Capítulo 37
Las respuestas llegarán
—¿Qué piensas?
La pregunta quedó en el aire mientras Marco Villavicencio esperaba que Claudia, su esposa, la contestara. Su empleador, una empresa de telecomunicaciones en Machala, Ecuador, acababa de ofrecerle la oportunidad de abrir una nueva oficina en Puerto Francisco de Orellana, una ciudad pequeña en la selva tropical amazónica del este de Ecuador.
A Marco le interesaba el puesto, que incluía un ascenso, pero no quería tomar una decisión sin Claudia. El puesto requeriría que los Villavicencio, que tenían un hijo de cuatro años, Sair, se mudaran a unos 640 kilómetros (400 millas) de distancia.
Claudia, al igual que Marco, había crecido en una ciudad grande, por lo que mudarse a la selva sería un cambio importante. Sin embargo, apoyaba a Marco y quería que progresara en lo profesional. Además, le agradaba la idea de mudarse a una zona rural, pues pensaba que aquello uniría más a su familia.
Aun así, ella y Marco tenían la misma pregunta sobre Puerto Francisco de Orellana: “¿Está establecida la Iglesia allí?”. Ambos eran exmisioneros y la Iglesia era importante para ellos. Querían que su hijo creciera en un lugar en el que pudiera asistir a la Primaria, aprender el Evangelio y tener experiencias espirituales. En Ecuador había casi doscientos mil Santos de los Últimos Días, pero la mayoría vivía cerca de ciudades importantes como Quito, la capital de la nación, y Guayaquil, donde se había dedicado una Casa del Señor en 1999.
Puerto Francisco de Orellana, ciudad que antes se conocía localmente como El Coca, era pequeño en comparación, aunque había crecido rápidamente después de que se descubrió petróleo allí algunos años antes. Valiéndose del Localizador de centros de reuniones del sitio web de la Iglesia, Claudia había buscado algún barrio o rama cerca de la ciudad. La búsqueda no había arrojado resultados, pero poco después, los amigos de Marco y Claudia les hablaron sobre otros miembros de la Iglesia que se habían mudado allí por razones laborales.
Saber eso había sido reconfortante para Marco y Claudia. Después de orar en cuanto a la oferta de trabajo, decidieron aceptar el puesto.
Los Villavicencio llegaron a El Coca en febrero de 2009. La ciudad estaba en medio de la densa jungla, pero, para sorpresa de la familia Villavicencio, no parecía desconectada del resto del mundo. Dondequiera que miraran había personas yendo y viniendo por cuestiones de negocios.
Cuando el propietario de la casa que ocuparían se enteró de que eran miembros de la Iglesia, les dijo que sabía dónde se reunía un grupo de miembros a leer juntos las Escrituras. “Yo les presté la casa”, señaló.
El grupo se reunía todos los domingos a las nueve de la mañana para cantar himnos, leer la revista Liahona y estudiar las Escrituras. También se habían comunicado con Timothy Sloan, el presidente de la Misión Ecuador Quito, quien había enviado a dos misioneros a visitarlos. Sin embargo, los misioneros vivían a cuatro horas de distancia y no podían viajar a El Coca muy a menudo.
Marco, Claudia y Sair comenzaron a asistir a aquellas reuniones dominicales todas las semanas. Al principio, Sair echaba de menos la Primaria y se preguntaba dónde estaban los demás niños. Marco y Claudia también echaban de menos su antigua vida, pero el dedicarse de lleno al servicio del Señor los ayudó a sentir menos nostalgia.
Cuando los misioneros iban a la ciudad, Marco les pedía ayuda para encontrar más miembros. “Élderes”, decía, “deben caminar por la ciudad”. Pensaba que si las personas reconocían a los misioneros, les preguntarían dónde podrían reunirse con los demás miembros del lugar.
Poco a poco, los miembros de la Iglesia de la ciudad supieron de las reuniones y se unieron al grupo. A medida que el grupo crecía, Marco se convirtió en su líder. Los misioneros comenzaron a ir todas las semanas para enseñar a personas y buscar a más miembros de la Iglesia. Poco después, los santos de El Coca recibieron permiso para implementar el programa de unidades básicas de la Iglesia.
Con ese permiso también estaban autorizados para administrar la Santa Cena.
