Capítulo 29
Una gran familia
A principios de 1996, en Filipinas, la presidenta de la Sociedad de Socorro de la Estaca Iloílo, Maridan Nava Sollesta, recibió buenas noticias de su presidente de estaca, Virgilio García. Unos meses antes, ella había escrito a la Presidencia General de la Sociedad de Socorro para solicitar una visita de Chieko Okazaki, la primera consejera de la presidenta Elaine L. Jack. Los discursos de la hermana Okazaki en la conferencia que promovían la fe, inspiraron a Maridan, y ella pensaba que las mujeres de su estaca se beneficiarían de oírla hablar en persona. Ahora, el presidente García le decía que la hermana Okazaki había recibido la asignación de visitar su estaca.
Recientemente, la Iglesia había alcanzado un hito importante: había más santos fuera de los Estados Unidos que dentro. Maridan y su esposo, Seb, se habían unido a la Iglesia hacía más de una década. Se sellaron en el Templo de Manila en 1984 y, desde entonces, habían tenido tres hijos, que ahora tenían siete, nueve y diez años. En los cinco años transcurridos desde el llamamiento de Maridan como presidenta de la Sociedad de Socorro, la Iglesia en Filipinas había crecido en más de 80 000 miembros. El número total de miembros en el país era de 360 000, lo que lo convertía en el quinto país del mundo con mayor población de Santos de los Últimos Días, solo superado por los Estados Unidos, México, Brasil y Chile.
La cantidad de Autoridades Generales de fuera de Estados Unidos también aumentaba constantemente. En el Primer y Segundo Cuórum de los Setenta ya habían participado miembros como Ángel Abrea, de Argentina; Hélio da Rocha Camargo y Helvécio Martins, de Brasil; Eduardo Ayala, de Chile; Carlos H. Amado, de Guatemala; Horacio A. Tenorio, de México; Yoshihiko Kikuchi, de Japón; Han In Sang, de Corea del Sur; y Augusto A. Lim, de Filipinas. En 1995, la Primera Presidencia creó la función de Autoridad de Área para reemplazar el cargo de Representante Regional, lo que aumentó la cantidad de líderes del sacerdocio en todo el mundo que apoyaban a las unidades locales. La hermana Okazaki, nacida y criada en Hawái, fue la primera persona de ascendencia asiática en ocupar una presidencia general de la Iglesia.
En la ciudad de Iloílo, Maridan era testigo directa del crecimiento de la Iglesia. Ahora, había ocho barrios y seis ramas en su estaca, y visitar cada congregación se estaba volviendo más difícil para ella y los demás líderes de la estaca. Maridan era propietaria y directora de una empresa farmacéutica, lo cual la mantenía ocupada, pero hacía todo lo posible por ministrar a las mujeres a su cargo. Aunque muchos nuevos conversos se habían convertido en miembros fieles, también había muchos santos en Filipinas que habían dejado de asistir a las reuniones de la Iglesia. A veces, cuando Maridan las visitaba, no querían conversar con ella. Otras aceptaban sus visitas y apreciaban el interés que tenía en ellas.
Conforme Maridan hablaba con esas mujeres, se fue enterando de que algunas estaban disgustadas con otros miembros de la Iglesia. Otras habían perdido la fe o habían vuelto a sus antiguos modos de vida. Algunas mujeres no habían podido disfrutar ni sacar mucho provecho de las reuniones porque no sabían inglés ni tagalo, las dos lenguas principales que la Iglesia utilizaba en Filipinas. Aunque la Iglesia se había esforzado por ofrecer materiales en más de las casi doscientas lenguas y dialectos hablados en el país, la comunicación era un problema importante entre sus miembros.
La hermana Okazaki llegó a la ciudad de Iloílo la mañana del 24 de febrero de 1996. Maridan y el presidente García formaron parte del comité de bienvenida que la recibió a ella, al élder Augusto A. Lim y a la hermana Myrna Lim en el aeropuerto.
Durante el resto del día, la hermana Okazaki y el élder Lim enseñaron a Maridan y a los miembros de su estaca. En su primera lección, la hermana Okazaki utilizó Doctrina y Convenios 107 para destacar la importancia de aprender y cumplir los deberes en la Iglesia. Más tarde, habló a toda la estaca sobre la búsqueda de bendiciones del Padre Celestial.
