presidente Lee en la Primera Presidencia.
Sin saber qué más podían hacer, el presidente Romney dirigió al grupo en otra oración. Luego entró un médico a la habitación.
—Estamos haciendo todo lo que podemos —dijo él—, pero la cosa no se ve bien.
El élder Kimball quedó atónito. El presidente Lee, que lo apoyó constantemente durante sus propias enfermedades, tenía setenta y cuatro años; era más joven que él mismo. Además, parecía mucho más saludable. Muchos en la Iglesia creían que viviría muchos años más después de que el élder Kimball falleciera. Nadie había orado tanto como los Kimball para que la buena salud del presidente Lee continuara.
Pasaron diez minutos. El élder Kimball salió de la habitación y caminó por el pasillo hacia la habitación del presidente Lee. Mientras se acercaba, salió un médico.
—Nos hemos rendido —le dijo. El presidente Lee había muerto.