Cuando Angela Peterson Fallentine se enteró de que sería extremadamente difícil que ella y su marido tuvieran hijos biológicos, llamó a su madre por teléfono. “No sé cómo hacer esto”, le dijo. “No conozco a nadie que haya pasado por esto”. Estaba aterrada.
Su madre la escuchó y le preguntó si recordaba a Ardeth Kapp, la anterior Presidenta General de las Mujeres Jóvenes. “Ella y su esposo jamás fueron bendecidos con hijos”, le recordó a Angela, “pero ella siempre ha sido un gran ejemplo de cómo vivir con la infertilidad sin dejar que esa condición determine quién es ella”.
“No permitas que eso se convierta en una piedra de tropiezo para ti”, añadió su madre. “Tengo la sensación de que tendrás que esforzarte por comprender la doctrina sobre la maternidad y la familia, pues, de lo contrario, esto será un obstáculo para ti durante el resto de tu vida”.
Luego dijo: “No sé por qué tú y John tienen que pasar por esto ni cuánto tiempo durará, pero si pueden perseverar y tratar de entender lo que el Señor quiere que aprendan de ello, las respuestas llegarán”.
Angela sintió el amor y el apoyo de su madre, y conservó sus palabras en el corazón mientras ella y John enfrentaban más pruebas al explorar otras formas de llegar a ser padres, como la adopción y la fertilización in vitro. Cuando consideraron la adopción a través de los Servicios para la Familia SUD y del programa nacional de adopción de Nueva Zelanda, se enteraron de que sus posibilidades de adoptar eran extremadamente bajas.
Conforme Angela afrontaba desilusión tras desilusión, recurría a la oración, al ayuno y a la adoración en el templo para buscar apoyo. Con frecuencia pensaba en el Salvador, con la seguridad de que Él la estaba ayudando a sobrellevar las pruebas. Sin embargo, también se daba cuenta de ocasiones en que deseaba que el Señor simplemente eliminara dichas pruebas; y en esos momentos, John le brindaba consuelo. Él tenía fe de que todo saldría bien.
Angela no podía dejar de mirar la proclamación sobre la familia que colgaba en la pared. Siempre había amado sus enseñanzas. Pero después de descubrir su infertilidad, a menudo sentía congoja al leer sus afirmaciones sobre “el mandamiento de Dios para Sus hijos de multiplicarse y henchir la tierra”. Entendía que ni ella ni John estaban rompiendo ningún mandamiento, aunque no podían tener hijos de forma natural; pero al comenzar los tratamientos para la infertilidad, Angela se preguntaba si acaso estaban haciendo lo suficiente.
En aquel tiempo se mudaron a Tauranga, una gran ciudad en la bahía Bay of Plenty, Nueva Zelanda, y Angela fue llamada a servir como presidenta de las Mujeres Jóvenes de estaca. El nuevo llamamiento la intimidaba. Apenas pasaba los treinta años y se sentía demasiado joven para indicarles a otras líderes lo que debían hacer. Al mismo tiempo, también le preocupaba ser demasiado mayor como para comprender a las jóvenes. Rogaba en oración poder saber cómo guiarlas.
Pronto se dio cuenta de que podía identificarse con las jóvenes de maneras que no había esperado. Era más joven que los padres de ellas, y muchas de las jóvenes la admiraban y valoraban mucho sus consejos. Ella, por su parte, podía alentarlas y brindarles amistad de un modo que sus madres no podían. Al no tener hijos propios, descubrió que podía dedicarles más tiempo y brindarles el consejo que necesitaban recibir de un adulto de confianza.
Los Fallentine también hallaron gozo al ayudar a otras familias de su barrio y de su estaca. A menudo organizaban barbacoas, noches de películas al aire libre, así como noches de hogar. Durante la conferencia general, invitaban a las jóvenes a comer crepes antes de ir al centro de estaca para ver la transmisión general para las Mujeres Jóvenes. Debido a que era difícil estar tan lejos de la familia en la época navideña, organizaban una fiesta de Nochebuena para algunos inmigrantes de Sudáfrica y de la isla de Niue que conocían. En esas actividades siempre se llenaba la casa de niños, y a Angela y a John les encantaba pasar tiempo con ellos y con sus padres.
Un día, al pasar frente a la copia enmarcada de la proclamación sobre la familia que colgaba en la pared, Angela notó sus palabras iniciales: “Nosotros, la Primera Presidencia y el Consejo de los Doce Apóstoles de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, solemnemente proclamamos […]”.