“Mis queridos hermanos y hermanas”, dijo ella, “podemos pedir los deseos de nuestro corazón. Podemos pedir con fe y con confianza. Sabemos que un Padre amoroso nos escucha. Él nos dará por propia voluntad lo que queremos cuando pueda”.
El día siguiente era domingo y la hermana Okazaki asistió a las reuniones del barrio de la Ciudad de Iloílo. Durante ese tiempo, instruyó y alentó a Maridan a que hablara con las hermanas de la Sociedad de Socorro en su lengua materna para que pudieran entender su instrucción. Antes de irse esa tarde, la hermana Okazaki le regaló a Maridan un libro sobre el liderazgo.
Unos meses después, Maridan y los demás santos filipinos tuvieron la oportunidad de ver a otro líder de la Iglesia: el presidente Gordon B. Hinckley. Desde que se convirtió en Presidente de la Iglesia, había viajado por todo el mundo visitando a los santos. En Filipinas, visitó Manila y Ciudad de Cebú.
Durante su estancia en Manila, respondió a preguntas sobre la Iglesia para los canales locales de televisión. Una pregunta se refería a “La Familia: Una proclamación para el mundo”, una reciente declaración de la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce Apóstoles. Durante muchos años, los líderes de la Iglesia habían estado preocupados porque las enseñanzas tradicionales sobre el matrimonio y la familia estaban cambiando en todo el mundo. La proclamación afirmaba que el matrimonio entre el hombre y la mujer era ordenado por Dios y que la familia era fundamental en Su Plan de Salvación. Defendía la santidad de la vida, declarando que todas las personas eran hijos e hijas amados de padres celestiales, creados a imagen de Dios, con una naturaleza y un destino divinos. También instaba a los padres a amar a sus hijos y a criarlos en rectitud, trabajando juntos como compañeros iguales mientras establecían un hogar sobre los principios “de la fe, de la oración, del arrepentimiento, del perdón, del respeto, del amor, de la compasión, del trabajo y de las actividades recreativas edificantes”.
—La familia es la organización ordenada por Dios —explicó el presidente Hinckley al entrevistador en Filipinas—. Dios es nuestro Padre Eterno y nosotros somos Sus hijos, independientemente de la raza, el color o lo que sea. Todos somos Sus hijos. Formamos parte de Su familia.
Más tarde, mientras hablaba en un coliseo lleno ante treinta y cinco mil santos, señaló que la gente a veces le preguntaba por qué la Iglesia crecía tan rápidamente en Filipinas.
“La respuesta es simplemente esta”, dijo, “esta Iglesia se erige como un ancla, un ancla sólida de verdad en un mundo de valores cambiantes”.
“Todo hombre y toda mujer que se una a esta Iglesia y se aferre a sus enseñanzas”, continuó, “vivirá una vida mejor, será un hombre o una mujer más feliz, llevará en su corazón un gran amor por el Señor y Sus caminos”.
Una noche de marzo de 1996, Verónica Contreras se hallaba con su esposo, Felicindo, frente al centro de reuniones de su barrio, en Santiago de Chile. Acababan de mudarse a la capital desde Panguipulli, una ciudad mucho más pequeña al sur de Chile, con la esperanza de encontrar mejores oportunidades educativas para sus cinco hijos. También estarían más cerca del Templo de Santiago, Chile, y pertenecerían a una estaca que podría ofrecer clases de Seminario y actividades establecidas para jóvenes. Aunque no era domingo, el matrimonio pensó que podrían encontrar a otros miembros de la Iglesia en el centro de reuniones, pero cuando llegaron, encontraron las puertas cerradas; no había nadie allí.
Más adelante esa semana, el matrimonio detuvo a un par de misioneros que iban en bicicleta y les pidió que ayudaran a su familia a comunicarse con el obispo. Poco después, el obispo fue a casa de los Contreras y les dio la bienvenida al barrio, pero su visita no los preparó para lo que les esperaba el primer domingo en la Iglesia.
En Panguipulli, los santos trataban su centro de reuniones como su hogar, lo mantenían limpio y bien cuidado. Sin embargo, cuando Verónica entró en el centro de reuniones de Santiago, se sorprendió al ver que el suelo y las paredes estaban manchados con marcas de zapatos y neumáticos de niños que iban en bicicleta por los pasillos. Durante la reunión sacramental, la mayoría de los bancos estaban vacíos, a pesar de que el barrio tenía más de setecientos miembros en los registros.
