Capítulo 24
Nuestra búsqueda de la verdad
El Centro de Jerusalén para Estudios del Cercano Oriente de la Universidad Brigham Young abrió sus puertas a ochenta alumnos el 8 de marzo de 1987. A primera hora de la mañana, tres camiones de mudanzas y dos autobuses llegaron al Kibutz Ramat Rajel, la comunidad en el extremo sureste de Jerusalén donde los alumnos de los estudios en el extranjero de la universidad habían vivido y estudiado durante los últimos siete años. Con ansias por trasladarse al nuevo centro, cargaron felices sus pertenencias y todo el material escolar en los vehículos. Cuando llegaron a su nuevo hogar, formaron una cadena humana y fueron pasándose libros, cajas y maletas por las escaleras para subirlos hasta el monte Scopus.
David Galbraith, director del programa de estudios en el extranjero, sonrió al verlos. El personal de la universidad había trabajado incansablemente para tener listo el edificio, aunque algunas partes aún estaban sin terminar. El personal había instalado lavadoras y secadoras, asignado las habitaciones y comprado suministros. De algún modo, se habían olvidado de comprar toallas y papel higiénico para el centro, pero los suministros ya estaban en camino desde Tel Aviv.
Dos años antes, Jeffrey R. Holland, rector de la Universidad Brigham Young, había venido a Jerusalén con un acuerdo de no proselitismo, y había dejado una buena impresión. Sin embargo, los rabinos ortodoxos mostraban escepticismo con respecto al acuerdo y siguieron organizando manifestaciones en el sitio de la construcción, frente a la oficina del alcalde y ante la casa de David.
Con la esperanza de mejorar la opinión pública, la Iglesia había contratado a una de las empresas de relaciones públicas más importantes de Israel, y esta colocó anuncios informativos en los periódicos y en la televisión. Varias personas judías que sentían simpatía hacia la Iglesia también escribieron cartas a políticos israelíes avalando la honestidad de los santos.
Hasta hacía poco, el inspector municipal de la ciudad había insistido en que nadie podía ocupar el edificio antes de que estuviera terminado. Sin embargo, David y su personal administrativo habían recibido permiso para instalarse en la sección terminada del centro, es decir, los cuatro niveles inferiores donde se encontraban las residencias de los alumnos y algunas aulas. Cuando el inspector municipal se enteró de que varios departamentos de la ciudad habían otorgado ese permiso, se sorprendió.
Una vez que los alumnos se hubieron mudado, David los citó en un gran salón de clases para una reunión de orientación de tres horas en cuanto al cuidado del edificio. El día transcurrió en paz y sin protestas por parte de aquellos que se oponían a la construcción del centro. Desde la universidad, los alumnos podían disfrutar de una impresionante vista del casco antiguo de Jerusalén al atardecer. Era un hermoso entorno para que ellos aprendieran más acerca de la antigua ciudad y de la gente de fe que allí vivía.
“Por fin estamos en nuestro nuevo edificio”, escribió David al presidente Holland más tarde ese día.
“Todos estos meses hemos trabajado en un edificio de cemento y piedra”, escribió. “Los alumnos le infunden aliento de vida y, ahora, estos pasillos de piedra fría y salas sin vida se llenan de un aire de felicidad”.
Poco después de llegar a ser Presidente de la Iglesia, Ezra Taft Benson dio al élder Russell M. Nelson una nueva asignación. “Usted será el responsable de todos los asuntos de la Iglesia en Europa y África”, le dijo, “con la asignación especial de abrir las naciones en Europa del Este”.
El élder Nelson se sobresaltó. “Soy cirujano cardíaco”, pensó. “¿Qué sé yo acerca de abrir países?”. La Iglesia, salvo algunas excepciones, no había enviado misioneros a Europa Central ni Oriental, ya que esas regiones se encontraban bajo la influencia de la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial. ¿No debería esta asignación ser para alguien más calificado en diplomacia?, se preguntó. ¿Por qué no enviar a un abogado, como el élder Dallin H. Oaks?
El élder Nelson se reservó para sí sus pensamientos y aceptó la asignación.