“¿En verdad creo en esto?”, se preguntó. “¿En verdad creo que estas palabras fueron pronunciadas por profetas y apóstoles?”. Sus vivencias habían cambiado la forma en que leía y entendía la proclamación sobre la familia. No obstante, sabía que los profetas y apóstoles daban testimonio especial de Jesucristo, y creía en sus palabras.
Estaba comenzando a ver que había muchas maneras de ser madre, y tenía fe en que ella y John tendrían la oportunidad de ser padres en las eternidades. Ese conocimiento la ayudó a comprender la importancia del matrimonio y de la familia en el plan de salvación.
Recordaba cómo la proclamación sobre la familia había inspirado e impresionado al mecánico y al funcionario de Medio Oriente que había conocido en Washington D. C. Las verdades que se enseñaban en ella eran potentes y relevantes para su vida, y confiaba en ellas.
En El Coca, Ecuador, a Marco Villavicencio le había resultado sencillo abrir la oficina de telecomunicaciones en la ciudad, pero ser gerente de ella era un desafío diario. Sus empleados eran nuevos en la industria y necesitaban capacitación antes de poder atender adecuadamente las necesidades de los clientes. Además, había que buscar clientes. Dado que la oficina era nueva, Marco y su equipo dedicaban gran parte del tiempo a conocer personas y promover el negocio. No obstante, trabajaban arduamente y la oficina estaba creciendo.
Aunque estaba ocupado, Marco dedicaba tiempo a su familia y a la Iglesia. Con cada mes que pasaba, más y más personas asistían a la reunión sacramental los domingos por la mañana. El Espíritu del Señor había preparado a muchas personas para recibir el Evangelio restaurado de Cristo, y ansiaban aprender sobre Dios y Su amor.
Los misioneros ahora viajaban a la ciudad varias veces a la semana para enseñar a las personas e invitarlas a la Iglesia. Marco y Claudia se preguntaban cuánto tiempo se necesitaría para que el grupo se convirtiera en rama.
Siete meses después de que los Villavicencio habían llegado a El Coca, el presidente de la misión, Timothy Sloan, visitó la ciudad. Ya que Marco era el líder del grupo local de la Iglesia, el presidente Sloan le había pedido que le presentara a los santos mientras recorrían El Coca.
Durante el resto de la mañana y hasta bien entrada la tarde, Marco recorrió toda la ciudad con el presidente de misión. El presidente Sloan tenía especial interés en conocer a los poseedores del Sacerdocio de Melquisedec, y entrevistó a varios de ellos. Mientras se trasladaban de un lugar a otro, también le preguntó a Marco sobre su familia, su profesión y su experiencia en la Iglesia.
Al final del día, el presidente Sloan le dijo a Marco que quería hablar con él. Fueron a la casa donde los santos realizaban las reuniones y buscaron una sala vacía. Luego, el presidente Sloan le contó que había estado orando para hallar al futuro presidente de rama en la ciudad. “Tuve el sentimiento de que usted es esa persona. ¿Acepta este llamamiento del Señor?”.
“Sí”, dijo Marco.
Al día siguiente, el 6 de septiembre de 2009, el presidente Sloan organizó la Rama Orellana y apartó a Marco como su presidente. Una semana más tarde, la oficina del Área de la Iglesia envió desde Quito sillas, pizarrones, escritorios y otros elementos al lugar donde se reunía la rama.
La rama tenía muchos líderes nuevos, entre ellos Claudia, que prestaba servicio como presidenta de las Mujeres Jóvenes. La mayoría de los líderes tenían muy poca experiencia en la Iglesia, por lo que Marco dio la máxima prioridad a la capacitación. Él quería que los líderes de la rama fueran ejemplos de amor y servicio cristiano. Utilizaba todos los recursos que tenía al alcance, cada manual y video de la Iglesia, a fin de ayudar a los nuevos líderes a aprender sus responsabilidades. Debido a que los teléfonos móviles eran cada vez más comunes en la ciudad, llamaba a los miembros de la rama o les enviaba mensajes de texto durante la semana para atender los asuntos de la rama, planificar actividades y cubrir las necesidades de sus hermanos santos.
