Capítulo 17
No hay vuelta atrás
En la mañana del 10 de octubre de 1975, varios automóviles antiguos relucientes arrancaron con estruendo en el campus de la Universidad Brigham Young, lo que indicaba el comienzo del desfile del Día de los Fundadores de la institución. Miles de profesores, estudiantes y exalumnos, en representación de las numerosas facultades y asociaciones de la universidad, marcharon entusiastamente detrás de los automóviles. A lo lejos, en la ladera de una montaña al este del campus, una “Y” gigantesca pintada con cal brillaba a la luz del sol.
La Universidad Brigham Young celebraba su fundación cada otoño, pero este año era el centenario de la universidad. Para conmemorar la ocasión, el presidente Spencer W. Kimball y su esposa, Camilla, viajaban en el automóvil principal, un Cadillac rojo de 1906. En armonía con el ambiente nostálgico del desfile, el presidente Kimball llevaba un sombrero hongo anticuado y una chaqueta de traje a rayas. Mientras tanto, la hermana Kimball sostenía una sombrilla de encaje negro sobre la cabeza.
Aunque su ropa evocaba el pasado, el presidente Kimball tenía los ojos fijos en el futuro. Ahora que la Iglesia se estaba convirtiendo rápidamente en una organización mundial, no parecía correcto ofrecer programas y servicios para algunos santos y no para otros. Los líderes ya habían eliminado los torneos deportivos de la Iglesia en Salt Lake City. En 1974, la Primera Presidencia anunció que la Iglesia se desharía de los quince hospitales que operaba en el oeste de los Estados Unidos. Luego, al año siguiente, el presidente Kimball anunció que todas las conferencias anuales de las organizaciones generales (AMM, Escuela Dominical, Primaria y Sociedad de Socorro) llegarían a su fin porque se llevaban a cabo en Salt Lake City y, en general, solo beneficiaban a los santos en Utah y sus alrededores.
—Dado que las distancias son cada vez mayores y que la cantidad de miembros ha aumentado mucho —explicó—, parece que es hora de dar otro gran paso en el proceso de descentralización.
La prominencia de las nuevas conferencias generales de área fue una prueba del compromiso de la Iglesia con la membresía mundial. Solo en 1975, el presidente Kimball había presidido grandes conferencias en Brasil, Argentina, Japón, Filipinas, Taiwán, Hong Kong y Corea del Sur. La Iglesia estaba llamando a más misioneros que nunca. Durante sus viajes como apóstol, el presidente Kimball repartía dólares de plata a los niños que encontraba y les pedía que iniciaran un fondo misional. Ahora, como Presidente de la Iglesia, pedía a cada joven que sirviera en una misión y animaba a los santos de cada país a proporcionar su propia fuerza misional.
Durante su estadía en Japón, anunció planes para construir un templo en Tokio, el primero de Asia. Más recientemente, en la conferencia general de octubre, llamó a varios hombres a servir en un nuevo cuórum general del sacerdocio, el Primer Cuórum de los Setenta. Según Doctrina y Convenios, era el deber del Cuórum de los Doce Apóstoles, “cuando necesit[ara] ayuda, llamar a los Setenta”. Los miembros del nuevo cuórum apoyarían a los Doce, presidirían conferencias locales y crearían nuevas estacas en todo el mundo. Aunque hasta el momento solo se había llamado a unos pocos hombres al nuevo cuórum, este podría tener hasta setenta miembros.
El aniversario de la Universidad Brigham Young también hizo que el presidente Kimball pensara en el futuro de la institución. Con unos veinticinco mil estudiantes, la Universidad Brigham Young era la más grande de las cuatro instituciones de educación superior de la Iglesia, que también incluían el Colegio Universitario Ricks en Idaho, BYU–Hawái en Oahu y el LDS Business College en Salt Lake City. También era la universidad privada más grande de Estados Unidos. Allí, como en todas las escuelas de la Iglesia, los alumnos debían observar un código de honor que exigía altos niveles de moralidad, honradez y decencia.
En 1971, Dallin Oaks, un joven Santo de los Últimos Días y profesor de Derecho de la Universidad de Chicago, reemplazó al rector de la Universidad Brigham Young, Ernest Wilkinson. Bajo el liderazgo del presidente Oaks, la universidad brindó mayores oportunidades a profesoras y alumnas, fundó la Facultad de Derecho J. Reuben Clark y amplió otros programas académicos.