Poco tiempo después, las relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y la Unión Soviética empezaron a mejorar. En octubre de 1986, Konstantin Kharchev, director del Consejo de Asuntos Religiosos de la Unión Soviética, se reunió con los representantes de la Iglesia en Washington D. C. Estaba ansioso de que entendieran que, en la Unión Soviética existía la libertad religiosa. Cuando se enteró de la reunión, el élder Nelson recomendó que la Iglesia enviara a dos Autoridades Generales a reunirse con Kharchev y continuar con la conversación. La Primera Presidencia lo eligió a él y al élder Hans B. Ringger, de los Setenta, para que fueran.
En la mañana del 10 de junio de 1987, el élder Nelson y el élder Ringger llamaron a la oficina de Kharchev en Moscú. Kharchev se estaba preparando para salir de la ciudad a fin de resolver otros asuntos, y no tenía mucho tiempo para hablar.
—Solo queremos hacerle una pregunta —dijo el élder Nelson—. ¿Qué debemos hacer para establecer la Iglesia que representamos en Rusia?
Kharchev explicó rápidamente que se podía registrar una iglesia en un distrito o una ciudad siempre y cuando hubiera veinte miembros adultos que vivieran en ese lugar.
El élder Nelson preguntó si la Iglesia podía abrir un centro de visitantes o una sala de lectura en la Unión Soviética, un lugar donde las personas pudieran asistir de forma voluntaria para aprender acerca de las enseñanzas de la Iglesia.
—No —respondió el director.
—Tenemos el problema del huevo y la gallina —dijo el élder Nelson—. Usted dice que no podemos recibir reconocimiento hasta que tengamos miembros, pero será difícil conseguir miembros si no podemos tener una sala de lectura ni un centro de visitantes.
—Ese es su problema —respondió Kharchev; les dio su número de teléfono y ofreció reunirse con ellos otra vez. Mientras tanto, ellos podrían hablar con sus dos ayudantes. “¡Que tengan un buen día!”, les dijo.
Los ayudantes dieron un poco más de información al élder Nelson y al élder Ringger. En la Unión Soviética, afirmaron, los ciudadanos tenían libertad de conciencia y podían practicar su religión abiertamente. Sin embargo, no estaba permitido que los misioneros hicieran proselitismo en el país y el Gobierno regulaba la importación de literatura religiosa. Las personas podían realizar ceremonias religiosas en sus hogares, invitar a otras personas a unírseles y compartir sus creencias con quienes expresaran interés.
Había varios lugares de adoración en la ciudad, y los ayudantes hicieron arreglos para que el élder Nelson y el élder Ringger se reunieran con los líderes de las congregaciones ortodoxa rusa local, Adventistas del Séptimo Día, cristiana evangélica y judía. A medida que recorrieron la ciudad reuniéndose con otros creyentes, al élder Nelson y al élder Ringger les sorprendió la diversidad religiosa que encontraron en ese país oficialmente ateo.
No obstante, cuando ambos élderes reflexionaron sobre los requisitos para establecer una iglesia en la Unión Soviética, la tarea les pareció inalcanzable. Sin misioneros ni una sala de lectura, ¿cómo podrían llegar a las veinte personas que necesitaban a fin de recibir el reconocimiento para la Iglesia?.
En su último día en Moscú, el élder Nelson no podía dormir. Se levantó y fue a la Plaza Roja, una gran plaza a las afueras del Kremlin, la amurallada sede central del Gobierno soviético. La plaza estaba vacía y pensó en las miles de personas que visitarían ese lugar al día siguiente. Desde que llegó a la ciudad, se había sentido conmovido al contemplar a las personas comunes y corrientes, y deseaba tenderles una mano con amor y compartir el Evangelio restaurado de Jesucristo con cada una de ellas.
No podía dejar de hacerse preguntas como “¿quién soy?” y “¿por qué estoy aquí?”. Sabía que era cirujano, estadounidense, esposo, padre y abuelo. Sin embargo, había venido a Moscú como apóstol del Señor y, si bien su tarea parecía abrumadora, especialmente ahora que sabía lo difícil que sería establecer la Iglesia en la Unión Soviética, él abrigaba esperanzas.
“Los apóstoles conocen su mandato”, pensó. El Salvador les había mandado ir al mundo y enseñar a toda nación, tribu, lengua y pueblo. El mensaje del Evangelio era para todos los hijos de Dios.
En su informe del viaje, el élder Nelson expresó su fe en el poder del Señor para abrir puertas en lugares como Europa Central y Oriental. “Juntos podemos comenzar —aun con pequeños pasos— a hacer la voluntad de nuestro Padre Celestial, quien ama a todos Sus hijos”, escribió. “El destino y la salvación de las almas de 750 millones de personas dependen de lo que hagamos”.