Entre los elementos que la rama había recibido de la Iglesia se encontraba una computadora de escritorio con acceso a internet. La Iglesia había desarrollado un programa informático llamado Servicios para miembros y líderes para ayudar a los líderes y secretarios locales a registrar e informar el pago de diezmos, la asistencia y otros datos de manera precisa y segura. Marco estaba familiarizado con las computadoras gracias a su experiencia en el campo de la tecnología y aprendió rápidamente a utilizar el software. Sin embargo, las computadoras eran poco comunes en El Coca, por lo que también tenía que enseñar a algunos de los nuevos líderes a usarlas. Afortunadamente, el Espíritu los guiaba, y ellos estaban deseosos de aprender, por lo que se adaptaron fácilmente a la tecnología.
En las reuniones de consejo de rama, Marco y los demás líderes podían expresar con franqueza sus ideas sobre cómo ayudar a las personas a su cuidado. El consejo comprendía que todos los miembros de la rama debían cultivar un testimonio de Jesucristo. En las reuniones y actividades de la rama, Marco y los demás líderes hablaban de Cristo con frecuencia, creando así una atmósfera en la que los visitantes y nuevos miembros pudieran sentir Su amor y venir a Él.
Un mes después de la organización de la rama, la Iglesia transmitió la conferencia general semestral por radio, televisión, satélite e internet. Aunque dichos medios alcanzaban a la mayoría de las regiones del mundo, la rama de El Coca todavía no tenía acceso a televisión satelital ni a conexiones a internet con la capacidad suficiente para ver la conferencia. Sin embargo, poco después, las oficinas de la Iglesia en Quito enviaron un DVD a la rama con una grabación de la conferencia en español.
Con la esperanza de poder replicar lo que se experimenta al ver la conferencia en vivo, Marco y otros líderes de la rama decidieron mostrar la grabación durante el transcurso de un fin de semana, dividiéndola por sesiones. Colocaron sillas, un televisor y altavoces en el centro de reuniones, y enviaron invitaciones especiales a cada uno de los miembros. Claudia se encargaba de dar la bienvenida a las personas cuando llegaban.
El día de la primera sesión, los santos asistieron vestidos con ropa de domingo. Algunos estaban familiarizados con la conferencia general, mientras que otros no sabían qué esperar. El Espíritu invadió la habitación conforme todos escuchaban atentamente a los oradores y disfrutaban de la música del Coro del Tabernáculo.
Muchos de los miembros más nuevos habían supuesto que la Iglesia era pequeña y local, sin embargo, al ver la conferencia, se dieron cuenta de que formaban parte de una organización mundial. Al igual que ellos, millones de otros santos trabajaban juntos para llevar adelante la obra del Señor.
A comienzos de 2010, más de 170 000 miembros de la Iglesia vivían en las islas del Caribe. En República Dominicana, que albergaba dos tercios de esos santos, había dieciocho estacas y tres misiones. En 1998, la Iglesia estableció un Centro de Capacitación Misional en Santo Domingo, la capital de República Dominicana, a fin de preparar a los misioneros del Caribe para prestar servicio. Dos años después, en septiembre de 2000, el presidente Hinckley llegó a la ciudad para dedicar el Templo de Santo Domingo, la primera Casa del Señor en la región.
Cuando los misioneros Santos de los Últimos Días llegaron a República Dominicana en 1978, unos doce miembros de la Iglesia, los únicos santos del país, los recibieron en el aeropuerto. Entre ellos estaban Rodolfo y Noemí Bodden. Los Bodden y varios de sus hijos se habían unido a la Iglesia tres meses antes, a través de sus amigos John y Nancy Rappleye, y Eddie y Mercedes Amparo. Durante los años posteriores, Rodolfo y Noemí prestaron servicio fielmente en la Iglesia.
El Evangelio restaurado se extendió a otras naciones del Caribe de forma similar. En Jamaica, una isla al oeste de la República Dominicana, los misioneros Santos de los Últimos Días habían predicado el Evangelio desde la década de 1850. Sin embargo, la Iglesia no se estableció allí hasta que los conversos jamaiquinos Víctor y Verna Nugent se interesaron en ella en la década de 1970. Cierto día, Víctor y Verna recibieron un Libro de Mormón de Paul Schmeil, un compañero de trabajo estadounidense. Él también compartió con ellos la película de la Iglesia El hombre en su búsqueda de la felicidad. Su mensaje y el ejemplo de conducta cristiana de Paul inspiraron a Víctor.
