Capítulo 10
El tiempo es crucial
En la primavera de 1966, el Dr. Aziz Atiya siguió a un asistente hacia un depósito de documentos en el Museo Metropolitano de Arte de la Ciudad de Nueva York. Buscando en ellos, encontró un archivo y lo abrió. Lo que vio lo dejó impresionado.
En el interior se encontraban fragmentos de un antiguo papiro egipcio. El papiro estaba muy dañado, pero Aziz podía percibir fácilmente la imagen de dos hombres, uno de ellos tendido en un sofá con forma de león y el otro de pie a su lado. Faltaba la parte del papiro que mostraba los brazos y el torso del hombre en el sofá, junto con la cabeza de la figura de pie. Alguien, haciendo un esfuerzo rudimentario para preservar el documento, había pegado el papiro a un trozo de papel y había dibujado aproximadamente las partes perdidas.
Aziz no era miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días pero, como profesor de historia e idiomas en la Universidad de Utah, había vivido entre los santos lo suficiente como para reconocer que estaba contemplando una ilustración del libro de Abraham en la Perla de Gran Precio.
Junto con el papiro que contenía esta imagen, se hallaban almacenados otros nueve fragmentos de papiros. Conforme Aziz los estudiaba, encontró un certificado que afirmaba que alguna vez habían sido propiedad del profeta José Smith. El certificado tenía fecha de 1856 y estaba firmado por Joseph Smith III, Emma Smith y el segundo esposo de Emma, Lewis Bidamon.
Los fragmentos provenían de un conjunto de rollos de papiros que el profeta José y otros santos habían adquirido cuando le compraron cuatro momias a un expositor de antigüedades en 1835. Siete años más tarde, el Profeta publicó imágenes de los papiros junto con una traducción llamada el libro de Abraham. Años después de la muerte de José, Emma vendió las momias y los papiros, y el nuevo propietario los dividió y vendió algunos fragmentos a un museo cercano. Durante décadas se había considerado que los rollos se habían perdido en un incendio, pero de alguna manera una colección de fragmentos fue a dar al este, al Museo Metropolitano.
—Estos documentos no pertenecen aquí —dijo Aziz. Sabía lo importante que eran los fragmentos para la Iglesia y decidió ayudar para que volvieran a los santos.
Ese mismo año, Isabel Santana, de catorce años, se sentía abrumada por su nuevo entorno. Acababa de dejar su hogar en Ciudad Obregón, una ciudad en el norte de México, para asistir al Centro Escolar Benemérito de las Américas, una escuela propiedad de la Iglesia en la Ciudad de México. La capital era una extensa metrópolis de siete millones de personas y todos parecían vestirse y hablar de manera diferente a las personas del ambiente que ella conocía.
La manera en que decían “por favor”, “gracias” y “disculpe” era muy formal. La gente del norte no hablaba así.
El Evangelio restaurado había echado raíces en México en el siglo XIX y el país ahora tenía dos fuertes estacas. En las últimas dos décadas, la cantidad de Santos de los Últimos Días en México había crecido de aproximadamente cinco mil a más de treinta y seis mil.
A medida que aumentaba la membresía, los líderes de la Iglesia querían asegurarse de que la generación creciente de santos mexicanos recibiera todas las oportunidades de educación y capacitación laboral. En 1957, la Primera Presidencia nombró un comité para investigar la educación en México y hacer recomendaciones para establecer escuelas de la Iglesia en todo el país. Al descubrir que las áreas urbanas no tenían suficientes escuelas para albergar a la población en auge de México, el comité propuso abrir al menos una docena de escuelas primarias en todo el país, así como una escuela secundaria, una escuela de educación superior y una escuela de formación de profesores en la Ciudad de México.
En ese momento, la Iglesia operaba escuelas en Nueva Zelanda, Samoa Occidental, Samoa Americana, Tonga, Tahití y Fiyi. Para el momento en que la Iglesia abrió dos escuelas primarias en Chile unos años después, la Iglesia ya tenía también una labor educativa en marcha en México. Cuando Isabel llegó al Benemérito, había unos tres mil ochocientos estudiantes inscritos en las veinticinco escuelas primarias y las dos escuelas secundarias de la Iglesia en México.
