Capítulo 9
En este maravilloso día
A fines de 1965, Hélio da Rocha Camargo contestó el teléfono de su oficina en São Paulo, Brasil. Wayne Beck, presidente de la Misión Brasileña, estaba al otro extremo de la línea. Quería saber si Hélio podía salir temprano del trabajo y venir a la oficina de la misión. Victor L. Brown, un consejero del Obispado Presidente de la Iglesia, estaba de visita en São Paulo y quería hablar con Hélio antes de regresar a Utah.
Hélio, quien ahora trabajaba para una empresa de automóviles, fue inmediatamente a la oficina de la misión. Recientemente, él y el presidente Beck habían analizado varios asuntos relacionados con la misión con el obispo Brown, entre ellos el estado de las publicaciones de la Iglesia en Brasil, y Hélio supuso que el obispo quería continuar con la conversación.
Cuando Hélio llegó a la oficina de la misión, el obispo Brown le dijo que habría un cambio importante en la Iglesia en Brasil. Ahora había más de veintitrés mil santos en el país, más de diez veces más que cuando Hélio se había bautizado ocho años atrás. Para adaptarse a este crecimiento, la Primera Presidencia quería establecer una oficina editorial central para gestionar las publicaciones de la Iglesia en Brasil.
Recientemente, la Primera Presidencia había abierto una oficina similar en la Ciudad de México para supervisar las publicaciones de la Iglesia en países de habla hispana. Debido a que la Iglesia estaba produciendo varios manuales correlacionados nuevos, tenía sentido canalizar este trabajo a través de oficinas centrales en lugar de esperar que las misiones manejaran la enorme tarea de publicación por su cuenta. El nuevo centro en Brasil traduciría todas las publicaciones de la Iglesia al portugués y luego las imprimiría y distribuiría entre los santos.
—Quiero invitarlo a que usted esté a cargo de esa labor y se convierta en un empleado de tiempo completo de la Iglesia —le dijo el obispo Brown a Hélio.
—La única respuesta posible es sí —respondió Hélio.
Poco después de aceptar el nuevo puesto, Hélio y Nair vendieron su automóvil para poder visitar Estados Unidos y asistir al Templo de Salt Lake. Durante el mes que estuvieron en Utah, se reunieron frecuentemente con los santos y se maravillaron del tamaño y la fuerza de sus barrios y estacas. Por lo que Hélio podía ver, la Sociedad de Socorro, la Primaria, la Escuela Dominical y las clases de los cuórums del sacerdocio estaban llenas de miembros de la Iglesia que eran firmes en la fe. Él sabía que la Iglesia en Brasil seguía creciendo y que tomaría tiempo hasta que funcionara tan bien como en Utah. Sin embargo, creía que los santos brasileños estaban casi listos para una estaca.
“Con el liderazgo que tenemos ahora —pensaba él—, pronto estaremos igualando a nuestros hermanos de los Estados Unidos, porque nuestra gente también es buena y cuando quiere hacer algo, lo logra”.
Antes de irse de Utah, Hélio y Nair fueron investidos y sellados en el Templo de Salt Lake y recibieron sus bendiciones patriarcales de manos de Eldred G. Smith, el patriarca de la Iglesia. Sus amigos de Estados Unidos, incluidos los expresidentes de misión Asael Sorensen y Grant Bangerter, asistieron al sellamiento. El élder Spencer W. Kimball, que tenía un lugar especial en el corazón de los Camargo después de haber bendecido a su hijo enfermo, efectuó la ceremonia.
Hélio y Nair regresaron a Brasil a mediados de diciembre de 1965 y Hélio comenzó inmediatamente a organizar la oficina editorial central mientras continuaba con sus deberes en la presidencia de la misión. Conforme asistía a conferencias por toda la misión, trataba de inspirar a los santos con una visión de lo que sería la Iglesia en Brasil una vez que se organizaran estacas en esa parte del mundo.