Sin embargo, recientemente, la universidad había sido objeto de escrutinio debido a que algunas de las normas del código de honor parecían violar las nuevas leyes federales de igualdad de oportunidades. El presidente Oaks y la mesa directiva estaban preocupados por esas regulaciones y señalaron que podían obligar a la Universidad Brigham Young a eliminar aspectos como el alojamiento separado para hombres y mujeres. Ellos estaban comprometidos con el principio de igualdad de oportunidades en la educación y el empleo. Sin embargo, se oponían a cualquier ley que exigiera que la universidad comprometiera la libertad religiosa mediante la adopción de normas que pudieran socavar las creencias y prácticas de la Iglesia.
Hasta el momento, el problema seguía sin resolverse. Sin embargo, el presidente Kimball, como director de la mesa directiva de la Universidad Brigham Young, se mantuvo firme a la hora de defender las normas de la Iglesia. Creía que el compromiso de la Universidad Brigham Young con el aprendizaje tanto secular como espiritual era clave para su éxito futuro, incluso si ese enfoque apartaba a la institución de otras universidades.
Después del desfile del Día de los Fundadores, el presidente Kimball habló ante una gran asamblea sobre su visión para el segundo siglo de la Universidad Brigham Young. “Esta universidad comparte con otras universidades la esperanza y el trabajo que implica ampliar aún más las diferentes áreas de conocimiento —declaró él—, pero también sabemos que aún quedan ‘muchos grandes e importantes asuntos’ por entregar a la humanidad a través del proceso de revelación, que tendrán un impacto intelectual y espiritual que va mucho más allá de lo que los simples hombres pueden imaginar”.
Animó a los profesores y estudiantes a ser más “bilingües” en sus estudios. “Como académicos SUD, ustedes deben hablar con autoridad y excelencia a sus colegas profesionales en el lenguaje de la erudición —dijo él— y también deben ser letrados en el lenguaje de las cosas espirituales”.
Instó a la universidad a recibir el futuro con fe, siguiendo la guía del Señor, línea sobre línea. Testificó que la universidad seguiría adelante. “Entendemos —dijo— que la educación es parte de estar en los asuntos de nuestro Padre y que las Escrituras contienen los conceptos fundamentales para la humanidad”.
“No simplemente deseamos, sino que esperamos que la Universidad Brigham Young se convierta en líder entre las grandes universidades del mundo —continuó él—. A esa expectativa yo le agregaría: ¡Que se convierta en una universidad única en todo el mundo!”.
Por aquel entonces, unos representantes de una iglesia protestante de Estados Unidos llegaron a Costa del Cabo, Ghana, en busca de Billy Johnson. Habían oído que Billy había realizado poderosos milagros y esperaban persuadirlo a él y a sus seguidores para que se unieran a su iglesia. Unos cuatro mil ghaneses en cuarenta y un congregaciones se autodenominaban Santos de los Últimos Días. Billy supervisaba cinco de las congregaciones. Los representantes necesitaban a alguien que se hiciera cargo de sus congregaciones en Ghana y Billy les pareció el hombre adecuado para dirigirlas.
Billy y sus seguidores acordaron adorar con los visitantes en un centro comunitario de la ciudad. Los estadounidenses los recibieron con jabones y cosméticos de regalo. “Ustedes, gente amable, deben ser nuestros hermanos —dijeron—, y deberíamos estar juntos”. Instaron a Billy y a los demás a que dejaran de esperar a los misioneros. “No van a venir”.
Uno de los visitantes instó a Billy a unirse a ellos y a ser líder en su iglesia. “Te pagaremos —le dijo—. Pagaremos por tus ministraciones”. También se ofrecieron a ayudar a Billy a visitar Estados Unidos y prometieron proporcionar a su congregación instrumentos musicales y un nuevo edificio para la iglesia.
Esa noche, Billy invitó a los visitantes a quedarse en su casa mientras consideraba su oferta. Como era tan pobre, se tomó la propuesta en serio, pero no quería traicionar a Dios ni a su propia fe en el Evangelio restaurado.
—Señor, ¿qué debo hacer? —oró Billy a solas en su dormitorio, mientras lloraba—. He esperado tanto tiempo y mis hermanos no han venido.
—Johnson, no te confundas ni confundas a tus miembros —le dijo una voz—. Aférrate a la Iglesia y muy pronto tus hermanos vendrán a ayudarte.
Billy terminó su oración y salió del dormitorio. Poco después, uno de los invitados salió de otra habitación. “Johnson —le dijo el hombre—, ¿no estás durmiendo?”.
—Estoy pensando en cómo arreglar las cosas —admitió Billy.
—Hermano Johnson, quería tocar tu puerta para decirte que tu iglesia ya está organizada y no debo confundirte —le dijo el hombre, y agregó que el Señor le había revelado esa verdad—. Yo no debo confundirte, solo debo ser un hermano para ti. Sigue con tu iglesia.