El 20 de enero de 1974 toda la familia Nugent fue bautizada. Cuatro años más tarde, después de que la revelación del presidente Spencer W Kimball abriera las puertas para que los Nugent y otras personas de ascendencia africana recibieran todas las bendiciones del sacerdocio, la familia fue sellada en el Templo de Salt Lake.
Ese mismo año, 1978, otro Santo de los Últimos Días estadounidense, Greg Young, bautizó a sus amigos John y June Naime en Barbados. Poco más de un año después, se organizó la primera rama en Barbados, con John como presidente de rama y June como presidenta de la Sociedad de Socorro. Más tarde, Barbados llegó a ser la sede central de la Misión de las Indias Occidentales y el Evangelio se extendió desde allí hasta Granada, Guadalupe, Santa Lucía, Martinica, San Vicente, Guayana Francesa, Sint Maarten y otros países vecinos.
Mientras tanto, en Haití, Alexandre Mourra, que era haitiano pero había nacido en Chile, conoció la Iglesia gracias a un pariente que había recibido un ejemplar del Libro de Mormón y otras publicaciones de la Iglesia de parte de misioneros en Florida. Después de leer el testimonio del profeta José Smith, Alexandre solicitó su propio ejemplar del Libro de Mormón y recibió un testimonio de su veracidad. Debido a que la Iglesia aún no estaba en Haití, él voló a Florida, se reunió con el presidente de misión y fue bautizado en julio de 1977. Luego regresó a su casa, en Puerto Príncipe, y enseñó el Evangelio a otras personas. Un año después, el presidente de misión visitó Haití y ofició en el bautismo de veintidós amigos de Alexandre.
La Iglesia siguió creciendo en Haití en los años posteriores, a pesar de la agitación social y política que a menudo afectaba al país. Para finales de 2009, ya había unos dieciséis mil santos distribuidos en dos estacas y dos distritos. Su resiliencia fue puesta a prueba el 12 de enero de 2010, cuando un devastador terremoto sacudió Haití, arrasando casas y matando a más de doscientas mil personas, entre ellas cuarenta y dos Santos de los Últimos Días.
Cuando se produjo el terremoto, Soline Saintelus estaba reunida con su obispo en un centro de reuniones de Puerto Príncipe. Su esposo, Olghen, trabajaba en un hotel de la localidad. Ambos corrieron a su casa, en un edificio de apartamentos, donde una niñera estaba cuidando a sus tres hijos pequeños. El edificio era un montón de escombros.
“Padre Celestial”, oró Olghen, “si es Tu voluntad, si fuese posible que tan solo uno de mis hijos estuviera vivo, por favor, por favor, ayúdanos”.
Durante diez horas los rescatistas excavaron entre los escombros. En determinado momento, ellos oyeron al hijo mayor, Gancci, de cinco años, cantando “Soy un hijo de Dios”, su canción preferida. Su voz guio a los trabajadores para que pudieran rescatarlo a él, a sus hermanos y a su niñera.
Durante las siguientes semanas, la Iglesia ayudó a los líderes locales y a organizaciones humanitarias a proporcionar médicos, tiendas, alimentos, sillas de ruedas, suministros médicos, y otras necesidades básicas. También abrió los centros de reuniones para brindar techo y refugio a muchas de las personas que habían quedado sin hogar por el desastre. Más adelante, la Iglesia ayudó a las personas a encontrar empleo e iniciar nuevos negocios.
Después de ser rescatado, Gancci Saintelus fue llevado a Florida para recibir tratamiento por sus graves lesiones. Allí los miembros locales de la Iglesia acudieron a ayudar a la familia Saintelus. Les llevaron juguetes, alimento, pañales y otros artículos. Su bondad hizo que los ojos de Olghen se llenaran de lágrimas.
—Estoy muy agradecido a mi Iglesia —dijo él.
En septiembre de 2010, los residentes de Luputa, República Democrática del Congo, ya casi habían terminado de instalar las tuberías del acueducto de agua potable que la Iglesia había patrocinado. Mientras hablaba con un periodista, el presidente del distrito, Willy Binene, recalcó la importancia del acueducto.
—El hombre puede vivir sin energía eléctrica —dijo—, pero la falta de agua potable es una carga casi demasiado difícil de soportar.