El Benemérito era una escuela secundaria de tres años. Se inauguró en 1964 en una granja de 116 hectáreas al norte de la Ciudad de México. Isabel había oído sobre esa escuela mientras asistía a una escuela primaria operada por la Iglesia en Obregón. Aunque no le gustaba vivir a más de mil seiscientos kilómetros de su hogar y de su familia, ella estaba ansiosa por asistir a clases y aprender cosas nuevas.
La escuela estaba compuesta en su totalidad por profesores Santos de los Últimos Días de México. Los alumnos cursaban las asignaturas obligatorias de Español, Inglés, Matemáticas, Geografía, Historia Mundial, Historia Mexicana, Biología, Química y Física. También podían inscribirse en clases de Arte, Educación Física y Tecnología. El programa de Seminario, que funcionaba por separado de la escuela, brindaba educación religiosa a los alumnos.
El padre de Isabel, que no era miembro de la Iglesia, había apoyado su deseo de asistir al Benemérito y había aceptado que ella y su hermana Hilda se inscribieran juntas. Hilda era un año más joven, pero ella e Isabel habían estado en el mismo grado desde la escuela primaria, porque Isabel no quería ir sola a la escuela.
Isabel e Hilda habían viajado al Benemérito con su madre. Cuando llegaron, la escuela todavía estaba parcialmente en construcción, con pisos de tierra, pocos edificios escolares y quince cabañas para que vivieran los alumnos. Aun así, Isabel se sintió impresionada por el tamaño de la escuela.
A ella y su grupo se les indicó que fueran a la casa número dos. Un supervisor de cabaña les dio una cálida bienvenida y les mostró las lavadoras, los armarios para guardar sus pertenencias y los dormitorios, cada uno con dos literas. La casa de cuatro habitaciones también tenía un comedor, una cocina y una sala de estar.
Isabel pasaba mucho de su tiempo observando a los otros alumnos e intentando adaptarse a una cultura desconocida. El Benemérito tenía alrededor de quinientos estudiantes, la mayoría de los cuales provenían del sur de México. Sus experiencias de vida eran diferentes de las de Isabel y descubrió que sus alimentos también eran más diversos. Se sorprendió con los sabores más picantes y la elección de los ingredientes.
Independientemente de las diferencias culturales, se esperaba que todos los estudiantes del Benemérito cumpliesen las mismas reglas. Seguían una rutina estricta que incluía despertarse temprano, ocuparse de los quehaceres y asistir a clases. También se los alentaba a desarrollar hábitos espirituales fuertes, como ir a la iglesia y orar. Al haber crecido en una familia de religión mixta, Isabel y su hermana nunca habían hecho estas cosas regularmente hasta que llegaron al Benemérito.
A los pocos días de su llegada, Isabel notó que algunos estudiantes extrañaban su hogar y se marchaban. Sin embargo, a pesar de la novedad de las personas, la comida y las costumbres, ella estaba decidida a quedarse y triunfar.
“No parece posible que esté por cumplir mis noventa y cuatro años”, registró el presidente David O. McKay en su diario el 1 de enero de 1967. Él había pasado el día tranquilamente en casa, reflexionando sobre sus muchas experiencias. “¡Ha sido una vida feliz e interesante! —pensó—. Es mucho tiempo y, a la vez, qué rápido ha pasado”.
Sin embargo, aun cuando estaba entusiasmado por el nuevo año, el profeta estaba preocupado. “El viejo mundo está lleno de problemas”, escribió él. Todos los días, los periódicos y televisores transmitían informes de guerras, disturbios raciales y políticos y desastres naturales. Las tensiones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética seguían siendo altas. Y muchas personas de Asia, África y América Central y del Sur quedaban atrapadas en los feroces conflictos regionales que amenazaban con derrocar gobiernos y dividir a las comunidades.
El presidente McKay estaba especialmente preocupado por una guerra civil, que ahora tenía más de una década de antigüedad, en Vietnam, una nación del sudeste asiático. En un esfuerzo por evitar que el comunismo se arraigara en el país, Estados Unidos recientemente había desplegado 450 000 efectivos militares en Vietnam del Sur. Ahora, la guerra de guerrillas estaba escalando rápidamente, e innumerables soldados y civiles de ambos lados del conflicto habían muerto.
