Capítulo 20
De una manera magnífica y maravillosa
Después de cinco años de presidencia, Spencer W. Kimball sentía los efectos de la edad. En marzo de 1979, cumplió ochenta y cuatro años, y su médico le aconsejó que descansara más para conservar sus fuerzas, pero él y su esposa, Camilla, continuaron con su ajetreada agenda de viajes. Para hacer todo lo que quería hacer, se levantaba temprano y se acostaba tarde, y solo tomaba una siesta corta después del almuerzo.
—Yo no quiero que me salven en este mundo —le decía a su médico—; lo que deseo es ser exaltado en el mundo venidero.
Ese verano, los años le pasaron factura. Los médicos detectaron que tenía sangre acumulada debajo del cráneo y lo enviaron inmediatamente a cirugía para disminuir la presión en su cerebro. La operación salió bien, y un mes después el presidente y la hermana Kimball viajaron de nuevo, esta vez a Jerusalén.
El profeta fue a visitar la Tierra Santa para dedicar el Jardín Conmemorativo Orson Hyde, un hermoso parque de dos hectáreas (cinco acres) que la Iglesia había construido hacía poco en el monte de los Olivos. El parque, creado por invitación del alcalde de Jerusalén Teddy Kollek y financiado por 30 000 donantes privados, recibió el nombre del apóstol de los últimos días que llegó a esa ciudad en 1841 a fin de dedicar la tierra para el recogimiento del pueblo de Judá y como la tierra prometida para los descendientes de Abraham. El alcalde Kollek quería crear más espacios verdes alrededor de Jerusalén y había trabajado con el élder Howard W. Hunter para hacer del parque una realidad.
La visita del profeta a Jerusalén, así como el jardín conmemorativo, reflejaban el deseo de la Iglesia de contribuir a la luz y la verdad que tanto apreciaban las personas en todo el mundo. El presidente Kimball sentía un inmenso respeto por las tradiciones religiosas de la Tierra Santa y de otros lugares. Él enseñó que la salvación y la felicidad duradera se alcanzan únicamente por medio de Jesucristo. Sin embargo, afirmaba que la luz de Dios había inspirado a Mahoma, Confucio, los reformadores protestantes y a otros líderes religiosos. También creía que Dios había iluminado a Sócrates, Platón y otros grandes pensadores.
“Nuestro mensaje”, había declarado recientemente la Primera Presidencia, “refleja el amor que sentimos por la humanidad y el interés en su bienestar eterno, independientemente de sus creencias religiosas, su raza o nacionalidad”.
El 24 de octubre de 1979, fecha del aniversario de la oración dedicatoria del élder Hyde, el presidente Kimball, tomó del brazo al alcalde Kollek mientras paseaban por un sinuoso sendero del jardín. El profeta caminaba con dificultad, pero se sentía bien en el parque. Desde el jardín, podía ver muchos lugares por donde el Salvador había caminado y enseñado.
En la base de la colina se había instalado una plataforma para la dedicación. El élder Hunter dio inicio a la reunión y un coro de cerca de trescientos santos, entre ellos alumnos de la Universidad Brigham Young que estudiaban en la ciudad, cantaron “Ya rompe el alba”. A continuación, el alcalde Kollek se puso de pie y habló sobre la larga historia de Jerusalén.
“Deseo que ustedes perduren tantas generaciones como lo hemos hecho nosotros”, dijo a los santos, “y que esta buena relación que hay entre nosotros se mantenga a lo largo de los siglos”.
Cuando llegó su turno de hablar, el presidente Kimball se maravilló con la historia sagrada que lo rodeaba. “Jesucristo recorrió este monte en varias ocasiones”, dijo él. “En un jardín llamado Getsemaní, justo debajo de nosotros, cumplió esa parte de Su Expiación que nos permite volver a nuestro Padre Celestial”.
Inclinó la cabeza y ofreció una oración para dedicar el jardín a Dios y Su gloria. “Que sea un remanso de paz”, declaró, “donde todos los que vengan puedan meditar en la gloria que se ha derramado sobre Jerusalén en épocas pasadas y en la gloria mayor que aún está por llegar”.
David Galbraith, presidente de distrito de la Iglesia en Israel, finalizó la reunión con una oración. “Que este jardín espiritual, con sus magníficas vistas, pueda ser una fuente de inspiración y un lugar de meditación para musulmanes, cristianos y judíos por igual”, rogó él. “Que sirva para unirnos a todos en los lazos de la hermandad y la paz”.