El 6 de agosto de 1987, el apóstol Dallin H. Oaks lucía serio en el púlpito frente a una gran audiencia en la Universidad Brigham Young. Habían pasado dos años desde que en el atentado con bombas en Salt Lake City murieran dos Santos de los Últimos Días. En ese intervalo, el comerciante de documentos poco comunes Mark Hofmann había sido juzgado y condenado por los asesinatos. También se descubrió que Mark había falsificado muchos de los documentos que vendió e intercambió con la Iglesia, incluidos varios documentos diseñados para menoscabar la fe en su historia sagrada.
Durante esos dos años, los eruditos de la Universidad Brigham Young se habían esforzado mucho para fortalecer la fe. BYU Studies y el Centro de Estudios Religiosos de la universidad habían publicado nuevos e importantes libros y artículos sobre José Smith y sus traducciones. Además, Foundation for Ancient Research and Mormon Studies había comenzado a publicar las obras recopiladas de Hugh Nibley, quien había escrito más trabajos académicos que cualquier otra persona en apoyo del Libro de Mormón y la Perla de Gran Precio. Por otro lado, la Universidad Brigham Young había llegado a un acuerdo con una destacada casa editorial internacional para publicar Encyclopedia of Mormonism, obra que contenía artículos sobre la historia, la doctrina y las prácticas de la Iglesia.
Aun así, muchos santos tuvieron dificultades para entender los engaños de Mark Hofmann, lo que hizo que la Universidad Brigham Young organizara una conferencia académica sobre la historia de la Iglesia y el caso Hofmann. Ese día, el élder Oaks había asistido a la conferencia para hablar acerca de la función de la Iglesia en los acontecimientos relacionados con la tragedia.
Como la audiencia sabía, Mark estaba cumpliendo cadena perpetua en prisión. En enero, había confesado haber fabricado tres bombas, incluida la que accidentalmente lo había herido a él. La historia que contó a los investigadores era compleja y trágica. Si bien había sido miembro de la Iglesia toda su vida, había perdido la fe en Dios siendo joven. Con el tiempo, se convirtió en un hábil falsificador y utilizó su conocimiento de la historia de la Iglesia para fabricar documentos. Más tarde admitió que su propósito en la elaboración de esas falsificaciones no solo fue ganar dinero, sino también avergonzar y desacreditar a la Iglesia. Había asesinado a dos personas con el afán intencional de ocultar su engaño.
Cuando el élder Oaks comenzó su discurso, mencionó que los asesinatos habían tenido una amplia repercusión en los medios de comunicación. Algunos comentaristas habían criticado al presidente Gordon B. Hinckley y a otros líderes de la Iglesia por adquirir documentos fraudulentos de Mark, argumentando que unos líderes realmente inspirados no habrían sido engañados por las falsificaciones. Otras personas acusaron a los líderes de ocultar aspectos de carácter histórico, aunque la Iglesia había publicado los documentos más importantes de Hofmann y había permitido que los eruditos los estudiaran.
El élder Oaks observó que muchas personas, incluidos eruditos y expertos en falsificación reconocidos a nivel nacional, habían considerado que los documentos eran auténticos. También describió la actitud de confianza que prevaleció entre los líderes de la Iglesia.
“Para poder llevar a cabo su ministerio personal, los líderes de la Iglesia no pueden sospechar ni cuestionar a cada una de las cientos de personas que conocen cada año”, dijo. “Es mejor que un líder de la Iglesia se desilusione de vez en cuando a que sienta sospechas de forma constante”. Si no detectaron a algún mentiroso, ese fue el precio necesario para aconsejar y consolar mejor a los sinceros de corazón.
Incluso antes de la organización de la Iglesia, el Señor había advertido a José Smith que “no siempre [se] pued[e] discernir a los malvados de los justos”. Los hombres como Mark Hofmann mostraron que Dios no siempre protege a los miembros y a los líderes de la Iglesia de los embusteros.
Cuando terminó su discurso, el élder Oaks expresó su esperanza de que todos pudieran aprender de esa terrible experiencia. “Cuando hablamos de ingenuidad frente a la malevolencia”, reconoció, “muchos somos culpables”.
“Todos debemos emprender nuestra búsqueda de la verdad con herramientas de erudición honestas y objetivas, y con fe religiosa sincera y respetuosa”, concluyó. “Todos debemos ser más precavidos”.