En Saigón, la capital de Vietnam del Sur, la Iglesia tenía varias ramas en las que cerca de trescientos santos locales se reunían con algunos de los cuatro mil miembros de la Iglesia que servían en el ejército estadounidense. El élder Gordon B. Hinckley, del Cuórum de los Doce Apóstoles, y el élder Marion D. Hanks, del Primer Consejo de los Setenta, habían visitado recientemente el país devastado por la guerra. Durante una conferencia de distrito con los santos, el élder Hinckley había dedicado la tierra a la predicación del Evangelio y rogado en oración que el país recuperara la paz. “Apresura el día —suplicó él—, en que cese el ruido de la batalla”. Más tarde esa noche, los líderes de la Iglesia dieron sus testimonios mientras el fuego de artillería retumbaba a la distancia.
El presidente McKay esperaba ver menos caos y conflictos en 1967, pero no sería así. En junio, estalló la guerra entre Israel y sus vecinos, lo que causó disturbios en la región. Al mes siguiente, estalló una guerra civil en Nigeria debido a la constante inestabilidad política. El aumento de las muertes y la falta de popularidad de la guerra en Vietnam, por otra parte, ayudaron a desencadenar frecuentes protestas en los Estados Unidos contra la guerra, las que a menudo eran violentas. Las tensiones raciales también alcanzaron un punto de ruptura en todo el país y una ola de violencia sacudió muchas de las principales ciudades.
El profeta estaba preocupado por el efecto de estos disturbios sobre la juventud. Algunos jóvenes, desanimados por los acontecimientos mundiales, estaban cuestionando los valores y la cultura de sus padres y abuelos. Muchos jóvenes experimentaban con drogas dañinas, participaban en la promiscuidad sexual y utilizaban un lenguaje vulgar.
El presidente McKay amaba a la juventud de la Iglesia y no quería que los jóvenes cayeran víctimas de esas tendencias. Alentó a los jóvenes Santos de los Últimos Días a asistir a algún tipo de instrucción religiosa los días de semana (Seminario o Instituto), donde podían desarrollar un carácter semejante al de Cristo, estando rodeados por otras personas que compartían sus valores y normas. Recientemente, la Iglesia también había producido un folleto llamado Para la Fortaleza de la Juventud a fin de ayudar a los hombres y las mujeres jóvenes a conocer, comprender y vivir las normas de la Iglesia en cuanto a una vida limpia, el salir en citas, el baile, la vestimenta y los modales. Sin embargo, creía que los padres y los líderes de la Iglesia también tenían el deber de enseñar y demostrar a los jóvenes que llevar una vida moral podía brindar felicidad.
En la conferencia general de octubre de 1967, la mala salud del presidente McKay le impidió pronunciar sus discursos en persona, por lo que le pidió a su hijo, Robert, que los leyera a los santos en su lugar.
—Cuando pienso en el futuro de esta Iglesia —declaró el profeta en la sesión de apertura de la conferencia—, siento la impresión de que no hay mensaje más importante que dar, que “ser uno” y evitar cosas que puedan causar una grieta entre los miembros.
Durante los últimos años, los esfuerzos de correlación de la Iglesia habían intentado unificar a los santos mediante la coordinación de programas y el énfasis en la función del sacerdocio, el hogar y la familia. Ese año, hasta ese momento, la correlación de la Iglesia había estandarizado el contenido de sus revistas internacionales e introducido un curso de estudio uniforme. En respuesta al crecimiento mundial, el presidente McKay también había llamado a sesenta y nueve “representantes regionales de los Doce” para ayudar a capacitar a las presidencias de estaca y ayudar así a la Iglesia a funcionar de manera eficiente y coherente en todo el mundo.
A medida que los santos se enfrentaban a disturbios sociales y valores cambiantes en la sociedad, el presidente McKay y otros líderes generales de la Iglesia esperaban que los programas correlacionados proporcionaran un mensaje unificado y un fundamento estable para las personas de todo el mundo.
—Tenemos el desafío ante nosotros —dijo el presidente McKay a los santos—. La unidad de propósito, con todos trabajando en armonía dentro de la estructura de la organización de la Iglesia según lo ha revelado el Señor, debe ser nuestro objetivo.