Antes de que los Kimball dejaran la ciudad, David les mostró una propiedad cerca del jardín conmemorativo. Durante varios años, la Iglesia había querido construir un campus en Jerusalén que sirviera para alojar a los alumnos de la Universidad Brigham Young en el extranjero, proporcionar un centro de reuniones para la rama local de santos y funcionar como centro de bienvenida para los visitantes. Ese sitio ofrecía unas impresionantes vistas del monte del templo; sin embargo, la estricta legislación urbanística hacía que fuera imposible que una organización privada construyera sobre la propiedad. Aun así, el presidente Kimball creía que era la mejor ubicación que había visto para el centro.
El 26 de octubre, los Kimball regresaron a Salt Lake City cansados, pero felices. Poco después, cuando el presidente Kimball se preparaba para asistir a unas conferencias de Área en Australia y Nueva Zelanda, notó su mano izquierda entumecida. Fue internado en el hospital y sus médicos descubrieron más acumulación de sangre debajo del cráneo.
A la mañana siguiente, el profeta volvía a la sala de operaciones.
Alrededor de esa fecha, Silvia Allred, de treinta y cinco años, y su familia se mudaron de Costa Rica a Guatemala. Silvia, una conversa de El Salvador, había servido una misión en Guatemala unos quince años antes y estaba emocionada de volver allí con su esposo, Jeff, y sus seis hijos pequeños.
Jeff era el director de Asuntos Temporales de la Iglesia en Centroamérica, un puesto que, al igual que otros como ese en todo el mundo, se había creado en 1979 para ayudar a la Oficina del Obispado Presidente con tareas como la distribución del programa de estudios de la Iglesia, el mantenimiento de las propiedades de la Iglesia y la compra de terrenos para nuevos centros de reuniones.
Los Allred llegaron a la Ciudad de Guatemala al comienzo del año escolar, e inscribieron a sus hijos en una escuela de habla inglesa con alumnos locales e internacionales. Los domingos, la familia asistía a un gran barrio de habla hispana en la ciudad.
Cuando Silvia era misionera, en la década de los sesenta, había alrededor de 11 000 miembros de la Iglesia y no había estacas en Centroamérica. Había pasado mucho de su tiempo sirviendo en pequeñas ramas con dificultades, en las que los misioneros asumían la mayor parte del liderazgo. Si bien los guatemaltecos hablaban muchos idiomas y dialectos, ella y los otros misioneros habían enseñado exclusivamente en español.
Desde entonces, el número de miembros de la Iglesia había experimentado un gran crecimiento en toda Latinoamérica. Para el año 1980, solo en Guatemala había cinco estacas, cerca de 18 000 miembros de la Iglesia y un fuerte liderazgo local. Los países vecinos de El Salvador, Costa Rica, Honduras y Panamá también tenían sus propias estacas, y cerca de mil mujeres y hombres de Centroamérica estaban sirviendo en misiones de tiempo completo.
Sin embargo, este crecimiento requería algunos cambios. Cada vez se unían más personas indígenas a la Iglesia en Centroamérica, y muchas de ellas no hablaban español. Otros conversos también necesitaban ayuda para aprender y comprender las enseñanzas del Evangelio restaurado.
Para satisfacer estas necesidades, la Iglesia había aprobado la traducción de fragmentos del Libro de Mormón a los idiomas indígenas locales: quiché, quekchí, cakchiquel y mam. Los nuevos conversos también podrían estudiar Principios del Evangelio, un manual de la Escuela Dominical sencillo y fácil de leer que la Iglesia había elaborado recientemente para enseñar verdades básicas a los miembros de todo el mundo.
Un mayor crecimiento también requería ajustes en la forma en que los Santos de los Últimos Días de todo el mundo se reunían cada semana. Durante medio siglo, la Iglesia había realizado las reuniones sacramentales, de Escuela Dominical y sacerdocio en diferentes momentos del día de reposo, y las reuniones de la Primaria, la Sociedad de Socorro y los jóvenes entre semana. Sin embargo, para los santos que vivían lejos de los centros de reuniones y no tenían automóvil ni posibilidades de usar el transporte público, ese horario suponía un desafío.
