“50. La oración: Una cosa pequeña y sencilla: Virginia H. Pearce”, En el púlpito: 185 años de discursos de mujeres Santos de los Últimos Días, 2017, págs. 283-294
“50. Virginia H. Pearce”, En el púlpito, págs. 283–294
50
La oración: Una cosa pequeña y sencilla
Conferencia de la Universidad Brigham Young para la Mujer
Centro Marriott, Universidad Brigham Young, Provo, Utah
28 de abril de 2011
Véase byutv.org para escuchar una grabación del discurso original. (Por cortesía de BYUtv).
Es un placer estar con ustedes, mis queridas hermanas de la Sociedad de Socorro. Creo que sé algo de los preparativos que han hecho para dejar a sus familias, sus trabajos y demás responsabilidades. Resulta que tengo cinco hijas aquí esta mañana, así que he visto de cerca y en lo personal lo que supone organizarse para dejar sus vidas, y los veintidós hijos que tienen entre las cinco, y hacerse una composición de este día: de cómo van a apañárselas todas esas personas sin ellas en el día de hoy y el de mañana. Y cuando multiplico eso por cada una de ustedes, me quedo atónita. Pienso que el desembarco de Normandía no fue nada, un juego de niños en términos de coordinación y planificación, comparado con esto.
Creo que también sé algo en cuanto a lo que esperan y desean de este tiempo juntas. Las amo, y confío plenamente en que hoy y mañana habrá un poderoso derramamiento del Espíritu del Señor.
Nuestro lema se ha sacado del capítulo treinta y siete de Alma, de un versículo que todas conocemos muy bien, memorable en su aliteración y paradójico en su promesa. Alma, al hablar a su hijo Helamán sobre la importancia de llevar un registro de Escrituras, dijo: “Ahora bien, tal vez pienses que esto es locura de mi parte; mas he aquí, te digo que por medio de cosas pequeñas y sencillas se realizan grandes cosas”17.
¿No es esto reconfortante en este mundo donde continuamente se nos presentan acontecimientos y expectativas extravagantes, míticos y descomunales? En mi computadora en casa tengo un pequeño letrero; no está bordado, ni cosido con punto de cruz, ni enmarcado. Es solo una pequeña nota pegada que dice:
HAZLO PEQUEÑO.
HAZLO SENCILLO.
DEDÍCALE TIEMPO.
Leer estas palabras —a veces en voz alta— siempre me ayuda a mantener la calma.
Una de nuestras buenas antepasadas en la Sociedad de Socorro, Emmeline B. Wells, lo dijo de una manera mucho más poética:
La fe da aliento al débil, y brinda gracia también.
Y con frecuencia vemos que el frágil supera
al que era fuerte la carrera al comenzar18.
En un momento dado, toda nuestra pequeñez, nuestra fragilidad, en realidad permite que la gracia de Dios obre en nosotras, y nos permite triunfar sobre quienes podrían parecer más fuertes y más grandes al principio.
Mi madre llevaba este sencillo anillo de oro en el dedo. Al ir haciéndose mayor, y con artritis en las manos, solía llevar el anillo en una cadena alrededor del cuello; esta cadena, de hecho. Una tarde fuimos a comer juntas, unos años antes de su muerte19. No estábamos hablando de nada en particular cuando se detuvo y me preguntó si conocía la historia del anillo de oro. “Es de dieciocho quilates, ya sabes, tiene más de cien años de antigüedad y quiero asegurarme de que conoces su historia”. A continuación comenzó a relatarme otra vez la historia del anillo de mi bisabuela.
Martha Elizabeth Evans tenía diecisiete años cuando conoció a George Paxman. Él era nuevo en la ciudad, de constitución fuerte y esbelta, y unos ojos de un profundo color azul. Ella era una jovencita pequeña, de 5,2 pies (menos de 1,60 metros), de piel delicada y cabello abundante y fino, increíblemente suave al tacto.
Se enamoraron y dos años después, en el otoño de 1885, mientras mutuamente se hacían promesas eternas, él puso este anillo en el cuarto dedo de la mano izquierda de ella.
