Mensaje del Área
El nacimiento de Jesucristo
De todas las festividades que abundan en la tierra, la Navidad es la más universalmente aceptada y celebrada. En ella hay algo intrínseco que atrae a todos, desde el pequeño infante de escasos tres años de edad hasta el maduro anciano que anda en el ocaso de la vida.
Es la época del año cuando el egoísmo queda subordinado y el deseo de obtener es suplantado por la bondad, el perdón, la paciencia y el amor. Esas virtudes se encuentran entre las más hermosas que hacen que esta época sea tan placentera.
En la actualidad, todas las ciudades del mundo cristiano resplandecen durante la Nochebuena, con lucecitas que adornan las casas y los arbolitos fabricados por el hombre; pero la Nochebuena en Belén, hace más de dos mil años, fue oscura, excepto quizás por algunas antorchas que se divisaban aquí y allá.
No obstante, en ese humilde pero histórico pueblecito se anunció la primera historia de Navidad y en él nació la Luz del mundo.
“Y Jesús les habló otra vez, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12).
El anuncio de la primera Navidad es la historia más hermosa que existe (véase Lucas 2:7–30), porque los principios eternos enunciados —las “nuevas de gran gozo” (Lucas 2:10)— serían “para todo el pueblo”.
La luz del mundo brillaría en cada corazón
Este hecho queda hermosamente ilustrado con los incidentes relacionados con el nacimiento del Niño de Belén. Cuando José y María, cansados y fatigados por el viaje, arribaron al pueblo de Belén; pensaban que disfrutarían de un cómodo alojamiento, pero no había lugar disponible para ellos en el mesón. Únicamente las madres pueden comprender la profunda desilusión y temor de María cuando ella y José salieron del mesón y se encontraron de nuevo en la oscuridad, buscando alojamiento en algún otro lugar.
Había mucha gente en la ciudad, pero entre las multitudes no había amigos que prestaran ayuda, ninguna cara familiar que les aliviara su sentimiento de soledad. Una madre que estaba a punto de dar a luz necesitaba las mejores comodidades; no obstante, no había ninguna puerta abierta, ni siquiera un sofá en el cual descansar.
Habiendo sido informados mediante revelación, los humildes pastores encontraron a María y al Niño acostado en el pesebre, donde recibieron la visita de los magos que venían del oriente. Pasados los ocho días, María, en conformidad con la ley mosaica, llevó a su hijo al templo, donde Simeón lo reconoció como el Ungido del Señor. De manera que aun en esa primera Navidad quedó demostrado que toda la gente —los humildes, los sabios, los ricos, los grandes— que buscan sinceramente al Cristo, pueden encontrarlo y llegar a ser uno en una hermandad divina.
“Os ha nacido hoy…” (Lucas 2:11). Jesucristo es nuestro Salvador. La salvación es en verdad un asunto individual, y en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días ministramos a cada uno de manera particular. Los principios y ordenanzas del Evangelio: fe, arrepentimiento, bautismo, la imposición de manos, y todos los demás, son para el individuo.
El verdadero espíritu navideño es el espíritu de Cristo. A través de los siglos se escucha la proclamación celestial de su nacimiento: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14).
Cuando Cristo nació, no había lugar para ellos en el mesón; hoy, cada corazón en cada hogar debe darle la bienvenida. Si así ocurriera, el egoísmo, los celos, la enemistad y todas las cosas que causan desdicha serían reemplazadas por la bondad, el deseo de servir y la buena voluntad.
La responsabilidad de establecer paz en el mundo yace no sólo en la unión de las naciones; yace en cada individuo, cada hogar, cada población y ciudad.
Por tanto, debemos recibir en nuestro corazón el verdadero espíritu de la Navidad y dejarlo irradiar en nuestros hogares. Mil hogares como este formarían una ciudad verdaderamente cristiana, y mil ciudades un mundo verdaderamente cristiano.
Testifico con solemnidad de corazón que el nacimiento del Señor Jesucristo es uno de los eventos más grandiosos y maravillosos de la historia de la humanidad.
La invitación de Sus profetas está vigente hoy día como lo fue en la antigüedad:
“Y ahora bien, mis amados hermanos, quisiera que vinieseis a Cristo, el cual es el Santo de Israel, y participaseis de su salvación y del poder de su redención. Sí, venid a él y ofrecedle vuestras almas enteras como ofrenda, y continuad ayunando y orando, y perseverad hasta el fin; y así como vive el Señor, seréis salvos” (véase Omni 1:26).