Capítulo 3
Una buena pelea
A las siete en punto cada mañana, de lunes a sábado, Mosese Muti y sus compañeros misioneros se reunían en el sitio de construcción de la capilla en Niue. El élder Archie Cottle, un supervisor de construcción de Ogden, Utah, había venido a la isla en marzo de 1957 con su familia y otros dos misioneros tonganos para comenzar la construcción del nuevo centro de reuniones y la casa de la misión. Ahora, la primera capilla Santo de los Últimos Días de Niue finalmente estaba tomando forma bajo la sombra de unas palmeras.
Mosese disfrutaba de su trabajo en la isla. Él y otro misionero tongano hacían la mampostería en las paredes exteriores de la capilla. Los misioneros descubrieron que conseguir que los hombres locales ayudaran con el proyecto podía ser un desafío, especialmente porque los hombres tenían otros trabajos difíciles que hacer en la isla. Sin embargo, un grupo dedicado de mujeres mayores se ofrecía regularmente para ayudar acarreando arena o haciendo otras tareas en el sitio de la construcción.
Chuck Woodworth, el presidente de distrito, se quejaba en privado de que la construcción de la capilla no avanzaba más rápidamente y Mosese no podía culparlo. Chuck no había sido llamado como misionero de construcción, pero la falta de obreros voluntarios en Niue significaba que él tenía que dedicar más tiempo a la construcción y menos tiempo al bienestar espiritual de los santos del distrito.
Mosese siempre instaba a Chuck a ser paciente. “Estas son buenas personas —le recordó una vez al joven—; son hijos del Señor. No hallo ninguna falta en ellos. Veamos sus fortalezas y centrémonos en ellas”.
Además, construir una capilla no era una tarea fácil para trabajadores que no estaban especializados. Los hombres tenían que romper el coral, excavar los cimientos, verter hormigón y preparar mortero, todo a mano. Esto a menudo les causaba ampollas, cortes y otras lesiones. A veces, las personas simplemente necesitaban tiempo para captar el espíritu del servicio.
Para ilustrar este punto, Mosese le contó a Chuck sobre su experiencia al construir la escuela Liahona College como misionero de construcción. “Cinco de nosotros habíamos comenzado la escuela Liahona y trabajamos más de un año antes de que alguien nos ayudara —dijo él—. Cuando la construimos, lo hicimos con los ojos puestos en las generaciones futuras”.
Mosese también era paciente con Chuck. Él y Salavia pasaban muchas noches hablando con el misionero y aconsejándolo, y se había convertido en un hijo para ellos. Chuck incluso comenzó a llamarlos “papá” y “mamá”. Su propio padre había abandonado a su familia y la madre de Chuck había criado a seis niños sola. El joven cargaba con mucho enojo y dolor, y estaba agradecido de tener a Mosese en su vida ahora.
“Él realmente entiende el significado de la fe y el servicio —escribió Chuck—. Me ha enseñado cosas que me habría llevado años aprender sin su ayuda”.
Aun así, de vez en cuando, Chuck anhelaba servir en otro lugar. Un día, se enteró de que la escuela Liahona College estaba creando un equipo de boxeo y vio una oportunidad de cambio. Él había sido boxeador profesional antes de su misión. ¿Y si le pidiera al presidente de la misión que lo transfiriera a Tonga para terminar su misión como profesor y entrenador de boxeo en la escuela? Después de todo, ocasionalmente, había misioneros trabajando en la escuela.
Mosese estaba en contra de la idea. Después de haber pasado más de un año trabajando y enseñando al lado de Chuck, pensaba que Dios había enviado al joven a Niue por una razón. Cada vez que una tarea era particularmente difícil, Chuck duplicaba sus esfuerzos y llevaba más carga de trabajo de la que le correspondía. Y cuando Chuck se enteró de que Mosese y Salavia habían ayunado para poder alimentar a los misioneros y otros trabajadores, discretamente había comido lo menos posible para que quedara suficiente para la pareja.
En junio de 1957, durante una de sus conversaciones con Chuck, Mosese y Salavia mencionaron cuánto anhelaban ir al templo. Sabían que el templo en Nueva Zelanda estaba llegando a su finalización, pero viajar hasta allí todavía estaba fuera de su alcance económico.
Sus palabras conmovieron a Chuck y su deseo de terminar su misión en la escuela Liahona College ya no parecía tan importante. ¿Y si, después de su misión, él se iba a Nueva Zelanda y desafiaba a un boxeador campeón a una pelea con premio, un evento lo suficientemente grande como para ganar la cantidad de dinero que los Muti necesitaban para ir al nuevo templo? Era lo mínimo que podía hacer después de todo lo que ellos habían hecho por él.