La joven y optimista pareja se trasladó a una casa de adobe con dos habitaciones y tejado de barro mientras George ponía sus habilidades como carpintero al servicio de la construcción de un majestuoso templo blanco de piedra caliza que coronaba una colina sobre el pequeño pueblo de adobe de Manti, Utah. El joven esposo trabajaba ocho horas al día y recibía un vale por valor de cuatro dólares a la semana para adquirir comestibles en la tienda local y productos agrícolas en la oficina de diezmos. Fue una dulce manera de comenzar su vida de casados.
Una tarde de junio de 1887, un mes antes de que su primera hijita cumpliera un año de edad, George llegó a casa de trabajar en el templo, donde había ayudado a colgar las enormes puertas de la parte este. Tenía un terrible dolor. Asustada, Martha lo cargó en una carreta e hizo el extenuante viaje por las montañas hasta el hospital, donde él murió tres días después por causa de una hernia estrangulada. Ocho meses después, Martha dio a luz a su segunda hijita, mi abuela, que recibió el nombre de Georgetta en memoria de su amado George.
Viuda a los veintidós años, con dos niñas pequeñas, su fe en Dios y un anillo de oro en su dedo, Martha hizo frente al futuro.
Pero ahora viene la historia que mi madre deseaba asegurarse de que yo conocía. Un día, varios años después de la muerte de George, una vecina invitó a Martha a rellenar la funda de su colchón con paja nueva. En palabras de Martha: “Tan pronto acabé de rellenar la funda, me miré la mano y el anillo no estaba. Tenía ganas de llorar. Cuando llegué a casa, extendí las sábanas en el suelo y revisé la paja caña por caña, pero allí no había ningún anillo. De todos modos decidí regresar (a casa de mi vecina) y volví a rebuscar por toda la paja. Oré para poder encontrarla”20. Bueno, la vecina le ayudó a buscar, pero todo parecía inútil. Y, justo cuando se había dado por vencida, dio un puntapié en la paja y el anillo apareció.
Martha contó una y otra vez esta historia a sus hijas y a los hijos de estas. La historia de su abuela convenció a mi madre de que las oraciones son escuchadas, y de que las oraciones son contestadas. Este anillo es un amoroso vínculo que honra el matrimonio y la lealtad eterna, pero para mí es un recordatorio del poder de la oración.
Yo creo en la oración, y hoy me he sentido inspirada a hablar sobre esta pequeña y sencilla práctica mediante la cual se llevan a cabo grandes cosas.
Sin duda alguna, la oración es el ritual religioso más básico de toda fe. Todos aquellos que creen en Dios lo buscan por medio de alguna forma de oración. Es la primera práctica religiosa que les enseñamos a nuestros niños pequeñitos. Y aun así, el proceso de la oración es algo que la mente humana no puede desentrañar. Ninguna de nosotras comprende cómo funciona, aunque puede que nos hayamos pasado la vida poniéndola en práctica.
Pero hay algunas cosas que sí sabemos.
Lo primero que sabemos es que la oración se basa en el principio de la fe. Tenemos fe en la doctrina de que somos hijas de un Padre Celestial, que estamos separadas de Él durante el tiempo de esta vida, y que nuestra meta es llegar a ser como Él para poder regresar a Su presencia. Piensen en ello. Cuando comprendemos que Dios es nuestro Padre y nosotras somos Sus hijas, la oración se convierte en algo natural e instintivo21.
También sabemos que la oración es una expresión del albedrío. La oración ferviente, honesta y sincera es una elección profundamente personal. Nadie puede obligarnos a derramar nuestro corazón entero. Nadie puede forzarnos a allegarnos a nuestro Hacedor. Me encanta la manera en que Isaías expresa este sincero deseo de orar: “Con mi alma te he deseado en la noche; sí, con mi espíritu dentro de mí, temprano te buscaré…”22.
Y así, nuestra pequeña y sencilla elección de orar le permite a Dios liberar los poderes de los cielos para nuestro bien. El Espíritu Santo es libre para llenarnos la mente y el corazón, y guiarnos hacia Él y hacia nuestro destino eterno. No se me ocurre nada más importante.