En una conferencia de distrito justo a las afueras de São Paulo, lamentó que tuvieran tan poco tiempo para reunirse y aprender juntos como santos. “Debemos aferrarnos tanto como sea posible a todo lo que se nos enseña”, dijo él. Instó a los miembros a ayudar a sus presidentes de rama y a ser obedientes a los principios del Evangelio. Una rama era como un automóvil de carreras, explicó. “La AMM, la Primaria, la Sociedad de Socorro y la Escuela Dominical son los cuatro neumáticos —dijo él—. El sacerdocio es el motor y el conductor es el presidente de la rama”. Cada parte individual tenía un papel en el funcionamiento del automóvil.
Los instó a que guardaran los mandamientos con entusiasmo. “Si queremos ser una estaca —declaró—, debemos ser obedientes”.
A comienzos de 1966, LaMar Williams aún no entendía por qué la Primera Presidencia lo había llamado para que volviese a casa desde Nigeria. Unas horas después de recibir su telegrama, había tomado un vuelo para salir del país. Sus contactos en el Gobierno nigeriano no deseaban que él se retirara en medio de sus negociaciones.
LaMar esperaba tener más claridad una vez que llegara a Salt Lake City. Poco después de su regreso, se había reunido con la Primera Presidencia y había expresado su confusión respecto a su repentino llamado a casa. Les habló de sus prometedoras reuniones con funcionarios del Gobierno y de los miles de entusiastas nigerianos que querían unirse a la Iglesia.
Sin embargo, la Primera Presidencia ya había expresado sus dudas sobre el futuro de la misión. Mientras LaMar estaba en Nigeria, el presidente McKay había llamado dos consejeros adicionales a la Primera Presidencia: el apóstol Joseph Fielding Smith y Thorpe B. Isaacson. El presidente Isaacson, que había sido asistente de los Doce antes de su llamamiento, parecía particularmente preocupado por cómo los santos nigerianos responderían a la restricción del sacerdocio.
Además, a algunos de los Apóstoles les preocupaba que el proselitismo entre las poblaciones de raza negra en Nigeria pudiera incitar a los grupos de derechos civiles en los Estados Unidos a presionar a la Iglesia para rescindir la restricción. A otros les preocupaba que la predicación del Evangelio en Nigeria ofendiera a los funcionarios segregacionistas del apartheid en Sudáfrica y que posiblemente hiciera que restringieran la obra misional en su país.
LaMar había hecho todo de su parte por aclarar las preocupaciones de la Primera Presidencia. “Quizás sería bueno que una o más de las Autoridades Generales fuera a Nigeria y revisara la situación antes de tomar la decisión final”, sugirió él. Sin embargo, la Primera Presidencia no pensó que ese fuera el curso correcto.
LaMar se fue de la reunión desanimado. Él creía que el Señor quería que él estableciera la Iglesia en Nigeria. Las Escrituras enseñaban que el mensaje del Evangelio era para todas las personas y que el Señor no negaba a nadie que viniera a Él: “Sean negros o blancos, esclavos o libres, varones o mujeres”. Si eso era cierto, ¿por qué la Primera Presidencia lo había hecho volver a casa?.
Luego, el 15 de enero de 1966, dos meses después de que LaMar había vuelto a Utah, los funcionarios del ejército nigeriano dieron un golpe militar y orquestaron el asesinato del primer ministro y otros funcionarios del Gobierno. Las fuerzas leales rápidamente aplacaron la revuelta, pero el golpe agravó las tensiones regionales y desestabilizó el país.
Las noticias del conflicto preocuparon a LaMar. Incluso si hubiera podido establecer una misión en Nigeria, el golpe podría haber puesto fin a su trabajo. Ahora creía que el momento no había sido el adecuado para establecer la Iglesia allí.
Sin embargo, se preocupaba por sus muchos amigos en Nigeria. “Lamento que la Primera Presidencia me haya hecho volver a casa inesperadamente —le dijo a Charles Agu en una carta poco después del golpe—. Avíseme si puedo ser de más utilidad o motivación para usted en su deseo de servir al Señor y a sus semejantes”.