El 30 de abril de 1988, Isaac “Ike” Ferguson bajó de un avión y sintió el calor de N’Djamena, Chad. Fue un recordatorio instantáneo de que estaba lejos del frío clima primaveral de su hogar en Bountiful, Utah. A su alrededor pudo ver a las personas con túnicas blancas y pañuelos en la cabeza. Desiertos arenosos se extendían en todas las direcciones hacia el horizonte.
A petición de la Primera Presidencia, Ike había ido hasta los confines de los desiertos del norte de África para observar el progreso de los proyectos humanitarios de la Iglesia. Durante generaciones, la Iglesia había utilizado las ofrendas de ayuno principalmente para ayudar a los santos que pasaban dificultades. Sin embargo, a principios de la década de los ochenta, la hambruna había devastado Etiopía, donde la Iglesia no tenía presencia oficial. Las imágenes de televisión de niños famélicos y campamentos de socorro sobrepoblados conmovieron a las personas de todo el mundo, entre ellos los santos. El 27 de enero de 1985, la Iglesia había realizado un ayuno especial con fines humanitarios en los Estados Unidos y Canadá con el que se habían recaudado seis millones de dólares estadounidenses en ofrendas de ayuno para el socorro del país africano.
Unos meses después, el élder M. Russell Ballard, uno de los presidentes del Primer Cuórum de los Setenta, viajó a Etiopía para determinar cuáles eran las organizaciones humanitarias que podrían ayudar a la Iglesia a brindar la mayor ayuda posible. Ike, que tenía un doctorado y experiencia profesional en salud pública, fue contratado para administrar las donaciones humanitarias desde una oficina en Utah. En su primer día, se le dio una computadora, un teléfono y autorización para distribuir los millones de dólares obtenidos durante el ayuno como ayuda para Etiopía.
Basándose en el trabajo del élder Ballard, Ike se había contactado con otras organizaciones humanitarias internacionales para buscar asesoramiento en cuanto a la mejor manera de utilizar las donaciones. A continuación emitió importantes donaciones para las organizaciones humanitarias que trabajaban en Etiopía y en los países vecinos que experimentaban problemas similares. Diez meses después de ese primer ayuno, la Iglesia realizó un segundo ayuno para aliviar la hambruna.
Las contribuciones de los santos para Etiopía demostraron ser tan útiles que los Servicios de Bienestar de la Iglesia comenzaron a asociarse con agencias de ayuda humanitaria en otras partes del mundo. Poco tiempo después, Ike prestaba ayuda para organizar una feria de salud en el Caribe, enviar equipo médico para ayudar a los niños con parálisis cerebral en Hungría y entregar vacunas a Bolivia.
Después de llegar a N’Djamena, Ike pasó varios días visitando sitios de ayuda humanitaria en Chad y Níger. Voló al valle de Majia en Níger, donde la Iglesia había donado cientos de miles de dólares a un proyecto de reforestación. Desde el aire, pudo ver hileras de árboles resistentes a la sequía que formaban una “cerca viva” entre las ricas tierras cultivables del valle y el invasivo desierto. El avión aterrizó y los representantes de una de las organizaciones de ayuda humanitaria que colaboraban con la Iglesia le llevaron por las áreas reforestadas.
Ike aprendió que los árboles evitaban que los vientos erosionaran el suelo y proporcionaban forraje para las ovejas, las cabras y el ganado. También proporcionaban una fuente de combustible a largo plazo para las personas que vivían cerca. Los agricultores de la zona habían aumentado su producción agrícola hasta un treinta por ciento desde que comenzó el proyecto, salvando muchas vidas de los estragos que causaba el desierto.
Unos días más tarde, Ike voló a Ghana, donde la Iglesia ahora tenía una misión y decenas de ramas. Allí se reunió con una organización colaboradora, Africare, para hablar de una granja de bienestar de la Iglesia de más de dieciséis hectáreas (cuarenta acres) en Abomosu, una ciudad a unos 128 km (ochenta millas) al noroeste de Accra.
La granja se creó en 1985, después de que una grave sequía consumiera las fuentes de alimentos en todo el país. Al igual que las granjas de bienestar de la Iglesia en los Estados Unidos, esta proporcionó alimentos a las personas necesitadas, al tiempo que fomentó la independencia y la autosuficiencia. Los santos locales gestionaban la granja con ayuda de la Misión Ghana Accra. Al principio, todos los trabajadores eran voluntarios, pero ahora la granja pagaba a los trabajadores, la mayoría de los cuales eran miembros de la Iglesia.