También sabemos que la oración produce humildad: Cuando oramos estamos mostrando que reconocemos que no podemos vivir esta vida solas, que dependemos del Padre y de Su Hijo aun en cada aliento. Ahora bien, conozco algunas personas muy inteligentes, y conozco personas talentosas y altamente cualificadas. Conozco algunas personas muy, muy ricas, pero nunca he conocido a nadie que tenga suficientes recursos como para satisfacer todas las demandas de esta vida por sí mismo. Necesitamos a Dios. Y si nuestros problemas nos llevan a Dios, podemos estar agradecidas por ellos.
Esta pintura, de Carl Bloch, se titula Christus Consolator [Cristo, el Consolador]. Junto con otras magníficas piezas, se expone esta semana en el Museo de Arte de BYU23. Si todavía no han visto esta exposición espero que aprovechen la oportunidad de visitarla en los próximos dos días.
Me encanta observar a cada persona que busca consuelo en Cristo. Se pueden ver los problemas de la vida terrenal en sus rostros. Estos son aquellos que saben que no pueden hacerlo solos. Bloch describió el gozo que podemos recibir en la adversidad cuando sabemos que esta nos lleva a Cristo. Él dijo: “Cuando las cosas no pueden ir peor, entonces se convierten en su mejor versión. Por eso creo que tengo mucho que agradecerle a Dios, y sería ridículo reclamar que uno debe ser feliz en esta vida, quiero decir, siempre chispeante, siempre bajo un idílico cielo azul24.
“No; los cielos grises y las lluvias forman parte de esto. Uno debe ser completamente lavado antes de presentarse ante Dios”25.
Me gusta la imagen que propone el artista: Ser completamente lavados por los cielos grises y las lluvias de la vida a medida que nos arrodillamos con humildad, en nuestra fragilidad, para pedir la ayuda de Dios. “Sé humilde; y el Señor tu Dios te llevará de la mano y dará respuesta a tus oraciones”26.
Tengo una buena amiga a la que llamaré “Jane”. Jane es una hermana de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que cumple sus convenios. Su vida tiene muchas facetas: su servicio en la Iglesia, un trabajo de tiempo completo, la devoción a su familia, una buena vecindad, sus llamamientos… Ella es inteligente, divertida y fiel y, como todas nosotras en esta vida terrenal, enfrenta desafíos desgarradores, los mayores de los cuales tienen que ver con su familia. Al ir madurando, algunos de sus hijos comenzaron a elegir otros caminos. Ella les vio tomar decisiones que sabía que conducirían a la desdicha, y estaba desolada, incluso desesperada. Repasó una y otra vez sus decisiones como madre en el pasado, y se llenó de culpa. Puede que todo fuera culpa suya. Se sentía inquieta y llena de temor, preguntándose qué podía decir, y cómo y cuándo podría decirlo para que sus hijos descarriados vieran la luz y regresaran. Le preocupaba cada interacción con sus hijos: las suyas así como las de su esposo, los miembros de su barrio, los vecinos… ¡todos! Sería acertado decir que se sentía atormentada y fuera de control.
Y oraba. ¡Oh, cuánto oraba! Su corazón “[se entregaba] continuamente en oración a él por [su propio] bienestar, así como por el bienestar de [sus hijos]”27.
Una tarde, en una reunión de ayuno, escuchó a una amiga a quien admiraba describir cuán atribulada se había sentido a causa de un problema concreto con uno de sus hijos, y cómo había tomado la determinación de asistir al templo una vez a la semana. Luego su amiga testificó con gratitud que, después de muchos meses, sus oraciones habían recibido respuesta, y el problema se había resuelto milagrosamente.
Jane se sintió conmovida, fue a casa, siguió orando y sintió el deseo de fijarse una ambiciosa meta personal de asistencia al templo durante el año. Tuvo la seguridad de que el Señor honraría un sacrificio personal tan grande.
Ahora interrumpiré aquí nuestra historia para remarcar algunas de las cosas de las que hemos hablado. Jane tenía fe. Ella entendía su relación con el Padre Celestial, mostró humildad, el entendimiento de que necesitaba ayuda divina, y tomó la decisión individual y personal de orar. Al continuar su íntima conversación con el Señor, guardar sus convenios y asistir a la Iglesia, el Espíritu Santo le envió las palabras del testimonio de su amiga a lo más profundo de su corazón.
Al continuar orando, Jane obró conforme a las impresiones que recibió de asistir al templo con más frecuencia.