“Charles, se me partiría el corazón si usted perdiera la fe y la valentía para continuar con el buen trabajo que ha comenzado —escribió él—. Nunca he dudado que la obra del Señor finalmente se establecerá en su país. Lo siento en el corazón y estoy seguro de que el Espíritu da testimonio. Cuánto tiempo llevará, no lo sé”.
Aproximadamente por estos días, en Colonia Suiza, Uruguay, Delia Rochon estaba leyendo el Libro de Mormón en su casa cuando recibió una impresión espiritual: “Necesitas irte”.
Era la impresión más poderosa que jamás había sentido. Solo tenía dieciséis años e irse de casa cambiaría la vida como la conocía, pero también sabía que quedarse donde estaba le impediría crecer y desarrollarse como seguidora de Cristo.
Desde el bautismo de Delia, su madre la había apoyado y, a veces, incluso había asistido a las actividades de la Iglesia, pero la familia tenía dificultades financieras, y había tensión entre su padrastro y su madre. Su padre, mientras tanto, vivía lejos y pensaba que la Iglesia la estaba separando de su familia. Cuando se quedaba con él, no podía llevar a cabo la Primaria ni asistir a las reuniones.
Afortunadamente, varias veces al año, Delia podía dejar su casa para asistir a conferencias de distrito y actividades de misión en Montevideo y otras ciudades. Delia amaba asistir a estas reuniones lejanas, especialmente a las conferencias de la AMM, donde podía hacerse amiga de otros jóvenes Santos de los Últimos Días, una oportunidad que no tenía en su propia rama pequeña. La reunión de testimonios al final de cada convención la ayudaba a que su fe creciera aún más.
Poco después de recibir su impresión, Delia habló con el presidente de la rama. El presidente Solari conocía la familia de Delia y no intentó convencerla de quedarse. Le mencionó a una pareja de la ciudad, los Pellegrini. Ellos no eran miembros de la Iglesia, pero su hija, Miryam, sí.
—Veamos si su familia podría acogerte —dijo el presidente Solari.
Los Pellegrini siempre estaban dispuestos a ayudar a alguien en necesidad y con gusto invitaron a Delia a vivir con ellos. Delia aceptó su amable oferta y se comprometió a ayudar en la limpieza de la casa y trabajar durante algunas horas al día en la tienda al otro lado de la calle. Aunque fue difícil mudarse de su casa, Delia prosperó en su nuevo entorno. Con los Pellegrini, encontró apoyo y estabilidad.
Aun así, su vida no estaba totalmente libre de conflictos. Uruguay era uno de los países más prósperos en Sudamérica, pero su economía estaba en un período de depresión. Algunas personas tenían muchas sospechas de los Estados Unidos y veían al comunismo como una respuesta a los problemas económicos de su país. Conforme otros países de Sudamérica experimentaban contratiempos económicos similares, el antiamericanismo se extendió por el continente. Debido a que las Oficinas Generales de la Iglesia se encontraban en los Estados Unidos, los santos sudamericanos a veces afrontaban desconfianza y hostilidad.
Muchos de los compañeros de clase de Delia apoyaban abiertamente el comunismo. Para evitar controversias, Delia revelaba su membresía y creencias de la Iglesia a solo unos pocos compañeros de clase. Si hablaba demasiado abiertamente, se arriesgaba a ser ridiculizada.
Una noche, los misioneros pasaron por la casa de Delia. Ella se estaba yendo a la AMM, por lo que los misioneros la acompañaron. Era agradable estar afuera, pero a medida que se acercaban a la plaza de la ciudad, Delia sabía lo que se avecinaba. A muchos de sus compañeros les gustaba reunirse en la plaza. Si la veían con los misioneros norteamericanos, descubrirían que ella era Santo de los Últimos Días.
Delia miró a los misioneros y decidió que no podía mostrarse avergonzada de ellos. “Sé que soy mormona —se dijo—, pero ¿qué tan mormona soy yo?”.