Hacía poco tiempo, el apóstol Boyd K. Packer había ido a Guatemala y dedicado nueve pequeños centros de reuniones en la zona montañosa del país. Esos centros de reuniones redujeron en gran medida el tiempo que muchos miembros de la Iglesia dedicaban a desplazarse, y Jeff recomendó construir más en toda la región rural de Centroamérica. Además, los líderes de la misión en las zonas montañosas de Guatemala habían implementado un horario de reuniones que permitía que los santos de las áreas rurales se reunieran solo una vez a la semana. Según el nuevo plan, los niños de la Primaria se reunían mientras los hombres y las mujeres participaban de sus propias reuniones. Después, los santos de todas las edades asistían a la reunión sacramental.
El barrio de Silvia y Jeff en la Ciudad de Guatemala seguía el horario de reuniones tradicional. Sin embargo, en 1980, cuando los Allred se estaban instalando en su nueva casa, la Primera Presidencia anunció un horario de reuniones para toda la Iglesia igual que el que se utilizaba en la zona rural de Guatemala. En lugar de realizar las reuniones en diferentes horarios entre semana, ahora todos los barrios y ramas se reunirían los domingos durante tres horas.
En las congregaciones en las que se había probado este horario, la asistencia a la Iglesia había mejorado y los santos tenían más tiempo para enseñar y estudiar el Evangelio en casa. Los líderes de la Iglesia esperaban que ahora ocurriera lo mismo en todo el mundo, y alentaron a las familias a pasar juntos el día de reposo y hacer de su hogar un lugar en el que todos pudieran encontrar amor, aliento, apoyo y aprecio. Ya que el costo del petróleo aumentaba en todo el mundo, los líderes de la Iglesia también esperaban que el nuevo horario permitiera a los santos ahorrar en combustible y gastos de transporte.
Silvia se dio cuenta de la sabiduría de tener un horario de reuniones que funcionara para los santos en cualquier lugar del mundo. Sus hijas podrían asistir a las clases de las Mujeres Jóvenes el domingo cuando fueran adolescentes, y Jeff y sus hijos no tendrían que levantarse tan temprano para asistir a las reuniones matutinas del sacerdocio.
Aun así, acostumbrarse a este nuevo horario tomaría un tiempo.
El 6 de abril de 1980, el apóstol Gordon B. Hinckley se despertó en una hermosa mañana de Pascua de Resurrección. Era el 150 aniversario de la Iglesia. Él y el presidente Spencer W. Kimball habían ido a Fayette, Nueva York, para transmitir parte de la conferencia general desde la granja de Peter y Mary Whitmer, donde los santos habían celebrado su primera reunión en 1830.
La Iglesia tenía mucho que celebrar en su sesquicentenario. El Evangelio restaurado de Jesucristo se había propagado a ochenta y un países —casi la mitad de las naciones del mundo—, brindando propósito, esperanza y sanación a las personas que por mucho tiempo habían anhelado este mensaje. La cantidad de templos aumentaba, y se habían anunciado o se hallaban en proceso de construcción nuevas Casas del Señor en Argentina, Australia, Chile, Japón, México, Samoa, Tahití, Tonga y Estados Unidos. Y gracias al pago fiel de los diezmos, junto con inversiones financieras sensatas, la Iglesia construía cientos de nuevos centros de reuniones cada año. Si bien los santos locales seguían pagando un pequeño porcentaje por esos edificios, la Iglesia dejó de llamar a misioneros de construcción que realizaran este trabajo.
Sin embargo, el élder Hinckley sabía que la Iglesia aún afrontaba un desafío importante. En muchos lugares del mundo, las congregaciones tenían dificultades para retener a los nuevos miembros, y el élder Hinckley estimó que la mitad de los 4,5 millones de miembros de la Iglesia no practicaban su religión. También había personas que consideraban que el rápido crecimiento de la Iglesia en todo el mundo, su seguridad financiera y sus enseñanzas distintivas eran una amenaza para el cristianismo tradicional, lo que llevaba a los críticos a elaborar panfletos, libros y películas que atacaban a los Santos de los Últimos Días.