Ahora permítanme continuar con su historia. En palabras de Jane, “después de diez años de mayor asistencia al templo y de constante oración, lamento decir que las elecciones de mis hijos no han cambiado”.
Entonces hubo una pausa…
“Pero yo sí. Soy una mujer diferente”.
“¿Cómo?”, le pregunté.
“Se me ha ablandado el corazón. Estoy llena de compasión. En realidad puedo hacer más y me he librado del miedo, la ansiedad, la culpa, el reproche y el temor. He renunciado a mis plazos, y soy capaz de esperar en el Señor. Y recibo manifestaciones frecuentes del poder del Señor. Él envía tiernas misericordias, pequeños mensajes que responden a Su amor por mí y por mis hijos. Mis expectativas han cambiado. En lugar de esperar que mis hijos cambien, espero esas tiernas misericordias frecuentes, y estoy llena de gratitud por ellas”. Ella continúa: “Soy más abierta y más sensible al Espíritu, y ya no me mortifico por lo que diré, y cómo lo diré. Si me siento inclinada a hablar, no vacilo, y siento como si las palabras me fueran dadas.
“Todas mis relaciones son mejores, especialmente con mis hijos y con mi esposo. Puedo hacer y decir cosas que nunca pude hacer ni decir antes. Mis hijos respetan mi devoción al templo. Ellos son dulces y me apoyan, al igual que mi esposo. Estas dificultades nos han unido fuertemente a él y a mí, en lugar de culparnos y de hacernos trizas. Nuestro matrimonio nunca ha sido más feliz. Mi capacidad para apreciar y disfrutar de las cosas buenas de la vida se ha intensificado. Simplemente estoy más presente.
“Mis oraciones han cambiado. Expreso más amor y estoy más agradecida. Oro para estar a la altura de las tareas que se me presenten. Oro para tener más caridad, más paciencia y más fe, y estoy agradecida por las pruebas que me condujeron aquí. No cambiaría nada de lo que ha sucedido. El Señor obra de maneras maravillosas, y realmente estoy llena de la paz que sobrepasa todo entendimiento”28.
La oración y la asistencia al templo no son actividades drásticas, sensacionales ni de una sola vez. Pero si se repiten una y otra vez, año tras año, son las cosas pequeñas y sencillas mediante las cuales se realizan grandes cosas. De hecho, este proceso gradual de cambio parece ser la manera en que el Señor trabaja a menudo con nosotros. Sí, hay relatos en las Escrituras de cambios aparentemente repentinos y completos, pero es más frecuente llegar a ser “nuevas criaturas”29, como aquellos de la ciudad de Enoc, “con el transcurso del tiempo”30.
La palabra consagración me parece interesante. Significa “hacer santo y sagrado… santificar”. La consagración significa que dedicamos nuestros pensamientos, nuestros hechos, y nuestra vida entera a Dios. Y, a cambio, Él puede consagrar nuestras experiencias: santificarlas, hacerlas sagradas, no importa cuán difíciles, insensatas o destructivas sean.
Está escrito: “… en todas las cosas dad gracias; esperando pacientemente en el Señor, porque vuestras oraciones han entrado en los oídos del Señor… [Él] os concede esta promesa, con un convenio inmutable de que serán cumplidas; y todas las cosas con que habéis sido afligidos obrarán juntamente para vuestro bien y para la gloria de mi nombre, dice el Señor”31.
¿Todas las cosas serán para nuestro bien? ¡¿Cómo se hace eso?! No lo sé, pero creo en las palabras de Nefi: “… debéis orar siempre, y no desmayar; que nada debéis hacer ante el Señor, sin que primero oréis al Padre en el nombre de Cristo, para que él os consagre vuestra acción, a fin de que vuestra obra sea para el beneficio de vuestras almas”32.
Cuando escuché a Jane, sentí cómo el Señor había consagrado sus dificultades con sus hijos para el bienestar eterno de su alma. ¡Qué impresionante fue escuchar cómo describía los cambios! Pensé que podía ver delante de mis ojos a una persona que había orado con toda la energía de su corazón y había sido llena de caridad pura, un don que se otorga libremente a todos los verdaderos seguidores de Cristo33.