Después de tres campañas de cultivo, la granja había logrado un relativo éxito en la producción de maíz, yuca, plátano y otros cultivos para los necesitados. Sin embargo, el buen rendimiento todavía no cubría el alto costo de mantenimiento.
Los consultores de Africare le dijeron a Ike que creían que la granja sería de más ayuda para la comunidad local si la Iglesia permitía que los habitantes de Abomosu convirtieran la granja en una unión cooperativa. Los agricultores locales, utilizando técnicas de cultivo tradicionales, podrían trabajar en conjunto para proporcionar más alimentos a la comunidad. La Iglesia seguiría proporcionando a la granja cierto apoyo económico sin asumir la plena responsabilidad de su rendimiento.
Antes de dejar Ghana, Ike y los consultores presentaron esta idea a alrededor de ciento cincuenta miembros de la comunidad de Abomosu, incluido el líder tribal local. El plan fue bien recibido, y muchos agricultores desearon participar en la cooperativa.
Ese mismo mes de abril, Manuel Navarro acudió a su padre con noticias decepcionantes. Durante los últimos meses, había estado en Lima, Perú, estudiando mucho para ingresar en una prestigiosa universidad de la ciudad. Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, no había podido entrar. Si quería volver a intentarlo, tendría que estudiar durante otros seis meses.
—Manuel —dijo su padre—, ¿quieres seguir preparándote para la universidad o quieres prepararte para prestar servicio en una misión?
Manuel sabía que el profeta había pedido a todos los jóvenes dignos y capaces de la Iglesia que sirvieran en una misión, y su bendición patriarcal hablaba del servicio misional. Sin embargo, él pensaba ir a una misión después de inscribirse en la universidad, ya que creía que le resultaría más fácil regresar a la universidad después de la misión si podía reservar su inscripción antes de irse. Ahora no sabía qué hacer. Su padre le dijo que se tomara un tiempo para decidir.
De inmediato, Manuel leyó el Libro de Mormón y oró. A medida que lo hacía, sintió que el Espíritu guiaba su decisión. Al día siguiente, ya conocía la respuesta. Supo que debía servir en una misión.
—Bien —dijo su padre—. Vamos a ayudarte.
Una de las primeras cosas que hizo Manuel fue buscar un trabajo. Suponía que trabajaría en un banco cercano, ya que su padre conocía a algunos de los empleados de allí; sin embargo, su padre lo llevó al centro de la ciudad, al sitio de construcción de la primera capilla de la rama. Le preguntó al supervisor si había un puesto para Manuel en el equipo de construcción. “No hay problema”, dijo el supervisor. “Lo pondremos a trabajar”.
Manuel se unió al equipo en junio y, cada vez que recibía su paga, el trabajador que le daba su cheque le recordaba que lo usara para su misión. La madre de Manuel también lo ayudó a apartar la mayor parte del cheque para pagar el diezmo y el fondo de la misión.
Las misiones eran costosas y los problemas económicos de Perú hacían que muchos santos tuvieran problemas para financiar por completo sus misiones. Durante años, todos los misioneros de tiempo completo habían dependido de sí mismos, sus familias, sus congregaciones e incluso de la amabilidad de extraños para financiar sus misiones. Después de que el presidente Kimball instara a todos los hombres jóvenes aptos a prestar servicio, la Iglesia invitó a sus miembros a contribuir a un fondo misional general para ayudar a los que necesitaran ayuda económica.
Ahora se esperaba que los fondos locales cubrieran al menos un tercio de los costos de las misiones. Si los misioneros no podían pagar el resto, podrían recurrir al fondo general. En Perú y otros países de Sudamérica, los líderes de la Iglesia también establecieron un sistema en el que los miembros locales proporcionaban una comida al día a los misioneros, lo cual los ayudaba a ahorrar dinero. Manuel acordó pagar la mitad de su misión y sus padres pagarían el resto.
Después de trabajar durante aproximadamente seis meses, Manuel recibió su llamamiento misional. Su padre dijo que podían abrirlo de inmediato o esperar hasta el domingo para leerlo en la reunión sacramental. Manuel no podía esperar tanto, pero sí esperaría hasta que su madre saliera del trabajo esa tarde.