Otras personas expresaron objeciones cuando la Primera Presidencia habló sobre temas políticos de actualidad, y afirmaron que era inapropiado que la Iglesia lo hiciese de forma pública. Como respuesta a las críticas de los opositores de la Iglesia a la Enmienda de Igualdad de Derechos, el élder Hinckley había elaborado recientemente una importante declaración de la Iglesia sobre este tema. En esta declaración, publicada en febrero de 1980, se expresó el apoyo a la igualdad de derechos para las mujeres, se reiteró las inquietudes de la Primera Presidencia sobre la Enmienda de Igualdad de Derechos (ERA) y se afirmó el derecho de la Iglesia a hablar sobre temas morales.
Habiendo estudiado la historia de la Iglesia, el élder Hinckley sabía que los santos experimentaban ciclos de buenos y malos tiempos. A pesar de todo, la Iglesia se había vuelto más fuerte. “Así será en el futuro”, había recordado recientemente a sus compañeros apóstoles. “La Iglesia crecerá y prosperará y se extenderá de una manera magnífica y maravillosa”.
La Iglesia nunca antes había transmitido conferencias generales desde dos ubicaciones, por lo que el élder Hinckley llegó a la granja de los Whitmer dos horas antes para asegurarse de que todo estuviera en orden.
Bajo su dirección, la Iglesia había construido recientemente una casa de troncos histórica y un moderno centro de reuniones en la propiedad de la familia Whitmer. Él y el presidente Kimball planeaban dirigirse a los santos desde el interior de la casa. Si todo salía según lo planeado, una enorme antena de satélite en el sitio transmitiría el acto en tiempo real al Tabernáculo de Salt Lake y a las capillas en todo el mundo.
Después de inspeccionar la casa, el élder Hinckley y el presidente Kimball ensayaron sus discursos. El élder Hinckley se preguntaba si el profeta tendría fuerzas para pronunciar su discurso, ya que sabía que aún se estaba recuperando de sus recientes cirugías. El día anterior, al presidente Kimball se le había visto cansado cuando inició la conferencia en el Tabernáculo. Ahora, mientras ensayaba su discurso, seguía hablando con dificultad.
Para el élder Hinckley fue doloroso ver al profeta teniendo dificultades. Recientemente, la Iglesia había implementado una nueva norma por la cual los miembros más mayores del Primer Cuórum de los Setenta debían retirarse del servicio activo. Sin embargo, los presidentes y apóstoles de la Iglesia continuaban sirviendo hasta el final de sus vidas, y a veces experimentaban problemas de salud que les hacía difícil ir a estar con los santos. En tales momentos, los consejeros de la Primera Presidencia solían hacer más para ayudar al Presidente. Por desgracia, los consejeros del presidente Kimball, N. Eldon Tanner y Marion G. Romney, también tenían mala salud y no siempre podían brindarle todo el apoyo que el profeta necesitaba.
La transmisión comenzó al mediodía. En la cabaña de los Whitmer, el élder Hinckley y el presidente Kimball vieron por televisión al presidente Tanner iniciando la sesión de la conferencia en el Tabernáculo. Después de una oración y de los himnos del coro, el presidente Kimball se puso de pie y la señal cambió a una toma de él en la cabaña de troncos dando la bienvenida a los santos.
“Aquí, en este sitio”, dijo, “repasamos mentalmente la poderosa fe y las obras de quienes, partiendo de estos humildes comienzos, dieron tanto para ayudar a que la Iglesia alcanzara la importancia que tiene ahora; y, lo que es más importante aún, observamos mediante nuestra fe la visión de su inminente y glorioso futuro”.
Al verlo, el élder Hinckley sintió que era testigo de un milagro. ¡El presidente Kimball estaba hablando sin dificultad alguna!
Cuando el profeta terminó su discurso, el élder Hinckley presentó una proclamación especial de la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce Apóstoles.
“La misión de la Iglesia hoy, como lo fue desde el comienzo, es enseñar el Evangelio de Jesucristo a todo el mundo”, declaró. “Es, por lo tanto, nuestra obligación enseñar la fe en nuestro Señor Jesucristo, exhortar a la gente de la tierra para que se arrepienta, administrar las sagradas ordenanzas del bautismo por inmersión para la remisión de los pecados y la imposición de manos para conferir el don del Espíritu Santo”.
El élder Hinckley sintió el Espíritu con fuerza mientras leía la proclamación. “Contemplamos humildes y agradecidos los sacrificios de aquellos que nos antecedieron”, dijo. “Estamos resueltos a edificar sobre ese legado para bendición y beneficio de quienes nos sigan”.