¿Cómo no va a ayudar eso también a sus hijos?
Nefi habla de sus oraciones por su pueblo. Piensen en Jane y en sus oraciones por sus hijos. Piensen en ustedes mismas y en sus oraciones por aquellos a quienes aman. “[Porque] he aquí, hay muchos que endurecen sus corazones contra el Espíritu Santo, de modo que no tiene cabida en ellos… continuamente ruego por ellos de día, y mis ojos bañan mi almohada de noche a causa de ellos; y clamo a mi Dios con fe, y sé que él oirá mi clamor. Y sé que el Señor Dios consagrará mis oraciones para el beneficio de mi pueblo”34.
No sé cómo hará Él eso —el albedrío debe ejercerse— pero mi fe me dice que, algún día, cuando esos seres queridos tomen la decisión de venir a Cristo y Su expiación comience a obrar en sus vidas, nuestras oraciones serán parte de un milagro que no solo cambiará su futuro, sino que puede consagrar su experiencia en el pasado para el bienestar de sus almas35. Puede que, en lugar de generar tormento, amargura y desesperación, sus pecados del pasado se conviertan en experiencias que harán más profunda su compasión hacia otras personas y su gratitud por su Salvador. ¿No es esa una transformación asombrosa, solamente posible por medio del infinito poder del Salvador?
Como Jane, a menudo nosotras añadimos el ayuno, la adoración en el templo y las bendiciones del sacerdocio a nuestras oraciones cuando importunamos al Señor en tiempos de necesidad extrema. Tampoco sé cómo se lleva esto a efecto, pero cuando he añadido esas cosas, he experimentado personalmente el poder de una mayor consagración, y he sentido que mi corazón se abría de par en par para recibir la voluntad del Señor. Y uno de los grandes resultados de la oración eficaz es que, por medio de ella, mi voluntad y la voluntad del Padre llegan a ser una y la misma.
También sé que, cuando otras personas han unido sus oraciones, su ayuno y su adoración en el templo por mí y por los míos, ciertamente he sentido una mayor presencia del Señor. ¿Y por qué no habría de ser así? La fe, unida a la caridad pura —el amor que extendemos cuando oramos, ayunamos y añadimos nombres a las listas de oración del templo— marca la diferencia. Nos unifica las unas con las otras. Nos unifica con el Señor.
La hermana Julie Beck nos alienta como hermanas de la Sociedad de Socorro a orar36. Ella dijo: “Piensen en nuestra fuerza combinada si toda hermana orara cada mañana y noche, o, mejor todavía, si orara sin cesar, como el Señor ha mandado”37.
Orar las unas por las otras brinda fortaleza. Entreteje nuestros corazones en unidad y amor38. Y este amor puro, la caridad, abre nuestro corazón para recibir las bendiciones que el Señor desea darnos, pero que se otorgan con la condición de que nosotras las pidamos39.
A veces, las respuestas a nuestras oraciones son muy claras: simples y directas; pero a menudo la oración se convierte en una conversación larga y personal. Continuamos orando y trabajando, y descubrimos que, de una manera inexplicable, los problemas gradualmente se resuelven o cambian. A veces incluso nuestros deseos justos y sinceros se transforman. Poco a poco, nuestros deseos se convierten en Sus deseos. Nuestra súplica llega a ser parte de la experiencia.
El élder Neal A. Maxwell enseñó que el Señor obra en nosotros mediante el proceso mismo de la oración: “Algunas personas no entienden el hecho de que las oraciones son súplicas aunque Dios lo sabe todo y ama a todos de todos modos. Es cierto, no estamos informando a Dios, sino informándonos a nosotros mismos al ocuparnos reverentemente de nuestras verdaderas preocupaciones y nuestras verdaderas prioridades, y al escuchar al Espíritu. Para nosotros, decir simplemente ‘hágase tu voluntad’ de una manera ritualista, no sería realmente una oración de súplica. No implicaría una auténtica exploración de nuestros sentimientos. No tendríamos la experiencia de la agonía, de la elección ni de la sumisión”40.