Lamentablemente, los problemas que los Contreras encontraron en su nuevo barrio no eran exclusivos de Chile. El número de bautismos de conversos en toda Sudamérica había aumentado rápidamente durante la década de 1980 y principios de 1990, lo que llevó a la creación de decenas de estacas. Sin embargo, muchos miembros nuevos de todo el mundo tuvieron dificultades para mantener su compromiso con el Evangelio restaurado después de sus bautismos.
Los líderes de la Iglesia llevaban años preocupados por retener a los conversos recientes y habían intentado tratar el problema de diversas maneras. En 1986 se disolvió el oficio de setenta en el sacerdocio local, lo que dio más fuerza a los cuórums de élderes locales. También se había animado a los misioneros a dedicar más tiempo al hermanamiento de los miembros nuevos y la Iglesia creó una serie de seis lecciones para nuevos miembros con el fin de ayudar a los conversos recientes a adaptarse. Sin embargo, muchas personas nunca recibieron estas lecciones, y barrios como el de Santiago a menudo se veían desbordados por la enormidad de la obra. Había muy pocos miembros que asistían a las reuniones en comparación con el número total de santos en el barrio.
El nuevo obispo de los Contreras era un hombre bueno y fiel, pero no tenía consejeros que lo ayudaran a compartir su carga de trabajo. Además, en su trabajo él tenía que hacer muchas horas adicionales y a menudo no podía reunirse con los miembros los días de semana. Cuando Verónica y Felicindo se reunieron con él, se ofrecieron para ayudar sirviendo donde fuera necesario. Pronto, su hija mayor comenzó a tocar el órgano en el barrio y sus hijos servían con los otros hombres jóvenes. Felicindo comenzó a ayudar con la obra del templo y de historia familiar, y a servir en el sumo consejo de estaca. Verónica, mientras tanto, fue llamada como presidenta de la Sociedad de Socorro del barrio.
Otros miembros se unieron a ellos en su servicio, pero aún quedaba mucho por hacer para que el barrio funcionara mejor.
Cuando se anunció el Templo de Hong Kong en octubre de 1992, Nora Koot Jue se llenó de gozo. Habían pasado más de treinta años desde su servicio en la Misión del Lejano Oriente Sur. En ese tiempo, había emigrado a los Estados Unidos, se había casado con un chino-estadounidense llamado Raymond Jue y había criado a cuatro hijos, pero nunca había olvidado sus experiencias como una de las primeras chinas conversas a la Iglesia en Hong Kong. Esas eran las historias que les contaba a sus hijos a la hora de dormir.
Raymond pensó que toda la familia debía ir a la dedicación del templo.
—No —dijo Nora—. Es mucho dinero.
—Tenemos que ir —, insistió Raymond.
La familia comenzó a ahorrar dinero. Sus hijos ya eran adultos y sabían lo importante que era la Casa del Señor para su madre. Cuando emigró a los Estados Unidos en 1963, se detuvo primero en Hawái para recibir su investidura en el Templo de Laie. Más tarde, ella y Raymond fueron sellados en el Templo de Los Ángeles y, poco tiempo después, se dedicó el Templo de Oakland cerca de su casa en el área de la Bahía de San Francisco, en California. Con el tiempo, Nora y Raymond se convirtieron en obreros del templo allí, lo que dio a Nora la oportunidad de administrar las ordenanzas del templo en mandarín, cantonés, hmong y otros idiomas.
Una vez terminado el templo de Hong Kong, en mayo de 1996, la Iglesia organizó un programa de puertas abiertas de dos semanas. Nora y su familia llegaron a la ciudad la noche del 23 de mayo, tres días antes de la dedicación del templo. Cuando salieron del aeropuerto, Nora sintió que el aire cálido y húmedo la envolvía.
—Bienvenidos a Hong Kong —dijo a su familia con una sonrisa.
Durante los días siguientes, Nora llevó a su familia a recorrer la ciudad. Su hija mayor, Lorine, también había servido en una misión en Hong Kong y ambas disfrutaron de volver a visitar la zona juntas. Cuando Nora les mostró a sus hijos las calles y los edificios que ella había conocido, las historias que ellos habían oído de niños cobraron vida. Uno de los primeros lugares adonde los llevó fue al templo, construido en el terreno de la antigua casa de la misión, donde había pasado tanto tiempo de joven. Nora no podía estar más feliz de que el lugar se destinara a un propósito tan sagrado.