Juntando valor, cruzó la plaza junto a los misioneros. Sabía que se enfrentaría al aislamiento en la escuela, pero no podía dar la espalda a sus creencias. Su testimonio del Evangelio restaurado era demasiado fuerte.
Al igual que José Smith, sabía que era verdadero. No podía negarlo.
En febrero de 1966, el presidente de la Misión Brasileña, Wayne Beck, presentó una propuesta a los líderes de la Iglesia en Salt Lake City que recomendaba la organización de una estaca en São Paulo.
La ciudad tenía tres distritos funcionales, veinte ramas y aproximadamente cinco mil quinientos santos, y el presidente Beck y otros líderes locales habían considerado solicitar más de una estaca. Sin embargo, no había otras estacas en Sudamérica, y acordaron que sería mejor organizar primero una estaca central compuesta por las unidades más fuertes de cada uno de los distritos de São Paulo. Entonces, la Iglesia podría crear estacas adicionales en São Paulo y otras ciudades brasileñas en los años subsiguientes.
“Creo que tenemos un liderazgo tan excelente y personas con tanta visión de futuro en esta área como en cualquier parte del mundo —afirmaba el presidente Beck en su propuesta—. Creo que están preparados para aceptar las responsabilidades y para hacer su parte”.
El mes siguiente, el élder Spencer W. Kimball, el Apóstol que supervisaba las siete misiones sudamericanas de la Iglesia, presentó la propuesta al Cuórum de los Doce. Muchos de los Apóstoles estaban entusiasmados con la idea. Habían viajado por toda la Iglesia y sabían cuánto se beneficiaban los santos de las responsabilidades de tener una estaca. Bajo la dirección del profeta, varios Apóstoles ya habían creado estacas fuera de Estados Unidos y testificaban de haber sentido el Espíritu mientras hacían dicha obra.
Después de considerar la propuesta del presidente Beck, la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce Apóstoles aprobaron la creación de la estaca. Una semana después, el presidente McKay y sus consejeros enviaron una carta al presidente Beck anunciando las noticias.
“Fue el sentimiento unánime del Consejo que se cree la organización de una estaca en Brasil con sede en São Paulo —le informaron—. Estamos orando para que el Señor continúe bendiciéndole en sus labores”.
En Palermo, Italia, Giuseppa Oliva continuó compartiendo el Evangelio con amigos y vecinos. Entre las personas a las que enseñó, se encontraba un joven de dieciocho años llamado Salvatore Ferrante. Trabajaba en la misma fábrica que su hermano, Antonino, y le fascinaban las enseñanzas del Libro de Mormón.
Después de entregar a Salvatore una copia del libro, Giuseppa escribió al presidente Mabey pidiendo más materiales. Él aceptó enviarle otro Libro de Mormón, así como una copia de Doctrina y Convenios, que se había traducido recientemente al italiano. El presidente Mabey también mencionó que había recibido una carta de Salvatore en la que expresaba su interés por ser bautizado.
“Se bautizará —prometió el presidente Mabey a Giuseppa—. Hasta entonces, por favor continúe enseñándole y preparándolo para el bautismo”.
Unos meses después, Giuseppa se reunió con el presidente Mabey, Antonino y Salvatore en la casa de Antonino para evaluar si Salvatore estaba listo para el bautismo. Conversaron sobre la Palabra de Sabiduría, el diezmo y otros principios del Evangelio, utilizando Doctrina y Convenios como referencia. La conversación salió bien, a pesar de la barrera idiomática, pero debido a que Salvatore vivía en casa de sus padres, el presidente Mabey dijo que necesitaba el permiso de ellos para ser bautizado.
El grupo tomó un autobús hacia la casa de Salvatore. Esta se encontraba en una calle estrecha con cuerdas de ropa que colgaban de los edificios. Al poco tiempo, vieron al padre de Salvatore, Girolamo, doblando la esquina de la calle. El presidente Mabey se acercó a él y lo saludó en alemán, el único idioma que conocía además del inglés. Girolamo respondió en alemán y explicó que había pasado dos años como prisionero de guerra en Viena durante la Segunda Guerra Mundial.