Poco después de que la Iglesia adoptara el programa dominical integrado, el obispo de Silvia Allred en la Ciudad de Guatemala la convocó a una reunión. “Las hermanas de la Primaria están teniendo grandes dificultades para implementar el nuevo programa”, le dijo.
Como ahora la Primaria se reunía a la misma hora que los adultos tenían sus clases, los maestros tenían que perderse las reuniones de Escuela Dominical, Sociedad de Socorro y sacerdocio de las que habían disfrutado durante tanto tiempo. Ahora, la Primaria duraba el doble de tiempo que antes y el tener que tratar con niños llenos de energía durante ese tiempo podría ser agotador.
“Las hermanas no saben qué hacer en las dos horas de Primaria”, le explicó el obispo, “así que simplemente llevan a los niños a jugar al jardín”. El obispo quería que las líderes de la Primaria siguieran el nuevo programa con precisión. “Usted puede ayudarnos a conseguirlo”, le pidió a Silvia.
En la Primaria, Silvia descubrió que el mayor desafío era el “tiempo para compartir”, cuando todos los niños se reunían para aprender más acerca de cómo vivir el Evangelio de Jesucristo. Silvia trabajó con las líderes de la Primaria para incluir música, ayudas visuales y teatro en sus lecciones. No mucho tiempo después, a los niños les encantaba asistir. En una actividad con temática del Evangelio, armaban un gran rompecabezas. En otra, cantaban más alto o más bajo cuando la líder subía o bajaba la temperatura en un termómetro de mentira. Los niños también representaban los relatos de las Escrituras, como la parábola del buen samaritano que enseñó Jesús.
Sin embargo, Silvia pasó poco tiempo en la Primaria. Durante su visita a Salt Lake City en abril de 1980, ella y Jeff se enteraron de que la Primera Presidencia planeaba trasladar las Oficinas Generales de Asuntos Temporales de Centroamérica fuera de Guatemala. Durante más de dos décadas, el país se había visto envuelto en una guerra civil, y los grupos rebeldes estaban cobrando fuerza.
Aunque Silvia y Jeff eran conscientes del conflicto cuando se mudaron a Guatemala, su familia había llevado una rutina normal: asistían a la iglesia y a la escuela, iban de compras y salían como familia sin mucha preocupación.
Aun así, un mes después de que los Allred regresaran de Utah, la Iglesia trasladó la Oficina de Asuntos Temporales a San José, Costa Rica. La reubicación no era lo ideal para Jeff, cuyos proyectos de trabajo se encontraban principalmente en Guatemala y El Salvador, y Silvia tenía sentimientos encontrados en cuanto al hecho de volver a Costa Rica. Ella y su familia habían vivido en Guatemala por menos de un año, y a Silvia le gustaba ser parte del gran crecimiento que la Iglesia estaba experimentando en el país. Había disfrutado especialmente viendo a hombres y mujeres jóvenes de Guatemala ahorrar dinero para las misiones y progresar espiritualmente en sus clases para jóvenes y de Seminario.
En julio de 1980, justo antes de que la familia se mudara, su barrio les hizo una pequeña fiesta de despedida. A pesar de que las personas de Guatemala se enfrentaban a pruebas constantes, los Allred sabían que los santos del país seguirían prosperando. La guerra civil no interfería en las reuniones de la Iglesia, y no se retiraron líderes de misión ni misioneros del país.
A pesar de la tristeza, los Allred estaban dispuestos a ir a donde el Señor los guiara y, al margen de dónde fueran, estaban entusiasmados por ayudar a edificar Su reino.
En la época en que la familia Allred se mudó a Costa Rica, Olga Kovářová, de veinte años estaba estudiando educación física en una universidad en Brno, República Checa. En una de sus clases, aprendió acerca del yoga y de sus beneficios para la mente y el cuerpo. Fascinada, quiso saber más.
Un día, una compañera de clase le habló de un instructor de yoga local, Otakar Vojkůvka, y Olga aceptó ir con ella a conocerlo.
Otakar, un hombre pequeño y de avanzada edad, les sonrió al abrir la puerta, y Olga sintió una conexión instantánea con él. Durante la visita, él les preguntó a las jóvenes si eran felices.
—No sabemos —respondieron con honestidad.