En la mañana del domingo 26 de mayo, la familia asistió a una reunión sacramental especial con el presidente de misión de Nora, Grant Heaton, y otros antiguos misioneros de la Misión del Lejano Oriente Sur. Durante la reunión, el presidente Heaton y los misioneros dieron su testimonio. Cuando llegó el turno de Nora, ella se puso de pie. “El Espíritu arde dentro de mí”, declaró ella. “Soy un producto de esta tierra y de esta misión, y estoy agradecida”.
A la mañana siguiente, Nora y su familia se sentaron juntos en el salón celestial del Templo de Hong Kong. El rostro de Nora estaba radiante y sonriente cuando el presidente Thomas S. Monson dio inicio a la reunión y el élder Neal A. Maxwell, del Cuórum de los Doce Apóstoles, tomó la palabra. Sintió como si se hubiera completado un ciclo en su vida. Cuarenta y dos años antes, le había suplicado al élder Harold B. Lee que hiciera que la Iglesia regresara a Hong Kong. Solo había un puñado de santos en la ciudad en ese momento. Ahora, Hong Kong tenía una Casa del Señor y ella estaba allí con su esposo y sus hijos.
Al final de la reunión, el presidente Thomas S. Monson leyó la oración dedicatoria. “Tu Iglesia ha crecido y ha bendecido la vida de muchos de Tus hijos e hijas en este lugar”, oró él. “Te damos gracias por todos los que han aceptado el Evangelio y se han mantenido fieles a los convenios hechos contigo. Tu Iglesia en esta área alcanza ahora su plena madurez con la dedicación de este templo sagrado”.
Las lágrimas corrían por el rostro de Nora mientras todos cantaban “El Espíritu de Dios”. Cuando terminó la oración, tomó a su esposo y a sus hijos y los abrazó. Tenía el corazón lleno.
Esa noche, la familia asistió a una reunión de la misión. Llegaron un poco tarde y los encontraron a todos conversando en una sala. La multitud se quedó en silencio cuando Nora entró y su familia observó con asombro cómo una persona tras otra la saludaba con honor y respeto.
Mientras Nora conversaba con viejos amigos, un anciano le tocó el hombro: “¿Te acuerdas de mí?”, le preguntó él.
Nora lo miró y un destello de reconocimiento cruzó por su rostro. Era Harold Smith, uno de los primeros misioneros que había conocido de niña. Ella le presentó a sus hijos.
—No creí haber marcado alguna diferencia —le dijo él. No podía creer que ella se acordara de él.
—No se olvida a las personas que te salvan —le dijo Nora.
En mayo de 1997, el Gobierno de Zaire se derrumbó tras años de guerra y agitación política. El presidente Mobutu Sese Seko, que había controlado la nación durante más de tres décadas, se estaba muriendo y ahora no tenía poder para detener el fin de su régimen. Las fuerzas armadas de Ruanda, país vecino de Zaire por el este, habían entrado al país en busca de rebeldes exiliados de su propia guerra civil. Otros países del este de África no tardaron en seguirle y, finalmente, unieron sus fuerzas con las de otros grupos para derrocar al debilitado presidente, sustituirlo por un nuevo líder y cambiar el nombre del país a República Democrática del Congo o RDC.
La Iglesia siguió funcionando en la región mientras el conflicto hacía estragos. En la RDC vivían unos seis mil santos. La Misión Kinsasa cubría cinco países con diecisiete misioneros de tiempo completo. En julio de 1996, varios matrimonios de la región habían viajado más de dos mil ochocientos kilómetros para recibir sus bendiciones en el Templo de Johannesburgo, Sudáfrica. Unos meses después, el 3 de noviembre, los líderes de la Iglesia organizaron la estaca de Kinsasa, la primera estaca de la RDC y la primera de habla francesa en África. También había cinco distritos y veintiséis ramas repartidas por toda la misión.
En Luputa, Willy Binene, que ahora tenía veintisiete años, seguía esperando servir en una misión de tiempo completo, a pesar de los disturbios en su país, pero cuando comunicó su esperanza a Ntambwe Kabwika, un consejero de la presidencia de la misión, recibió noticias decepcionantes.