—El Señor también me habló —le dijo Billy—. Es la Iglesia del Señor. No se la puedo dar a nadie.
Posteriormente llegaron representantes de otras iglesias estadounidenses con ofertas similares. Billy las rechazó a todas. Pronto, los líderes de su propia congregación se enteraron de que él estaba rechazando dinero y regalos de los estadounidenses. Enfurecidos, los líderes irrumpieron en su casa. “Estas personas han venido a ayudar —dijo uno de los hombres—. Nos pagarán”.
—No venderé la iglesia —dijo Billy—. Aunque me lleve veinte años, esperaré en el Señor.
—No tienes dinero —dijo un hombre—. Ellos quieren pagarnos.
—No —dijo Billy—, no.
Los hombres parecían dispuestos a golpearlo, pero él se negó a cambiar de opinión. Finalmente, dejaron de insistir y, al marcharse, Billy los abrazó uno por uno. El último hombre rompió en llanto cuando Billy lo tomó en sus brazos.
—Lamento haberte lastimado —dijo el hombre—. Por favor, pídele a Dios que perdone mis pecados.
Billy lloró con él. “Padre —oró—, perdónalo”.
En agosto de 1976, en otra parte de África occidental, Anthony Obinna envió una carta al presidente Kimball. “Deseamos que preste atención a Nigeria —escribió—, y que dedique esta tierra a las enseñanzas del verdadero Evangelio de nuestro Señor Jesucristo”.
Habían pasado dos años desde la última vez que Anthony tuvo noticias de su contacto en el Departamento Misional, LaMar Williams. Mientras tanto, Lorry Rytting, profesor Santo de los Últimos Días de Estados Unidos, llevaba un año enseñando en una universidad de Nigeria. Anthony y otros creyentes se reunieron con Lorry y esperaban que su visita resultara en un contacto más directo con las Oficinas Generales de la Iglesia y, tal vez, en el comienzo de una misión. Lorry regresó a Utah y entregó a los líderes de la Iglesia un informe positivo sobre la preparación de Nigeria para el Evangelio, pero aún no pasaba nada.
Anthony no estaba dispuesto a darse por vencido. “Las enseñanzas de su Iglesia encarnan cosas tan buenas que no se pueden encontrar en otras —le escribió al presidente Kimball—. Dios nos manda a ser salvos y deseamos que usted apresure la obra”.
Anthony pronto recibió una respuesta de Grant Bangerter, presidente de la Misión Internacional de la Iglesia, una misión especial que supervisaba zonas donde vivían los miembros de la Iglesia, pero donde esta no era reconocida oficialmente. El presidente Bangerter le dijo a Anthony que entendía su situación, pero le informó que todavía no había planes para organizar la Iglesia en Nigeria.
“Le animamos, con todas las expresiones de amor fraternal, a que siga con la práctica de su fe lo mejor que pueda hasta el momento futuro en que sea posible que la Iglesia tome medidas más directas”, escribió.
Por aquel entonces, Anthony y su esposa, Fidelia, se enteraron de que sus hijos sufrían acoso y humillaciones en la escuela a causa de sus creencias religiosas. Su hija de ocho años les contó que los maestros le llamaban la atención a ella y a sus hermanos frente al cuerpo estudiantil durante las oraciones escolares, los obligaban a arrodillarse con las manos en alto y les golpeaban las manos con un palo.
Cuando Anthony y Fidelia descubrieron lo que estaba sucediendo, hablaron con los maestros. “¿Por qué hacen esas cosas? —preguntaron—. Tenemos libertad de culto en Nigeria”.
Los golpes cesaron, pero la familia y sus hermanos creyentes continuaron enfrentándose a la oposición de su comunidad. “La ausencia de las autoridades de Salt Lake City nos ha convertido en el hazmerreír de algunas personas aquí —escribió Anthony al presidente Bangerter en octubre de 1976—. Estamos haciendo todo lo que podemos para establecer la verdad entre muchos de los hijos de nuestro Padre Celestial en esta parte del mundo”.
Anthony esperaba una respuesta, pero no recibió ninguna. ¿No habían llegado sus cartas a Salt Lake City? Como no lo sabía, volvió a escribir.
“No nos cansaremos de escribir y pedir que se abra la Iglesia aquí como en todo el mundo —afirmó—. En nuestro grupo seguimos fervientemente las enseñanzas de nuestro Salvador, Jesucristo. No hay vuelta atrás”.