Otakar les habló de las pruebas que había enfrentado en su vida. En la década de los cuarenta, había dirigido una próspera fábrica pero, cuando un gobierno de tintes soviéticos llegó al poder en la República Checa, el Estado le expropió la fábrica y envió a Otakar a un campo penitenciario, dejando a su esposa, Terezie Vojkůvková, sola para criar a sus dos hijos durante un tiempo. Terezie ya había muerto y Otakar vivía con su hijo, Gád, y la familia de este.
Cuando Olga escuchó la historia de Otakar, se sintió asombrada. La mayoría de las personas que conocía en su país eran tristes y desconfiadas, y se preguntaba cómo era posible que Otakar fuera tan feliz después de experimentar tantas dificultades.
Al poco tiempo, Olga volvió a visitar a Otakar, y esta vez Gád también estaba ahí. “Entonces”, le dijo él, “¿estás interesada en practicar yoga?”.
—No sé nada sobre el yoga —dijo Olga—, pero me gustaría aprender, porque todos ustedes parecen ser muy felices. Supongo que se debe al yoga.
Comenzaron a hablar sobre la espiritualidad y el propósito de la vida. “Dios nos envió a la tierra para sembrar alegría, vida y amor en las almas”, le dijo Otakar.
Dado que Olga había crecido en una sociedad atea, nunca había pensado mucho en Dios ni en el propósito de la vida. Sin embargo, sus antepasados habían sido protestantes, y ahora ella había descubierto que tenía muchas preguntas sobre religión. A diferencia de sus profesores y compañeros de clase, que desalentaban el interés en la religión, Otakar se tomó sus preguntas en serio y le prestó sus libros sobre el tema.
A medida que Olga estudiaba, anhelaba encontrar más propósito en su vida. Siguió reuniéndose con Otakar y cada vez se sentía más feliz mientras él le enseñaba acerca de sus creencias. Le habló más sobre su fe cristiana y su devoción por Dios y Olga, cuanto más aprendía, más anhelaba ser parte de una comunidad espiritual.
Un día, Otakar le recomendó que leyera un libro del élder John A. Widtsoe acerca de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Después de leerlo, le dijo a Otakar que estaba fascinada con los santos. “¿Podría darme la dirección de un mormón checo?”, le preguntó.
—No hace falta una dirección —dijo Otakar—. Estás en el hogar de uno de ellos.
Otakar había sido bautizado poco antes de la Segunda Guerra Mundial, y era uno de los primeros miembros de la Iglesia en la República Checa. En 1950, cuando el Gobierno checo obligó a todos los misioneros Santos de los Últimos Días extranjeros a abandonar el país, él y unos 245 miembros de la Iglesia siguieron practicando su fe y adorando juntos en casas privadas en Praga, Pilsen y Brno.
Cuando Olga aprendió más, tomó prestado un ejemplar del Libro de Mormón de Otakar y, al leer las palabras de Lehi, “existen los hombres para que tengan gozo”, sintió que había descubierto una verdad perdida. El amor y la luz parecieron inundar cada célula de su cuerpo y supo, sin lugar a dudas, que el Padre Celestial y Jesucristo vivían. Sintió el amor que Ellos tenían por ella y por todas las personas del mundo.
Por primera vez en su vida, se arrodilló en oración y expresó su gratitud a Dios. A la mañana siguiente fue al apartamento de Otakar y le preguntó: “¿Hay alguna forma en que pueda comenzar mi vida como una persona nueva?”.
—Sí, sí la hay —contestó él. Abrió la Biblia y le mostró las enseñanzas de Jesús acerca del bautismo.
—¿Qué significa entrar en el reino de Dios? —preguntó ella.
—Convertirse en discípulo de Cristo —dijo él. Luego, le explicó que tendría que ser bautizada y obedecer los mandamientos de Dios. Le habló de algunas lecciones que tendría que recibir primero y la invitó a ir a su casa el siguiente domingo para una reunión de santos. Olga aceptó feliz.
Se reunieron en una sala del segundo piso del apartamento de Otakar. Unos cuantos sofás daban cabida al pequeño grupo, y bajaron las persianas a fin de evitar que pudieran verlos los vecinos que desconfiaban de la religión. Olga miró alrededor y le sorprendió descubrir que los siete miembros tenían la edad de sus padres y abuelos.
“¿Es esta Iglesia para personas mayores únicamente?”, se preguntó. “¿Qué hago yo aquí?”.