Cuatro días después, escribió a Johnny Peterson, su gerente en los Estados Unidos, y le pidió que le enviara el equipo de boxeo a Niue.
En ese tiempo, la Misión del Lejano Oriente Sur necesitaba desesperadamente una nueva misionera. Una de las cuatro mujeres que prestaban servicio en Hong Kong acababa de regresar a los Estados Unidos por razones de salud, lo que dejaba una vacante inesperada en la misión. El presidente Grant Heaton sabía que las hermanas restantes necesitaban ayuda de inmediato, por lo que llamó a Nora Koot como misionera local de tiempo completo.
En los últimos dos años, Nora se había vuelto indispensable para la misión. Cuando los Heaton llegaron por primera vez a Hong Kong, le asignaron que se comunicara con todos los santos de la zona y la sede central de la misión se había convertido en su segundo hogar. A veces, cuidaba de los niños de los Heaton. Otras veces, enseñaba clases a los misioneros en idioma cantonés y mandarín. Junto con Luana Heaton, enseñaba historias bíblicas en una clase de Escuela Dominical para niños en la ciudad.
Nora aceptó prestamente el llamamiento misional. Otro santo local, un élder llamado Lee Nai Ken, había servido una misión breve en Hong Kong y el presidente Heaton estaba entusiasmado por llamar a más santos locales como misioneros. Los misioneros norteamericanos a menudo tenían dificultades para aprender el idioma chino y la cultura local. Muchas personas en la ciudad desconfiaban de los extranjeros y a veces confundían a los élderes con agentes del gobierno de los Estados Unidos.
Sin embargo, Nora y otros santos chinos ya comprendían la cultura local y no tenían que preocuparse por la barrera idiomática. Además, a menudo se relacionaban mejor con las personas a las que enseñaban. Como refugiada de China continental, Nora sabía lo que era comenzar una vida nueva en una ciudad muy poblada, donde la vivienda y el empleo eran escasos.
Muchos miembros de la Iglesia e investigadores en Hong Kong eran refugiados y el presidente Heaton buscaba formas de proveer para su bienestar espiritual. En 1952, la Iglesia había presentado siete lecciones o análisis para ayudar a que los posibles conversos se prepararan para ser miembros de la Iglesia. Para adaptarse a las necesidades locales, el presidente Heaton y sus misioneros desarrollaron diecisiete lecciones del Evangelio para atraer a las muchas personas de Hong Kong que no eran cristianas o que solo tenían una comprensión básica de las creencias cristianas. Estas lecciones trataban temas como la Trinidad, la Expiación de Jesucristo, los primeros principios y ordenanzas del Evangelio y la Restauración. Una vez que eran bautizados, los conversos recibían veinte lecciones adicionales para los nuevos miembros.
La noche antes de ser apartada como misionera, Nora tuvo un sueño vívido. Estaba de pie en una calle muy concurrida, rodeada de caos y conmoción, cuando se percató de un hermoso edificio. Al entrar, sintió paz y calma de inmediato. Las personas dentro del edificio estaban vestidas de blanco y Nora reconoció a algunos de ellos como misioneros que en ese momento prestaban servicio en Hong Kong.
Cuando Nora se presentó en la casa de la misión al día siguiente, les contó a los élderes sobre su sueño. Ellos estaban anonadados. ¿Cómo podía saber ella cómo era un templo? Nunca había visitado uno.
Chuck Woodworth recibió su equipo de boxeo en Niue en octubre de 1957 y toda la familia Muti lo apoyó en su entrenamiento. Salavia le hizo una bolsa de boxeo a partir de sacos de papas y Mosese ayudaba a repararla cuando era necesario. Sin embargo, con tantas responsabilidades misionales en la isla, ni Chuck ni la familia tenían mucho tiempo para dedicar al entrenamiento. Algunas mañanas Chuck se despertaba temprano, a las cinco en punto, para salir a correr. Dado que estaba oscuro afuera, el hijo de dieciséis años de los Muti, Paula, conducía una motocicleta detrás de él para iluminar el camino con la luz delantera.
Afortunadamente, Chuck estaba en buena forma para boxear. El haber estado triturando coral durante el último año lo había mantenido físicamente fuerte. También había realizado algunas exhibiciones de boxeo en la isla para recaudar dinero para la capilla. Pero, ¿sería suficiente con un entrenamiento ocasional?.
Antes de su misión, Chuck había pasado muchas horas en el gimnasio entrenando para combates profesionales en el oeste de Estados Unidos y Canadá. En la mayoría de las peleas se había enfrentado a otros boxeadores profesionales de poca monta, pero también había peleado contra boxeadores de clase mundial como Ezzard Charles y Rex Layne.