Por lo tanto, el poder de la oración es más que decir al final la misma: “Hágase tu voluntad”. De hecho se trata de descubrir que Su voluntad ha llegado a ser nuestra voluntad. A menudo, el cambio en nuestra parte de la conversación es casi imperceptible. Es pequeño y sencillo, y ocurre con el tiempo. Es difícil hablar de él ya que, por su propia naturaleza, es personal y único; es algo que sucede entre el Padre y la persona. Y es impredecible. Puede que Él me conteste de una manera tan inmediata y tan clara en una ocasión, y tan gradualmente en otra, que piense que no está sucediendo nada. Pero si tomo la decisión de seguir creyendo, y demuestro esa elección al seguir orando, estoy segura de que Su voluntad se pondrá de manifiesto y, al final, simplemente me parecerá lo correcto.
Puede que a veces sintamos que nos quedamos solas sin más para hacer lo que podamos. Creo que si hubiéramos de esperar para actuar cada vez que oramos hasta reconocer una respuesta clara, la mayoría de nosotras estaríamos esperando y malgastando una buena parte de nuestra vida.
El élder Richard G. Scott pregunta: “¿Qué puedes hacer cuando te has preparado cuidadosamente, has orado con fervor y has esperado un tiempo razonable para recibir una respuesta, y sigues sin sentirla? Y continúa: “Tal vez desees dar gracias cuando esto ocurra, pues es una muestra de Su confianza. Cuando vives dignamente y lo que has elegido está de acuerdo con las enseñanzas del Salvador y necesitas actuar, sigue adelante con confianza… Dios no permitirá que sigas adelante por mucho tiempo sin hacerte sentir la impresión de que has hecho una mala decisión”41.
El presidente Gordon B. Hinckley tenía un lema personal que es bastante práctico. Él lo enseñó en muchas ocasiones: “Todo saldrá bien. Si siguen tratando, y orando, y trabajando, todo saldrá bien. Siempre es así”42.
De modo que debemos orar y luego seguir adelante, confiando en que, si vamos en una dirección que no será para nuestro bien, el Señor nos ayudará a saberlo. De otra manera, confiamos en que el Señor está obligado a aceptar y a honrar las decisiones que hemos hecho usando nuestro propio mejor juicio43.
Volviendo a mi bisabuela, Martha Elizabeth, ella oró para encontrar el anillo, miró hacia abajo y lo encontró. Ella reconoció la respuesta. Pienso en otras oraciones que Martha Elizabeth debió haber ofrecido, mucho más cruciales para su futuro que aquella sobre el anillo. Pienso en las oraciones desesperadas que seguro que ofreció mientras llevaba a su esposo en el carromato en busca de un médico. Esa oración no fue respondida como Martha hubiera querido. De algún modo, no era parte de Su plan para Martha y George que pasaran toda una vida juntos.
Pero el día en que Martha perdió su anillo, Dios le concedió su deseo expresado en oración. Sin embargo, creo que encontrar el anillo fue un milagro menor si lo comparamos con el verdadero mensaje. Creo que el verdadero mensaje para Martha fue que Dios estaba al tanto de su tristeza y de su amor por el esposo que hacía tanto que se había ido, y a quien ese anillo representaba. Él le estaba diciendo que la conocía y la amaba, y que estaba ahí para ella. Y, asombrosamente, esta reafirmación de Su presencia y de Su amor es mucho más importante que cualquier otro resultado posible.
Mi amiga Jane habló de lo que es recibir ese tipo de mensajes del Padre Celestial, esas frecuentes manifestaciones del poder del Señor, las tiernas misericordias, los pequeños mensajes que son evidencia de Su amor por ella y por sus hijos. Y ella comenzó a esperar esas tiernas misericordias, con frecuencia, y a estar llena de gratitud por ellas.
En la vida de Martha, en la vida de Jane, seguramente en la vida de ustedes, y ciertamente en la mía, Dios no siempre ha otorgado las cosas que hemos deseado, ni siquiera las que le hemos pedido desesperadamente. Pero Él a menudo pone Su sello divino44 en los pequeños acontecimientos del día. Y Su presencia, la indescriptiblemente confortadora naturaleza de Su gran amor, compensa de sobra todas las tragedias y las decepciones. Con esas tiernas misericordias, Él dice: “Aquí estoy. Me importas. Apruebo el modo en que estás viviendo tu vida. Todas las cosas obrarán juntamente para tu bien. Confía en mí”.