En cuanto Girolamo se enteró de que el presidente Mabey estaba allí para bautizar a su hijo, comenzó a hablar rápidamente en italiano y su descontento se hizo evidente en su tono y en la forma en que agitaba las manos. Giuseppa y su hermano devolvían los gritos y sus voces superpuestas hacían eco a través de la calle.
—Quiero que sepa —interrumpió el presidente Mabey en alemán—, que lo que su hijo quiere hacer es correcto y justo.
Con esas palabras, la tensión se disolvió. Girolamo invitó al grupo a su casa, donde Giuseppa le insistió para que diera su permiso para el bautismo. Le dio su testimonio y le suplicó que honrara el deseo justo de su hijo.
—Bueno, si desea bautizarlo y él desea ser bautizado —dijo finalmente—, tiene mi permiso, pero con una condición: que yo pueda presenciarlo.
Salvatore se bautizó más tarde ese día en la misma playa donde había tenido lugar el bautismo de Antonino seis meses antes.
Poco después de la confirmación de Salvatore, los santos se reunieron en la casa de Antonino. El presidente Mabey, con la ayuda de Girolamo como traductor, enseñó acerca de la autoridad del sacerdocio y confirió el Sacerdocio Aarónico a Antonino y a Salvatore. Luego, organizó formalmente la Rama Palermo con Antonino como su líder. Después de la reunión, el padre de Salvatore dijo: “Este es un día que nunca olvidaré”.
La semana siguiente, la rama se reunió en la casa de Giuseppa y participó de la Santa Cena. Poco después, recibió noticias del presidente Mabey de que la Iglesia organizaría una Misión Italiana. Pronto llegarían los misioneros a Sicilia.
“Estoy igual de seguro —escribió él—, de que su sueño de una rama en Palermo tan grande como la de Argentina se hará realidad”.
El día que Hélio da Rocha Camargo y su personal abrieron oficialmente la oficina editorial central brasileña de la Iglesia, se unieron en oración de rodillas. Nadie parecía saber exactamente qué hacer, pero eso no alarmó a Hélio. Lo que le alarmaba era que todos parecían pensar que él sabía qué hacer.
Después de regresar de Salt Lake City, había hecho un inventario detallado de toda la literatura de la Iglesia que había en las oficinas de la Misión Brasileña y la Misión Brasileña del Sur. Alquiló espacio en un edificio de oficinas en São Paulo, estableció una sede central y contrató a un pequeño equipo para organizar y traducir la literatura. Entre las personas que contrató, estaba Walter Guedes de Queiroz, quien había dejado el seminario metodista con él y se había unido a la Iglesia.
A fines de abril de 1966, después de su primer mes de operaciones, la oficina editorial estaba administrando la distribución de toda la literatura de la Iglesia en Brasil. Los santos individualmente y los líderes de la Iglesia del país ahora solicitaban materiales directamente de la oficina en lugar de hacer sus pedidos a la misión. Hélio también trasladó la producción de la Liahona, la revista de la Iglesia en portugués para los santos brasileños, desde la misión a la oficina editorial.
La tarde del martes 26 de abril, el élder Spencer W. Kimball llegó a São Paulo para organizar una estaca. Debido a que tenía que llamar a una presidencia de estaca, junto con un sumo consejo de estaca y varios obispados, apenas durmió los días siguientes conforme entrevistaba a posibles candidatos en la ciudad. No hablaba portugués, por lo que el presidente Beck normalmente se desempeñaba como su traductor.
En la mayoría de las entrevistas, el élder Kimball preguntaba: “¿Es usted feliz en la Iglesia?”. Los hombres respondían con una sinceridad que le llenaba los ojos de lágrimas. “Es mi vida —decían algunos de ellos—. Nunca podría vivir sin ella”. Otros testificaban: “Es lo mejor que hay en el mundo” y “Mi vida comenzó cuando me uní a la Iglesia”. Algunos hombres le contaron al élder Kimball sobre cómo el Evangelio les había cambiado la vida y los había ayudado a superar el alcohol, el tabaco o la inmoralidad sexual.