La pelea contra Rex, un famoso boxeador peso pesado Santo de los Últimos Días, había sido la más difícil de la carrera de Chuck. Rex ya había pasado su mejor momento como boxeador, pero pesaba alrededor de once kilos más que Chuck y sus ataques salvajes e implacables tuvieron a Chuck contra las cuerdas durante diez asaltos brutales. Chuck permaneció de pie, pero los jueces le dieron la victoria a Rex.
“Woodworth —informaba el periódico local— no era lo suficientemente fuerte”.
En diciembre, llegó a Niue la noticia de que una asociación de boxeo de Nueva Zelanda había concertado el combate de Chuck contra Kitione Lave, el “Torpedo Tongano”. Al igual que Rex Layne, Kitione luchaba como un toro y utilizaba su tamaño y fuerza para castigar a los oponentes. En una pelea contra uno de los mejores boxeadores de peso pesado del mundo, Kitione había ganado en el segundo asalto con un golpe que había dejado a su oponente fuera de combate.
Chuck fue relevado de su misión a principios de enero de 1958, justo después de que él y los otros élderes instalaron el techo en la nueva capilla. Salavia le escribió una carta de despedida en la que le aseguraba el amor y el apoyo inquebrantable de su familia. “Hijo mío, inténtalo con todas tus fuerzas —le decía—. No te desanimes y triunfarás. Con tu fuerza, acompañada de nuestras oraciones, no hay nada que se pueda interponer en tu camino. Confiamos en que Dios te ayudará”.
La pelea fue programada para el 27 de febrero de 1958. Ese día, Mosese, Salavia y sus hijos ayunaron y oraron por Chuck. Cuando llegó la noche, se reunieron en la capilla con decenas de miembros de la Iglesia y amigos para escuchar la pelea por la radio. Dado que la transmisión era en inglés, Mosese la iba traduciendo a niuano.
Una multitud récord de casi quince mil personas había asistido al Carlaw Park en Auckland, Nueva Zelanda, para presenciar el combate. Cuando Chuck entró al ring, las probabilidades estaban en su contra. Kitione tenía una ventaja de nueve kilos sobre él y, en los días previos a la lucha, Chuck escuchó que Kitione lo había llamado un “gorrión” que no aguantaría un solo asalto contra él.
Tan pronto como sonó la campana, Kitione se abalanzó sobre Chuck. “Va a ser una masacre”, gritó alguien de la multitud.
Chuck esquivó el ataque y golpeó a Kitione sin que a este le afectara. En respuesta, Kitione golpeó con sus puños en rápida sucesión sobre la cabeza y el torso de Chuck. Luego, Kitione buscó noquearlo. Tomó impulso y lanzó un potente gancho de zurda. Chuck dio un paso atrás y el guante de Kitione lo golpeó en el mentón. La fuerza del golpe arrojó a Chuck contra las cuerdas y, por un momento, todo a su alrededor pareció desvanecerse.
Actuando por instinto, Chuck logró agarrarse a Kitione y aguantó, mientras el mundo a su alrededor daba vueltas. El árbitro intentó separarlos, pero sonó la campana; el asalto había terminado.
Mientras esperaba en su esquina, la mente de Chuck se despejó. Cuando comenzó el siguiente asalto, se colocó en el centro del cuadrilátero con un nuevo impulso. Kitione lo recibió lanzando una lluvia de puñetazos, listo para asestarle el golpe final, pero Chuck se movía con agilidad y rapidez. Estuvo dando vueltas alrededor de su oponente, manteniéndose alejado de las esquinas y asestándole golpe tras golpe. El Torpedo no pudo seguirle el ritmo. Con cada nuevo asalto, Chuck sentía que se volvía más fuerte. Podía escuchar a la multitud animándolo conforme acumulaba puntos.
El combate terminó después de doce asaltos y los jueces otorgaron la victoria a Chuck. Kitione tomó bien la derrota. “Disfruté la pelea —dijo—. Ese Woodworth es un boxeador bueno y rápido, y un sujeto muy agradable”.
Mosese envió a Chuck un telegrama al día siguiente. “Muchas gracias por una buena pelea y por salir victorioso”, le decía. Chuck respondió enviando suficiente dinero para alimentar a la familia por el resto de su misión y para llevar al matrimonio al Templo de Nueva Zelanda.