Cuando Katherine Warren conoció el Evangelio restaurado, trabajaba como ayudante de enfermería en la casa de una mujer que vivía en el noreste de Estados Unidos. Un día, abrió la puerta y se encontró con un par de misioneros Santos de los Últimos Días.
—La señora de la casa está en cama —dijo Katherine.
—Dígale que vinieron los élderes de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días —respondieron, ofreciéndole un folleto que contenía el testimonio del profeta José Smith. Katherine lo tomó y los misioneros siguieron su camino.
Katherine quedó impresionada por los jóvenes. Sin embargo, cuando su empleadora se enteró, le quitó el folleto a Katherine de las manos y lo arrojó a la basura.
Katherine seguía intrigada, por lo que decidió recuperarlo. Más tarde ese día, mientras leía acerca de la Primera Visión de José Smith y el Libro de Mormón, ella lo creyó todo.
Katherine le contó a una amiga sobre el folleto poco tiempo después. “Creo que tengo el Libro de Mormón —le dijo su amiga—. Te lo regalo”.
Katherine confiaba en que el Señor la había estado guiando para encontrar algo importante. Una vez que comenzó a leer el Libro de Mormón, supo que eso era lo que el Señor quería que encontrara. Cuando algo de lo que enseñaba sobre el bautismo contradecía lo que había aprendido de niña, ella escuchaba una voz que la instaba a no rechazarlo. “Créelo todo”, le decía la voz.
Poco después, Katherine se mudó a Nueva Orleans, ciudad del estado sureño de Luisiana, y se casó. Ansiosa por adorar con los Santos de los Últimos Días, buscó la Iglesia en la guía telefónica y asistió al barrio local. Se sentía bien en la iglesia y comenzó a asistir con regularidad. Sin embargo, como era una mujer de raza negra, recibía un trato diferente. Algunas personas parecían incómodas con su presencia e incluso se negaban a hablar con ella. Finalmente conoció a una anciana de raza negra en el barrio, Freda Beaulieu. Aunque Freda amaba el Evangelio y había sido miembro de la Iglesia desde la infancia, no asistía al barrio con regularidad.
Pasaron varios años y Katherine quería unirse a la Iglesia, pero no sabía cómo. Le escribió al presidente Kimball sobre su deseo y él envió la carta a los líderes de la Iglesia en Luisiana. Dos misioneros, que servían bajo la dirección del presidente de misión LaMar Williams, fueron a su casa de inmediato.
Los élderes le enseñaron a Katherine las charlas misionales habituales y pronto estuvo lista para el bautismo. Sin embargo, para evitar generar conflictos en los matrimonios, por ese entonces la Iglesia tenía la norma de que una mujer no podía ser bautizada sin el permiso de su esposo, y el esposo de Katherine se negó a dar su consentimiento.
—Hermana Warren, esta es su Iglesia. Puede seguir viniendo —le dijeron los élderes cuando ella les contó la mala noticia—. Podrían pasar cincuenta años antes de que sea bautizada, pero siga asistiendo a la Iglesia.
Así que Katherine siguió yendo a la iglesia. Cuando un nuevo grupo de misioneros llegó a la zona, comenzaron a enseñarle de nuevo, pero ella sabía todas las respuestas a sus preguntas. “Vinimos a enseñarle —le dijeron—, pero usted nos está enseñando a nosotros”.
Todavía con la esperanza de ser bautizada, Katherine volvió a pedir permiso a su esposo. Esta vez le entregó un formulario que los misioneros habían redactado para que lo firmara. “Si esto es lo que quieres, lo firmaré”, le dijo.
Sin embargo, cuando el presidente Williams viajó a Nueva Orleans para entrevistar a Katherine por su bautismo, su esposo no la dejó ir a reunirse con él. Desanimada, Katherine estuvo a punto de rendirse. Sabía que el Espíritu la había guiado a la Iglesia, pero tratar de unirse le había generado un problema tras otro. ¿Valía la pena el esfuerzo?
Decidió ayunar y, mientras lo hacía, tuvo una visión. Una figura con un traje gris apareció en su casa. Al principio pensó que era un misionero, pero rápidamente reconoció que era un ángel. Su rostro brillaba y no le dirigió ninguna palabra. Simplemente la tomó de la mano. Se sintió inspirada a invitar a los misioneros y al presidente Williams a entrevistarla en su casa. No tenían que preocuparse de que su esposo interfiriera.
El presidente Williams viajó a Nueva Orleans y entrevistó a Katherine. Ella fue bautizada el día de Navidad de 1976.