“Hermano mío”, le dijo el presidente Kabwika, “el límite de edad es de veinticinco años. No hay forma de llamarte a una misión”. Luego, tratando de consolarlo, agregó: “Aún eres joven. Puedes estudiar y casarte”.
Sin embargo, Willy no se sintió consolado. La decepción se apoderó de él. Le parecía injusto que su edad le impidiera servir en una misión. ¿Por qué no se podía hacer una excepción, en especial después de todo lo que le había pasado? Se preguntó por qué el Señor lo había inspirado a servir en una misión en primer lugar. Había pospuesto su educación y su carrera para seguir esa impresión, ¿y para qué?
“No puedes estar afligido por esto”, acabó diciéndose a sí mismo. “No puedes culpar a Dios”. Decidió quedarse donde estaba y hacer todo lo que el Señor le pidiera.
Más tarde, en julio de 1997, se organizó formalmente una rama con los santos de Luputa. Después de que Willy fuera llamado como secretario de finanzas y misionero de rama, se dio cuenta de que el Señor lo había estado preparando para establecer la Iglesia donde vivía. “De acuerdo”, dijo él, “mi misión está aquí”.
Otros santos de la rama de Luputa también fueron llamados como misioneros de rama. Tres días a la semana, Willy se ocupaba de sus cultivos. Los demás días iba de puerta en puerta hablando a la gente sobre el Evangelio. Luego, Willy lavaba su único par de pantalones para que estuvieran limpios para el día siguiente. No sabía muy bien qué lo impulsaba a predicar el Evangelio con tanta diligencia, sobre todo en las ocasiones en que tenía que salir con el estómago vacío, pero sabía que amaba el Evangelio y quería que su pueblo y, algún día, sus antepasados tuvieran las bendiciones que él tenía.
La labor podía ser difícil. Algunas personas amenazaban a los misioneros de la rama o advertían a otras que los evitaran. Un grupo de personas del pueblo incluso se reunió para destruir ejemplares del Libro de Mormón. “Quemen el Libro de Mormón”, decían, “y la Iglesia desaparecerá”.
Sin embargo, Willy vio al Señor obrar milagros a través de sus esfuerzos. Una vez, él y su compañero llamaron a una puerta y, cuando esta se abrió, descubrieron que la casa olía mal. Desde dentro, oyeron una voz baja que los llamó. “Adelante”, les dijo la voz, “estoy enfermo”.
Willy y su compañero tenían miedo de entrar en la casa, pero entraron y encontraron a un hombre que parecía estar consumiéndose. “¿Podemos orar?”, preguntaron ellos.
El hombre estuvo de acuerdo, así que ofrecieron una oración, bendiciéndolo para que desapareciera su enfermedad. “Volveremos mañana”, le dijeron.
Al día siguiente, encontraron al hombre fuera de su casa. “Ustedes son hombres de Dios”, dijo él. Desde su oración, se había sentido mejor. Quería saltar de alegría.
El hombre aún no estaba listo para unirse a la Iglesia, pero otros sí lo estaban. Cada semana, Willy y los demás misioneros se reunían con personas, a veces familias enteras, que querían adorar con los santos. Algunos sábados, bautizaban hasta treinta personas.
La Iglesia de Luputa comenzaba a crecer.
El 5 de junio de 1997, el presidente Gordon B. Hinckley estaba de pie en un púlpito bajo un gran toldo en Colonia Juárez, México. Alrededor de seis mil personas estaban sentadas frente a él. “Algunas personas en la Iglesia sienten un poco de lástima por ustedes”, bromeó con el público. “Parecen estar muy lejos de todos”.
Miembros de la Iglesia procedentes de los Estados Unidos se habían asentado en Colonia Juárez y otros pueblos del norte de México durante las redadas del Gobierno estadounidense contra el matrimonio plural en la década de 1880. Estos pueblos estaban situados en el árido desierto de Chihuahua, a unos trescientos kilómetros de cualquier ciudad importante. Su escuela local gestionada por la Iglesia, la Academia Juárez, cumplía cien años, y el presidente Hinckley había venido a conmemorar la ocasión.
El presidente Hinckley conocía la historia de los santos de Colonia Juárez y admiraba su determinación de mantener la fe. “Se han ayudado los unos a los otros en tiempos de angustia y aflicción. Tuvieron que hacerlo, porque estaban solos”, les dijo. “Se han convertido en una gran familia”.