Y así, el milagro de la oración no reside en la capacidad para manejar las situaciones y los acontecimientos, sino en el milagro de crear una relación con Dios45.
Piensen cuidadosamente en ello, ¿lo harán? ¿Qué significa para ustedes tener la seguridad de que el Señor está con ustedes? Todo.
En octubre de 2008, mi esposo y yo estábamos ocupados preparándonos para responder a un llamamiento misional. Había sido un año de movimiento constante para nosotros. Mi padre había muerto en enero, lo que hacía necesaria la tarea de dividir y repartir todos sus “bártulos”. Bueno, dejamos muchas cosas atrás cuando cruzamos al otro lado, ¿verdad? Justo cuando acabamos con eso, mi esposo se retiró de su carrera médica, y estábamos cargando y descargando más cajas de “bártulos” en un sótano que siempre estaba abarrotado. Había muchos acontecimientos familiares, algún viaje, y estábamos preparando nuestros papeles para la misión. Y ahí estábamos, con un llamamiento misional, haciendo los arreglos para alquilar nuestra casa —sí, moviendo más bártulos— cuando todo se detuvo.
En respuesta a algunos síntomas que se iban complicando cada vez más, mi esposo fue a hacerse unas pruebas y le diagnosticaron una enfermedad fatal y para la que no existía tratamiento. Vivió poco menos de un año desde el día en que le dieron el diagnóstico46.
Fue un año singular para nosotros, un año de vida tranquila y lenta, un año de inacción. El presidente Dieter F. Uchtdorf explicó: “… durante épocas en que las condiciones de crecimiento no son las ideales, los árboles disminuyen el ritmo de crecimiento y dedican su energía a los elementos básicos necesarios para sobrevivir. Y prosiguió: “Por lo tanto, es un buen consejo reducir un poco la velocidad, redefinir el curso y centrarse en lo básico al atravesar condiciones adversas”47.
Eso es exactamente lo que hicimos.
Hablamos, lloramos, leímos y releímos pasajes de las Escrituras, leímos con atención discursos de las Autoridades Generales, pasamos dulces momentos con familiares y amigos. Nos íbamos a dormir cada noche y nos levantábamos cada mañana. Pero, sobre todo, orábamos. Orábamos juntos, orábamos por separado, orábamos en voz alta y orábamos en silencio. Oramos con nuestros seres queridos. Ayunamos y oramos. Fuimos al templo y oramos. Oramos constantemente. Suplicamos a nuestro Padre Celestial en el nombre de Su Hijo, Jesucristo.
Les hablo de esto a modo de testimonio personal. La oración funciona. Ciertamente invoca los poderes de los cielos. Reconcilia nuestra voluntad con la voluntad del Padre. Consagra aun nuestras experiencias más adversas para el bienestar de nuestras almas. A través de la oración combinada, experimentamos amor, unidad y poder que no se pueden describir. Puede que no se nos conceda aquello que deseamos, pero acabamos agradeciendo con todo nuestro corazón lo que el Señor nos da.
Y, a lo largo del camino, recibimos tiernas misericordias una y otra vez, esos inequívocos mensajes que provienen de Él: “Aquí estoy. Te amo. Apruebo el modo en que estás viviendo tu vida. Todas las cosas obrarán juntamente para tu bien. Confía en mí”.
Aun cuando no podamos ver, minuto a minuto, que estamos avanzando y haciendo progresos, creo que un día podremos volver la vista atrás y ver que, en efecto, estábamos haciendo exactamente lo que debíamos estar haciendo, en el momento exacto y en el lugar correcto. Podemos confiar en que el Señor obrará en nosotras y por medio de nosotras. Mormón lo expresó de manera hermosa: “Y ahora bien, no sé todas las cosas; mas el Señor sabe todas las cosas que han de suceder; por tanto, él obra en mí para que yo proceda conforme a su voluntad”48.
Al igual que Mormón, no sé todas las cosas, pero sé que el Señor obra en las personas fieles que oran para hacer conforme a Su voluntad. Sé que por medio de cosas pequeñas y sencillas se realizan grandes cosas49.
De ello doy testimonio, en el nombre de Jesucristo. Amén.