Cuando ella finalmente llegó a casa, Manuel abrió el sobre y lo primero que vieron sus ojos fue la firma del presidente Ezra Taft Benson. Luego comenzó a leer el resto del llamamiento mientras su ritmo cardíaco se aceleraba con cada palabra. Cuando vio que serviría en la Misión Perú Lima Norte, se alegró muchísimo.
Siempre había deseado servir en una misión en su país natal.
Durante la última sesión de la Conferencia General de abril de 1989, el presidente Ezra Taft Benson se sentó cerca del púlpito en el Tabernáculo de Salt Lake y disfrutó de los inspirados mensajes de los discursantes. Sin embargo, cuando llegó el momento de pronunciar sus propias palabras, no se sintió lo suficientemente fuerte como para hacerlo. Le pidió a su segundo consejero, Thomas S. Monson, que leyera lo que había preparado para la ocasión.
Durante los últimos años, el profeta había hablado directamente a diferentes grupos de la Iglesia: mujeres jóvenes y hombres jóvenes, madres y padres, mujeres y hombres adultos solteros. Ahora quería hablar a los niños.
“¡Cuánto los amo!”, comenzaba su discurso. “¡Cuánto los ama nuestro Padre Celestial!”.
En ese momento, más de 1,2 millones de niños pertenecían a la organización de la Primaria de la Iglesia. En 1988, la Presidenta General de la Primaria, Dwan J. Young, y su mesa directiva eligieron una frase del Libro de Mormón, “Venid a Cristo”, como su lema para el año. La presidenta Young y su mesa directiva también habían invitado a los niños a aprender acerca del Libro de Mormón.
El presidente Benson estaba emocionado por que los niños de todas partes hubieran aceptado la invitación. En las noches de hogar y en la Primaria, cantaban sobre el Libro de Mormón, representaban los relatos y participaban en juegos que enseñaban los mensajes de ese libro. Algunos niños incluso estaban juntando dinero para comprar los ejemplares del Libro de Mormón que se repartirían por todo el mundo.
En su mensaje, el presidente Benson instó a los niños a orar al Padre Celestial cada día. “Expresen su gratitud por haber enviado al mundo a [nuestro] hermano mayor, Jesucristo, porque Él hizo posible que nosotros algún día podamos regresar a nuestro hogar celestial”.
El presidente Benson había hablado muchas veces durante su ministerio acerca de la Expiación de Jesucristo. En los últimos años, también había hablado del Libro de Mormón para enfatizar los aspectos de la misión de Cristo con los que otros cristianos estaban familiarizados. El nuevo libro de canciones de la Primaria, que pronto estaría disponible para los santos, reforzaba estos mensajes. El libro Canciones para los niños tenía una nueva sección titulada “El Salvador” e incluía muchas más canciones sobre Jesús que su predecesor, Canta conmigo.
El presidente Benson había invitado una y otra vez a los santos a convertirse a Cristo y a recurrir a Su gracia salvadora. “Por Su gracia”, enseñó el profeta, “recibimos fortaleza para llevar a cabo las obras necesarias que, de otra manera, no podríamos realizar por nosotros mismos”.
Al mismo tiempo, alentó a los santos a vivir con rectitud. En su discurso a los niños, los instó a tener el valor de defender sus creencias. También les advirtió que Satanás procuraría tentarlos.
“Ha capturado los corazones de gente inicua”, dijo, “que espera que ustedes participen en cosas malas como la pornografía, las drogas, la profanidad y la inmoralidad”. Instó a los niños a evitar los videos, las películas y los programas de televisión que no fueran buenos.
Casi al final de su discurso, el presidente Benson quiso consolar a los niños que vivían con miedo. En los últimos años, los líderes de la Iglesia se habían hablado más contra el abuso y el abandono de menores, y la Iglesia había publicado pautas para ayudar a los líderes locales a asistir a las víctimas.
“Aun cuando a veces les parezca que nadie se interesa por ustedes, nuestro Padre Celestial siempre está con ustedes”, dijo el profeta. “Él desea que estén protegidos y que se sientan seguros. Si no es así, les ruego que hablen con alguien que les pueda ayudar: un padre, un maestro, el obispo o un amigo”.
Cuando el presidente Monson se sentó, los asistentes vieron un video pregrabado del presidente Benson cantando a un grupo de niños reunidos alrededor de él, después de lo cual el Coro del Tabernáculo cantó “Soy un hijo de Dios” y la conferencia concluyó con una oración.