Ya fuera que el periodista se hubiera dado cuenta o no, Willy hablaba por toda una vida de experiencia propia al respecto. Como estudiante de ingeniería eléctrica, nunca había aspirado a vivir en Luputa, una ciudad sin electricidad. Sus planes habían cambiado y se las había arreglado bastante bien, e incluso había prosperado, sin electricidad. Pero él y su familia, y cada familia del lugar, habían sufrido los dolorosos efectos de las enfermedades transmitidas por el agua. A fin de estar protegidos en la Iglesia, habían hecho sacrificios para poder comprar agua potable embotellada para la Santa Cena.
Ahora, con un poco más de esfuerzo, la vida en Luputa estaba a punto de cambiar. Desde el inicio del proyecto, se le habían asignado ciertos días de trabajo en la tubería a cada vecindario de la ciudad y de los alrededores. Esos días, había camiones de ADIR, la organización que supervisaba el proyecto, que llegaban temprano a los vecindarios para recoger a los voluntarios y transportarlos al lugar de trabajo.
Como presidente de distrito, Willy quería ser un líder que diera el ejemplo. Los días en que su vecindario estaba asignado a trabajar, dejaba su empleo como enfermero para ayudar a excavar. Entre Luputa y la fuente de agua potable había kilómetros de colinas y valles. Debido a que el agua fluiría por la tubería impulsada por la fuerza de gravedad, los voluntarios tenían que cavar la zanja y enterrar la tubería con precisión a fin de asegurarse de que el agua fluyera correctamente.
Willy y los voluntarios excavaban todo sin maquinarias. La zanja debía tener unos 45 cm (18 pulgadas) de ancho y cerca de un metro (3 pies) de profundidad. En algunos lugares, el terreno era arenoso y la labor era rápida; en otros, era una maraña de raíces de árboles y rocas, lo que hacía que la labor fuera muy ardua. Los voluntarios rogaban que los incendios y los nidos de insectos peligrosos no retrasaran el progreso. En un día productivo, podían llegar a excavar hasta unos 150 metros (500 pies) de zanja.
Los santos del Distrito Luputa trabajaban en turnos especiales adicionales a las jornadas de trabajo que sus vecindarios tenían asignadas. Esos días, los hombres de la Iglesia se unían a los voluntarios habituales para excavar la zanja, mientras que las mujeres de la Sociedad de Socorro preparaban la comida para los trabajadores.
La dedicación de los santos al proyecto ayudó a otras personas a conocer más en cuanto a su fe. Las personas de la zona veían a la Iglesia como una institución que no solo velaba por sus propios miembros, sino también por la comunidad.
Cuando la labor de construcción de la tubería finalizó en noviembre de 2010, muchas personas fueron a Luputa para ver la llegada del agua. En la ciudad se habían construido cisternas enormes colocadas encima de vigas altas para almacenar el agua proveniente de la tubería. Sin embargo, algunas personas se preguntaban si la tubería podría proveer agua suficiente para llenar aquellos tanques. Willy también tenía sus dudas.
Entonces se abrieron las compuertas y todos escucharon el rugido del agua que se vertía en las cisternas. Se sintió una inmensa alegría entre la multitud. Había decenas de estaciones pequeñas de concreto, cada una de ellas con varios grifos, que ahora dispensarían agua potable a todo Luputa.
Para festejar la ocasión, la ciudad realizó una celebración. La festividad convocó a quince mil personas de Luputa y de los pueblos vecinos. Entre los invitados de honor se hallaban dignatarios gubernamentales y tribales, representantes de ADIR, y un miembro de la presidencia del Área África Sudeste de la Iglesia. En uno de los tanques de agua se había colgado un gran cartel con letras azules brillantes:
GRACIAS A LA IGLESIA
Y GRACIAS A ADIR
POR EL AGUA POTABLE
Mientras llegaban los invitados y se sentaban debajo de unos gazebos especialmente construidos, un coro de jóvenes Santos de los Últimos Días cantaba himnos.
Una vez que todos estuvieron en sus lugares y que se hubo calmado el bullicio de la multitud, Willy tomó el micrófono y se dirigió a la audiencia en su carácter de representante local de la Iglesia. “Así como los muchos milagros que Jesús obraba, hoy es un milagro que el agua haya llegado a Luputa”, expresó. Además, dijo a la multitud que la Iglesia había financiado el acueducto para toda la comunidad, e instó a todos a hacer un buen uso de él.
Y a todo aquel que se preguntaba por qué la Iglesia se había interesado tanto en un lugar como Luputa, le dio una respuesta simple:
—Todos somos hijos de nuestro Padre Celestial —dijo—. Debemos hacer el bien a todos.