Al día siguiente, el presidente Hinckley habló en la ceremonia de graduación de la escuela y rededicó el edificio recién remodelado de la academia. Luego, Meredith Romney, presidente de la Estaca Colonia Juárez, lo llevó trescientos kilómetros al norte, hasta el aeropuerto de El Paso, Texas.
La carretera a El Paso era rústica y estaba llena de baches. Al principio, el presidente Hinckley pasó el tiempo hablando con el presidente Romney, pero después de un rato la conversación cesó y el presidente Hinckley reflexionó en silencio sobre los santos de Colonia Juárez y la gran distancia que tenían que recorrer para asistir a la Casa del Señor. “¿Qué podemos hacer para ayudar a estas personas?”, se preguntó.
La pregunta era relevante para los santos de todo el mundo. Con más de una docena de templos actualmente en proyecto o en construcción, el ochenta y cinco por ciento de los miembros de la Iglesia pronto se encontraría a menos de quinientos kilómetros de un templo. En el norte de Brasil, por ejemplo, los santos que antes viajaban miles de kilómetros para acudir al templo de São Paulo estarían mucho más cerca del nuevo Templo de Recife, una ciudad en la costa noreste de Brasil. Un templo recién anunciado en Campinas, una ciudad a unos noventa kilómetros al norte de São Paulo, también pondría las bendiciones del templo más al alcance de los seiscientos mil santos de Brasil. Pronto se necesitarían también templos en ciudades como Porto Alegre, Manaos, Curitiba, Brasilia, Belo Horizonte y Río de Janeiro.
Sin embargo, el presidente Hinckley quería acercar aún más los templos a más santos. Creía que la Casa del Señor desempeñaba una función vital para ayudar a los miembros de la Iglesia a mantenerse comprometidos con el Evangelio restaurado de Cristo. Recientemente, el profeta se había enterado de que solo el veinte por ciento de los nuevos conversos seguían asistiendo y participando en la Iglesia al cabo de un año. El sorprendente porcentaje los preocupó a él y a sus consejeros y, en mayo, enviaron una carta a todos los miembros de la Iglesia.
“Estamos profundamente preocupados por muchos de nuestros hermanos y hermanas de todas las edades que han recibido un testimonio del Evangelio de Jesucristo, pero no han sentido el calor sustentador de la hermandad entre los santos”, decía la carta. “Muchos no están recibiendo las bendiciones del sacerdocio ni las promesas de los convenios del templo”.
“Cada nuevo miembro necesita tres cosas”, continuaba la carta, “un amigo, una responsabilidad y nutrición espiritual a través del estudio del Evangelio”.
En Colonia Juárez, el presidente Hinckley se dio cuenta de que la Iglesia tenía casi todo lo que se necesitaba para proporcionar este tipo de apoyo a los santos locales. Lo único que les faltaba era una Casa del Señor. Lo mismo ocurría con estacas en otros lugares remotos del planeta, pero era difícil justificar la construcción de templos en lugares donde no había suficientes santos para utilizarlos y mantenerlos.
Pensó en el alto costo de las instalaciones de lavandería y comedor de los templos. Ambas prestaciones ofrecían un servicio cómodo para los participantes, pero ¿y si los participantes trajeran su propia ropa del templo y encontraran comida en otro lugar?.
Durante años, el presidente Hinckley había pensado en modificar el diseño de algunos templos para poder construir más en todo el mundo. La Iglesia ya había adaptado los diseños de los templos para satisfacer las necesidades de los santos locales en lugares como Laie, São Paulo, Freiberg y Hong Kong. ¿Por qué no construir un templo con lo esencial: un bautisterio y salas para confirmaciones, iniciatorias, investiduras y sellamientos? Si la Iglesia hiciera eso, la Casa del Señor podría establecerse en tierras muy lejanas, lo que acercaría los convenios y las ordenanzas sagradas a muchos más santos.
Más tarde, el presidente Hinckley esbozó un plano sencillo del tipo de templo que imaginaba. La inspiración llegó clara y con fuerza. Cuando llegó a Salt Lake City, se lo mostró al presidente Monson y al presidente Faust, y ellos aprobaron el concepto. El Cuórum de los Doce Apóstoles también apoyó la idea.
Finalmente, el presidente Hinckley llevó el boceto a un arquitecto de la Iglesia, quien examinó el dibujo.