Ese mismo año, Hwang Keun Ok estaba cuidando a unas ochenta niñas en el Orfanato de Songjuk en Seúl, Corea del Sur. Cuando el orfanato femenino la contrató como superintendente en 1964, ella no mencionó a sus patrocinadores protestantes que era Santo de los Últimos Días. La Iglesia no era bien vista en Corea del Sur. De hecho, cuando Keun Ok fue bautizada en 1962, la escuela cristiana donde ella estaba enseñando la despidió.
Ahora, había alrededor de tres mil trescientos santos de Corea del Sur. Kim Ho Jik, el primer Santo de los Últimos Días coreano, se había unido a la Iglesia en 1951 mientras estudiaba en los Estados Unidos. Antes de su muerte en 1959, Ho Jik había regresado a Corea del Sur, se había convertido en profesor y administrador de universidad y había presentado el Evangelio restaurado a algunos de sus alumnos. Estos alumnos, junto con los militares estadounidenses, ayudaron a que la Iglesia creciera en el país. En 1967, se publicó la traducción del Libro de Mormón al coreano.
A pesar de no hablar a sus patrocinadores sobre su membresía en la Iglesia, Keun Ok no se avergonzaba de ser Santo de los Últimos Días. Prestaba servicio como presidenta de la Sociedad de Socorro de su rama y enseñaba una clase de la Escuela Dominical para jóvenes. También aceptaba visitas de miembros de la Iglesia que querían ayudar en el orfanato. Un día, un militar estadounidense llamado Stanley Bronson llamó a Keun Ok por teléfono. Era un Santo de los Últimos Días asignado al servicio militar en Seúl y quería visitar el orfanato y cantar algunas canciones para animar a las niñas.
Stan llegó unos días más tarde. Medía casi dos metros y pasaba en altura a todos. Las niñas estaban entusiasmadas por oírlo cantar. Había grabado un álbum de canciones de folk antes de ser reclutado en el ejército y esperaba grabar otro álbum mientras estaba en Corea del Sur.
—Antes de que toque la guitarra —le dijo Keun Ok a Stan después de que todas se reunieron—, las niñas le han preparado algo.
A menudo hacía que las niñas cantaran para los visitantes y ellas tenían mucha práctica. Conforme cantaban algunas canciones para Stan, este quedó boquiabierto. Sus voces se mezclaban en perfecta armonía.
Stan comenzó a visitar regularmente el orfanato para cantar con las niñas. Al poco tiempo, sugirió que grabaran un álbum juntos y que las ventas del disco fueran en beneficio del orfanato.
A Keun Ok le encantó la idea. Había prometido desde joven dedicarse a mejorar el mundo. Era una refugiada de Corea del Norte y había perdido a su padre a una edad temprana, por lo que sabía lo difícil que era para las niñas tener éxito en Corea sin un fuerte apoyo familiar y comunitario. Muchas personas del país despreciaban a las niñas huérfanas y no esperaban que lograran mucho. Para obtener su educación, Keun Ok había luchado contra la pobreza y la pérdida de un padre y un hogar. Esperaba que cantar con Stan ayudara a las niñas que tenía bajo su cuidado a darse cuenta de su valor y a ayudar a otros coreanos a verlo también.
Stan encontró un estudio de grabación y, durante los meses siguientes, Keun Ok los ayudó a él y a las niñas a ensayar y grabar canciones. Cuando el ejército dio a Stan una licencia de treinta días, regresó a casa en los Estados Unidos y convirtió las grabaciones en discos de vinilo. Luego, regresó a Corea y organizó su participación con las niñas en un popular programa especial de televisión estadounidense que se filmaba allí.
El álbum, Daddy Big Boots: Stan Bronson and The Song Jook Won Girls [Papá de botas grandes: Stan Bronson y las niñas Song Jook Won], llegó a Seúl en los primeros meses de 1968. Keun Ok quería hacer que el lanzamiento del álbum fuera un acontecimiento importante en Corea, así que invitó al presidente de Corea del Sur, al embajador de los Estados Unidos y al comandante de las fuerzas de las Naciones Unidas a asistir a una fiesta de lanzamiento en una escuela secundaria femenina local. Aunque solo el embajador pudo asistir, los otros dignatarios enviaron representantes en su lugar y el lanzamiento fue un éxito.