Unos meses después, al otro lado del mundo, la policía de la República Democrática Alemana arrestaba a Henry Burkhardt, de veintisiete años. Henry estaba regresando al sector oriental de Berlín, controlado por los comunistas, después de reunirse con Burtis Robbins, el presidente de la Misión Alemania Norte de la Iglesia, en el sector occidental de la ciudad. Aunque no era ilegal viajar a Berlín Occidental, un área bajo la autoridad del Reino Unido, Francia y Estados Unidos, hacerlo tan a menudo como Henry levantaba sospechas.
Había pasado casi una década desde que Alemania se había dividido en la República Federal de Alemania (RFA) o Alemania Occidental, y la República Democrática Alemana (RDA) o Alemania Oriental. Ambos países seguían siendo los participantes clave de la Guerra Fría entre los Estados Unidos, la Unión Soviética y sus respectivos aliados. Ubicada en lo profundo del territorio de la República Democrática Alemana, Berlín Occidental se había convertido en un símbolo de resistencia al comunismo. Mientras tanto, la República Democrática Alemana se había convertido en uno de los varios países bajo influencia de la Unión Soviética en el centro y este de Europa.
A medida que estas potencias rivales competían por el dominio mundial, se apresuraban por desarrollar armas más potentes y tecnologías más sofisticadas. La confianza entre los países antagónicos era escasa. Cualquier persona podría estar robando secretos para el enemigo.
Henry no opuso resistencia cuando la policía lo llevó a una estación en Königs Wusterhausen, una ciudad fuera de Berlín Oriental. La Stasi, la fuerza policial secreta de la República Democrática Alemana, lo había estado siguiendo a él y a su familia durante algún tiempo. Su llamamiento como primer consejero en la presidencia de la misión lo puso en contacto regular con el presidente Robbins y otros líderes norteamericanos de la Iglesia. Y eso, junto con sus frecuentes visitas a Berlín Occidental, lo convertía en un supuesto enemigo del estado.
No era nada de eso. Después de haberse sellado en el Templo de Suiza en noviembre de 1955, Henry y su esposa, Inge, habían regresado a la República Democrática Alemana y se habían sometido a las muchas restricciones del gobierno para con las personas religiosas. No había misioneros ni líderes extranjeros en el país y Henry no podía comunicarse directamente con oficiales de la Iglesia en Salt Lake City. Él y los santos también tenían que enviar sus discursos de las reuniones sacramentales a funcionarios del gobierno para su evaluación antes de poder pronunciarlos.
Ser el líder de la Iglesia de mayor rango en la República Democrática Alemana consumía la vida de Henry. Solo veía a Inge y a su hija recién nacida, Heike, durante sus breves visitas a casa. Por lo demás, viajaba por toda la misión asistiendo a los cinco mil santos que se hallaban distribuidos en cuarenta y cinco ramas en todo el país.
Cada vez que un miembro de la Iglesia criticaba al Gobierno, animaba a alguien a emigrar a los Estados Unidos o no pagaba una deuda, Henry quedaba implicado. Dos años antes, cuando la policía había intentado evitar que los misioneros locales visitaran a otro miembro de la Iglesia, él había presentado una queja formal al Gobierno, declarando los derechos de los misioneros y pidiendo una “mejor cooperación” por parte de la policía. Era deliberadamente respetuoso y diplomático con los funcionarios del Gobierno y eso generalmente obraba a su favor.
En la estación policial de Königs Wusterhausen, Henry pasó la noche bajo interrogatorio. En su automóvil había algunos regalos del presidente Robbins y materiales para la oficina de la Iglesia en el este de Alemania. Cuando la policía vio estos artículos, acusó a Henry de infringir la prohibición a los ciudadanos de la República Democrática Alemana de recibir donaciones de organizaciones extranjeras. Él había cometido, en palabras de ellos, una “violación a las regulaciones económicas”.
Henry nunca había oído sobre la prohibición. Les dijo a sus interrogadores que viajaba a Berlín Occidental todos los meses. “El único propósito de mi reunión con el Sr. Robbins —explicó—, era conversar con él sobre actividades religiosas y asuntos financieros relacionados”.
Los regalos del presidente de la misión tampoco estaban fuera de lo común. “He recibido regalos de este tipo o en forma de medicinas, en cada una de nuestras reuniones mensuales —informó Henry—. También recibimos paquetes por correo enviados a nuestra oficina en Dresden y desde el extranjero”.
La policía confiscó los regalos, inspeccionó los maletines de Henry y hojeó algunos de los informes de la misión que había traído con él. Al no encontrar nada sospechoso, ordenaron a Henry que leyera, aprobara y firmara un informe oficial de su reunión con el presidente Robbins. Para esa hora, ya eran pasadas las cuatro de la mañana. Finalmente, lo liberaron de la custodia más tarde ese día.