Hélio fue una de las primeras personas entrevistadas por el élder Kimball y muchas personas creían que podría ser un buen presidente de estaca. De hecho, entrevista tras entrevista, el élder Kimball escuchaba a las personas elogiar el liderazgo de Hélio y lo recomendaban para el llamamiento. Sin embargo, después de entrevistar a Hélio una vez más, el élder Kimball creía que el Señor tenía otra labor para él.
El domingo 1 de mayo, Hélio y Nair, sus hijos y más de quince mil santos se reunieron en un gran centro de reuniones de São Paulo para presenciar la organización de la estaca. Para hacer espacio a fin de que entraran más personas, se abrieron las cortinas que dividían la capilla del salón de actividades. Además, después de que todos los asientos se llenaron, algunas personas colocaron sillas en los pasillos, mientras que otras se sentaron afuera y escucharon la conferencia a través de un sistema de megafonía.
El presidente Beck estaba lleno de emoción al dar comienzo a la reunión. Después de dar la bienvenida a los santos, dio el tiempo al élder Kimball, quien dijo: “Es una gran alegría para mí estar aquí, bajo la asignación de la Primera Presidencia de la Iglesia en este maravilloso día para crear la primera estaca de Sudamérica en la gran tierra de São Paulo”.
Luego, habló brevemente sobre los comienzos de la Iglesia en Sudamérica. El élder Melvin J. Ballard, que dedicó América del Sur para la predicación del Evangelio restaurado en 1925, había profetizado que la Iglesia en Sudamérica crecería lentamente, como una pequeña bellota que se transforma en un poderoso roble y, finalmente, sería una de las regiones más fuertes de la Iglesia.
—Vemos cómo crece en toda Sudamérica —dijo el élder Kimball—, en Argentina, en Uruguay, en Chile, en Perú, en Paraguay y en el gran Brasil, con su pueblo gentil y dulce, que aceptó el llamado de Cristo y ha dedicado lo mejor de su vida al crecimiento de Su Iglesia.
Leyendo de una declaración preparada en portugués, procedió a crear la estaca de São Paulo con siete barrios nuevos y una rama. Llamó a Walter Spät, un fabricante de muebles, como presidente de estaca. Walter se había unido a la Iglesia en 1950 y había sido presidente de rama y de distrito antes de servir como asistente de la presidencia de la misión.
Después de que el élder Kimball organizó la presidencia de estaca y llamó a otros líderes de estaca, todos los cuales eran santos locales, anunció los nuevos obispados y la presidencia de rama. Entre ellos estaba Hélio, a quien se le llamó para servir como obispo del Barrio Dos de São Paulo.
Hélio sintió el peso del llamamiento. Aunque tenía mucha experiencia de liderazgo en la Iglesia, nunca había sido presidente de rama ni de distrito y la responsabilidad de servir a una gran congregación parecía enorme. Sin embargo, él sabía que el Señor bendecía a Sus siervos y los ayudaba a tener éxito.
—Isaías pensaba que no podía ser profeta, pero aceptó el llamamiento y avanzó —había dicho recientemente a un grupo de líderes del sacerdocio—. Cuando somos llamados a trabajar, respondemos que no somos capaces. Si pensamos de ese modo, nunca seremos capaces. Debemos recordar que es el Señor quien nos llama y no debemos negarnos.
Después de la conferencia, el élder Kimball saludó a los santos con un apretón de manos. Hélio se quedó cerca, de pie, sonriendo y saludando a los que le deseaban éxito. Al día siguiente, volvería a trabajar en la oficina editorial central y, al anochecer, tendría una reunión de obispado, posiblemente la primera de su clase en el continente.
Eso marcó una nueva era para Hélio y también para la Iglesia.