Al poco tiempo, las cantantes del Orfanato de Songjuk tenían una gran demanda del público.
Mientras tanto, en los Estados Unidos, Truman Madsen, profesor de filosofía de la Universidad Brigham Young, recibía un memorando de su colega Richard Bushman, profesor del Departamento de Historia. Richard estaba preocupado por un artículo académico que acababa de leer. Su autor, Wesley Walters, era un ministro presbiteriano del Medio Oeste de los Estados Unidos. Afirmaba que había desacreditado la Primera Visión de José Smith.
A lo largo de los años, los críticos a menudo habían intentado arrojar dudas sobre la historia sagrada de la Iglesia, muchas veces utilizando las mismas afirmaciones sin respaldo alguno para argumentar su punto. Sin embargo, este artículo era diferente. “Es una pieza bien escrita y bien investigada”, informaba Richard a Truman. De hecho, otro colega creía que el artículo suponía una amenaza grave para la fe de los santos.
Richard envió una copia del artículo a Truman. Wesley Walters reconocía que no podía desacreditar directamente que José Smith hubiera visto al Padre y al Hijo en la primavera de 1820, por lo que había investigado las declaraciones del Profeta sobre el entorno histórico de la Primera Visión.
Durante muchos años, los Santos de los Últimos Días habían conocido solo dos relatos que el profeta José había escrito de la visión. El relato más conocido, que comenzó en 1838, podía encontrarse en la Perla de Gran Precio. El otro relato se había publicado en el Times and Seasons, un periódico de la Iglesia, a comienzos de la década de 1840. Sin embargo, recientemente, un estudiante de posgrado de la Universidad Brigham Young y un archivista de la Iglesia habían descubierto dos relatos anteriores de la Primera Visión en la colección de la Iglesia de los documentos de José Smith.
Wesley había examinado cuidadosamente los cuatro relatos para exponer posibles inconsistencias históricas en ellos. Y cuando investigó la afirmación del Profeta de que un resurgimiento religioso en la localidad lo había llevado a buscar al Señor en oración, Wesley no había encontrado evidencia de ningún resurgimiento cerca del hogar de los Smith sino hasta casi cinco años después de que se produjera la Primera Visión. Para Wesley, esto significaba que José Smith había inventado su historia.
Truman estaba seguro de que las conclusiones de Wesley eran incorrectas, pero debido a que se habían realizado pocas investigaciones históricas en cuanto a la Primera Visión y los primeros días de la Iglesia, no tenía manera de demostrarlo. Como expresidente de misión, sabía que muchas personas habían aceptado el Evangelio restaurado debido al poderoso testimonio del Profeta de haber visto al Padre y al Hijo. Un ataque a la Primera Visión parecía ser un ataque al fundamento mismo de la Restauración.
Después de leer el artículo, Truman reunió a un pequeño grupo de historiadores en Salt Lake City. Todos ellos eran eruditos respetados y miembros comprometidos de la Iglesia. Conforme analizaban el artículo de Wesley, se dieron cuenta de que podían usar su formación académica para ayudar a la Iglesia. Ellos y otros creyentes debían llevar a cabo un nuevo estudio de la historia de la Iglesia, comenzando por sus raíces. Hasta que lo hicieran, las afirmaciones de Wesley Walters acerca de la Primera Visión quedarían sin desmentir.
Con Truman a la cabeza, el grupo se organizó en un comité para alentar a los eruditos Santos de los Últimos Días a estudiar la historia temprana de la Iglesia. Para responder al artículo de Wesley, el comité propuso enviar a cinco historiadores al este de los Estados Unidos para hacer una investigación sobre los resurgimientos religiosos y la Primera Visión. Lamentablemente, carecían de financiamiento.
El comité primero trató de recaudar dinero para la investigación proveniente de donantes privados. Cuando este intento solo obtuvo un éxito parcial, Truman se comunicó con la Primera Presidencia. El presidente McKay y sus consejeros habían apoyado otros esfuerzos para estudiar y preservar la historia de la Iglesia. A principios de la década, por ejemplo, habían contribuido con fondos para comprar y preservar propiedades históricas en Nauvoo, Illinois, la sede central de la Iglesia desde 1839 hasta 1846.