El arresto de Henry podría haber salido mucho peor. Cuando la policía había atrapado a un misionero de Alemania del Este con una copia de Der Stern, la revista de la Iglesia en idioma alemán, lo habían encarcelado durante nueve meses. Henry y otros habían intentado ayudar al élder a mantener su valor, pero no podían hacer mucho. Había confesado tener la revista y los funcionarios del Gobierno (al menos en este caso) fueron inflexibles.
Esos encuentros con la policía estaban cambiando a Henry. Ya no tenía miedo al tratar con las autoridades, especialmente cuando él o los santos no habían hecho nada mal. Cada día implicaba tomar riesgos por el Evangelio y eso se estaba volviendo normal.
Se había acostumbrado a sentir que ya estaba con un pie dentro de la cárcel.
En la mañana del 12 de abril de 1958, Mosese y Salavia Muti contemplaron por primera vez el Templo de Nueva Zelanda. Se erigía en la cima de una colina verde con vistas a un extenso valle fluvial a ciento veinte kilómetros al sur de Auckland. Su diseño era sencillo y moderno, similar al del Templo de Suiza. Tenía paredes de hormigón reforzado pintadas de blanco y una sola aguja que se elevaba a más de cuarenta y cinco metros de altura.
Los Muti habían venido a Nueva Zelanda justo a tiempo para participar en el programa de puertas abiertas. Miles de personas de toda Nueva Zelanda, Australia y las islas del Pacífico estaban deseosas de ver el templo, por lo que Mosese y Salavia tuvieron que esperar una hora y media antes de poder realizar el recorrido.
Una vez adentro, pudieron admirar la belleza del templo y apreciar el enorme sacrificio de los santos locales. Al igual que la capilla en Niue y una creciente cantidad de edificios de la Iglesia en toda Oceanía, el templo se había construido en gran medida gracias a los misioneros constructores. Estos trabajadores se habían mudado allí con sus familias para construir no solo el templo, sino también el campus adyacente del Church College of New Zealand, una nueva escuela secundaria dirigida por la Iglesia.
El día después de su recorrido por el templo, Mosese fue invitado a hablar en una reunión sacramental de santos tonganos en la zona. Conforme se acercaba al púlpito, pensó en la promesa que George Albert Smith le había hecho veinte años antes, cuando dijo que Mosese asistiría al templo sin ningún costo. Mosese no le había contado a Chuck Woodworth acerca de esta promesa. Cuando el joven pagó por el viaje de los Muti al templo, sin saberlo, cumplió la profecía.
“Soy una persona que testifica de las palabras que ha hablado el profeta de los últimos días —dijo Mosese a la congregación—. Sé que George Albert Smith es un verdadero profeta de Dios, pues mi esposa y yo nos hemos convertido en un testimonio de sus palabras”. Luego, habló del sacrificio de Chuck por la familia Muti. “Estamos aquí esta noche debido al amor imperecedero de un hombre —les testificó—. Nunca lo olvidaremos en nuestra vida, pase lo que pase”.
Una semana después, el presidente David O. McKay llegó a Nueva Zelanda y dedicó el templo. El edificio cumplió una profecía que él había hecho casi cuarenta años antes, cuando visitó Nueva Zelanda en su primera misión apostólica por todo el mundo. En ese entonces, le dijo a un grupo de santos maoríes que un día tendrían un templo. Su intérprete durante el discurso había sido Stuart Meha, quien ahora acababa de terminar de traducir la investidura al idioma maorí.
Cuando el presidente McKay ofreció la oración dedicatoria para el templo, rindió tributo a los misioneros de construcción y a otros santos que lo habían consagrado todo para construir el templo y otros edificios de la Iglesia. “Rogamos que cada persona que contribuyó se sienta reconfortada en el espíritu y sea prosperada muchas veces más —suplicó él—. Que tengan la seguridad de que tienen la gratitud de miles, quizás millones, del otro lado del velo, para quienes las puertas de la prisión ahora pueden abrirse y a quienes se les puede proclamar la liberación”.
Mosese y Salavia fueron investidos y sellados por esta vida y la eternidad unos días después. Hallándose en el templo, Mosese sintió la gloriosa presencia de Dios. “¿Cómo puedo no amar a mi Padre Celestial y a Su Hijo, Jesucristo, con todo lo que tengo, cuando sé que Ellos estuvieron ahí para mí en el templo?”, dijo después. La experiencia le dio una nueva perspectiva sobre el plan eterno de Dios.
—Todas las cosas que he hecho y hago en la Iglesia apuntan al templo —comprendió—. Es el único lugar santo donde una organización familiar puede ser unida y permanecer intacta para siempre.