Por esos días en que Katherine Warren estaba aceptando el Evangelio restaurado, el presidente de la Rama Saigón, Nguyen Van The, estaba encarcelado en Thành Ông Năm, una precaria fortaleza vietnamita que servía de campamento para prisioneros. Él estaba desesperado por no tener noticias de su esposa y sus hijos, ya que el campamento lo había aislado en gran medida del mundo exterior. Todo lo que sabía sobre el paradero de su familia provenía de un telegrama del presidente de la Misión Hong Kong: “Lien y familia bien. Con Iglesia”.
The había recibido el telegrama justo antes de ser recluido en el campamento. En un esfuerzo por restablecer el orden tras capturar Saigón, el Gobierno norvietnamita había exigido a todos los antiguos miembros del ejército survietnamita que se sometieran a un curso de “reeducación” sobre los principios y las prácticas del nuevo Gobierno. Como The había servido como oficial subalterno y maestro de inglés en Vietnam del Sur, se entregó a regañadientes, esperando que el proceso de reeducación durara unos diez días. Ahora, más de un año después, se preguntaba cuándo volvería a ser libre.
La vida en Thành Ông Năm era degradante. The y sus compañeros cautivos fueron organizados en unidades y alojados en barracones infestados de ratas. Dormían sobre el suelo hasta que sus captores les hicieron construir camas con planchas de acero. La comida escasa y en mal estado, junto con las condiciones insalubres del campamento, hicieron que los hombres quedaran expuestos a enfermedades como la disentería y el beriberi.
La reeducación también implicaba trabajos agotadores y adoctrinamiento político. Cuando no talaban árboles o cuidaban cultivos para alimentar al campamento, los hombres se veían obligados a memorizar propagandas y confesar sus crímenes contra Vietnam del Norte. Cualquiera que infringiera las normas del campamento podía recibir una brutal paliza o ser confinado en solitario en una caja de hierro similar a un contenedor
Hasta el momento, The había sobrevivido pasando desapercibido y aferrándose a su fe. Intentaba obedecer las reglas del campamento y practicaba su religión en privado. Observaba los domingos de ayuno, a pesar de estar desnutrido, y recitaba en silencio pasajes de las Escrituras de memoria para fortalecer su fe. Cuando un compañero cristiano del campamento le dio una Biblia de contrabando, leyó el libro completo dos veces en tres meses, agradecido por la oportunidad de volver a leer la palabra de Dios.
The anhelaba ser libre. Durante un tiempo pensó en escapar del campamento. Estaba seguro de que podría usar el entrenamiento militar para evadir a sus captores, pero mientras oraba pidiendo ayuda para escapar, sintió que el Señor lo contuvo. “Ten paciencia —susurró el Espíritu—. Todo estará bien en el debido tiempo del Señor”.
Un tiempo después, The se enteró de que a su hermana, Ba, se le permitiría visitarlo en el campamento. Si pudiera pasarle una carta para su familia, ella podría enviársela al presidente Wheat en Hong Kong, quien podría remitirla a Lien y a los niños.
El día de la visita de Ba, The hizo fila mientras los guardias realizaban registros corporales completos a los prisioneros que le precedían. Sabiendo que los guardias lo enviarían directamente al confinamiento solitario si encontraban su carta a Lien, escondió el mensaje detrás de la cinta de tela del interior de su sombrero. Luego colocó una pequeña libreta y un bolígrafo en el sombrero y los dejó en el suelo. Con un poco de suerte, la libreta distraería a los guardias lo suficiente como para evitar que registraran el resto del sombrero.
Cuando llegó su turno de ser registrado, The intentó mantener la calma, pero cuando los guardias lo inspeccionaron, empezó a temblar. Pensó en el confinamiento que le esperaba si sus captores descubrían la carta. Pasaron varios momentos de tensión y los guardias centraron su atención en el sombrero. Examinaron el bolígrafo y la libreta, pero como no encontraron nada fuera de lo común, perdieron el interés en The y lo dejaron pasar.
Poco después, The vio acercarse a su hermana, así que discretamente sacó la carta de su sombrero y se la puso en las manos. Él lloró mientras Ba le daba algo de comida y dinero. Ella y su esposo tenían un negocio de productos agrícolas y no les sobraba mucho. The estaba agradecido por todo lo que ella le podía ofrecer. Cuando se separaron, él confió en que ella haría llegar su carta a Lien.
Seis meses después, Ba regresó al campamento con una carta. Dentro había una fotografía de Lien y los niños. A The se le llenaron los ojos de lágrimas mientras miraba sus rostros. Sus hijos habían crecido mucho. Se dio cuenta de que no podía esperar más.
Tenía que encontrar la forma de salir del campamento y volver a los brazos de su familia.