La Primera Presidencia también había mostrado interés en los fragmentos de papiros de José Smith. Trabajando estrechamente con Aziz Atiya y el Museo Metropolitano de Arte, el presidente N. Eldon Tanner había hecho arreglos para que el papiro fuese devuelto a la Iglesia como un obsequio. Los periódicos de los Estados Unidos informaron de la adquisición y la Iglesia llevó a cabo una conferencia de prensa y publicó imágenes de los fragmentos en la revista Improvement Era. A pedido de la Primera Presidencia, los fragmentos luego fueron prestados a Hugh Nibley, profesor de la Universidad Brigham Young, para que realizara estudios adicionales. Hugh, el erudito líder de la Iglesia en cuanto al mundo antiguo, había encontrado evidencia histórica sólida que respaldaba la autenticidad del Libro de Mormón y de seguro haría lo mismo con el Libro de Abraham.
Truman escribió a la Primera Presidencia en la primavera de 1968 y solicitó 7000 dólares para financiar los viajes de investigación. “La Primera Visión ha sido objeto de un grave ataque desde lo histórico”, les informó. “El tiempo es crucial”.
Inicialmente, la Primera Presidencia decidió no financiar el proyecto. En los últimos años, la Iglesia había entrado en deuda con la construcción de más y más capillas en todo el mundo, y desde entonces, los líderes de la Iglesia habían sido más cautelosos con respecto a los gastos.
Sin embargo, Truman fue persistente. Recientemente, había conocido a Wesley Walters en una conferencia sobre la historia de la Iglesia y había detectado la determinación del ministro de desacreditar a José Smith.
“Él hará lo que sea para llegar primero a las fuentes —dijo Truman a la Primera Presidencia—. Creemos que sería sabio el no demorarnos en actuar”. Esta vez, solicitó 5000 dólares.
El presidente McKay y sus consejeros reconsideraron la solicitud y aceptaron financiar a los investigadores.
En una cálida tarde de septiembre de ese año, Maeta Holiday, de catorce años, se hallaba sentada sola en un autobús que se acercaba a Fullerton, un suburbio de Los Ángeles, California. Miraba por la ventana los naranjales que cubrían ambos lados de la autopista, un paisaje muy diferente a su hogar en el escasamente poblado desierto en la frontera entre Utah y Arizona.
Maeta era diné, es decir, ciudadana de la nación Navajo. Ella había crecido en una reserva de indígenas estadounidenses ubicada entre las cuatro montañas sagradas que marcaban las fronteras tradicionales del hogar ancestral de su pueblo. En el siglo XIX, el Gobierno de los Estados Unidos había creado la reserva y otras similares a partir de tierras que había tomado de grupos indígenas estadounidenses, como los navajos, para hacer espacio para los colonos blancos, incluidos los Santos de los Últimos Días. Forzadas a vivir en las tierras de la reserva, con mayor frecuencia inferiores, muchas familias indígenas tenían dificultades.
La reserva navajo en la que Maeta había vivido era extensa y las personas vivían muy lejos unas de otras, lo que dificultaba el transporte de niños entre la escuela y sus hogares. Por otra parte, los internados financiados por el Gobierno a menudo estaban superpoblados y no contaban con suficiente financiación. En estas condiciones, muchos padres indígenas estadounidenses buscaron mejorar la vida de sus hijos enviándolos a escuelas fuera de la reserva.
Maeta había venido a California como parte del Programa de colocación de alumnos indígenas de la Iglesia, y estaba en camino a vivir con una familia blanca que nunca había conocido. Las hermanas mayores de Maeta habían participado en el programa y ella deseaba hacer lo mismo. Sin embargo, aunque se había inscrito con entusiasmo, se sentía ansiosa en cuanto a su nueva familia de acogida.
El programa de colocación se había fundado en 1954 bajo la orientación de élder Spencer W. Kimball. Al igual que muchos Santos de los Últimos Días de la época, él consideraba que los indígenas estadounidenses eran los descendientes directos de los pueblos del Libro de Mormón. Creía que los miembros de la Iglesia tenían la responsabilidad de ayudar a sus hermanos y hermanas lamanitas a obtener acceso a oportunidades educativas y a cumplir con su destino divino como un pueblo del convenio.
En el programa de colocación, los niños indígenas estadounidenses dejaban sus hogares en las reservas para ir a vivir con familias Santos de los Últimos Días durante el año escolar. El programa tenía como objetivo brindar a los estudiantes acceso a mejores escuelas y permitirles experimentar la vida en hogares centrados en el Evangelio. Para el año 1968, cerca de tres mil estudiantes de más de sesenta y tres tribus habían sido colocados en hogares en Canadá y siete estados de los Estados Unidos. Si bien todos los estudiantes del programa de colocación eran Santos de los Últimos Días, algunos de ellos habían participado muy poco en la Iglesia antes de ingresar al programa.
Glen Van Wagenen, quien dirigía el programa en el sur de California, había escuchado sobre Maeta mientras ella vivía con una familia en Kanab, Utah. A Maeta le encantaba vivir con ellos y se llevaba bien con su hija. Cuando Glen invitó a Maeta a unirse al programa de colocación en California al comienzo del año en que comenzaría el noveno grado, ella aceptó la oferta.
Maeta era la más joven de seis hijas nacidas de Calvin Holiday y Evelyn Crank. Sus padres se unieron a la Iglesia cuando llevaban poco tiempo de casados, pero posteriormente perdieron el interés en la Iglesia. Aunque Maeta había sido bautizada a los ocho años, no asistía a la Iglesia regularmente ni comprendía la importancia de su bautismo. Con el deseo de mejorar la educación de Maeta, sus padres la enviaron a internados de indígenas estadounidenses en Arizona tan pronto como tuvo la edad suficiente, por lo que se mudaba con mucha frecuencia.
Maeta conocía familias de la reserva en las que los padres se amaban uno al otro y los niños eran felices. Sin embargo, su familia no era una de ellas. Después de que sus padres se divorciaron, su madre se volvió a casar dos veces. La madre de Maeta tenía seis hijos más de estos matrimonios y sus largas ausencias obligaban a Maeta a cuidar de sus hermanos más pequeños. Más de una vez, Maeta y sus hermanos se quedaban solos durante días con poca comida y agua. Ella hacía todo lo posible para alimentar a los niños, a veces con carne de cordero en mal estado y algunas latas de comida.
Una vez, mientras Maeta hacía pan frito sobre el fuego al aire libre, su madre la miró y dijo: “La única cosa para la que serás buena es para tener bebés”. A Maeta se le partió el corazón. En ese momento, ella se prometió en silencio: “Seré alguien en la vida”.
Al llegar a la parada de autobús en el sur de California, Maeta se sintió aliviada de estar lejos de su madre. Sin embargo, estaba nerviosa mientras veía a una pareja de mediana edad saliendo por la puerta. “Serán mis nuevos padres”, pensó ella.
Su padre de acogida, Spencer Black, era tranquilo y reservado. Maeta lo saludó con cautela, marcada por los hombres abusivos que había conocido en su vida. Sin embargo, su madre de acogida, Venna, tenía un espíritu reconfortante.
Llevaron a Maeta al interior de su casa, donde conoció a sus hijos: Lucy, de quince años, y Larry, de trece años. Los Black también tenían tres hijos mayores que se habían mudado de la casa. Maeta se familiarizó con su nuevo hogar, con su espaciosa chimenea y un jardín lleno de flores. Al haber compartido habitaciones con hermanos toda su vida, estaba especialmente emocionada de tener su propia habitación.
Sin embargo, Maeta aún no estaba totalmente cómoda. La ciudad era abrumadora y la contaminación la sofocaba. Y aunque sus padres de acogida eran amables, Maeta se preguntaba si estaban utilizando la amabilidad para manipularla a fin de que se ocupara de los quehaceres domésticos, tal como había hecho su madre a veces.
No lamentaba el haber ido a California, pero extrañaba la tranquilidad de la reserva mientras yacía en la cama esa noche, perturbada por el ruidoso tráfico de la autopista.