“48. Saber quiénes son… y quiénes han sido siempre: Sheri L. Dew” En el púlpito: 185 años de discursos de mujeres Santos de los Últimos Días, 2017, págs. 265–275
“48. Sheri L. Dew”, En el púlpito, págs. 265–275
48
Saber quiénes son… y quiénes han sido siempre
Conferencia de Mujeres de la Universidad Brigham Young
Centro Marriott, Universidad Brigham Young, Provo, Utah
4 de mayo de 2001
Una grabación original de este discurso está disponible en churchhistorianspress.org (grabación por cortesía de la Conferencia de la Mujer de BYU).
Hermanas, ¡ustedes son simplemente asombrosas! No son perfectas, pero son asombrosas. Desde Siberia hasta Seattle, se han ganado mi corazón y mi más profundo respeto. Creo que hoy en día, dentro de las hermanas de esta Iglesia hay más recto valor y determinación inherentes de los que ha habido nunca en ningún grupo de mujeres que hayan vivido jamás. Y hoy deseo contarles por qué.
Hace poco, mi sobrina Megan, de dieciséis años, y dos de sus amigas se quedaron a dormir en casa. Aquella noche, mientras conversábamos, una de ellas me preguntó cómo había sido crecer en una granja en los viejos tiempos… (No obstante fue peor lo que me pasó hace unos días, cuando un guapo misionero retornado me dijo: “Hermana Dew, si yo tuviera cuarenta años más…”. Bueno, si alguna vez me caso espero que mi esposo haga mejor los cálculos). En cualquier caso, les conté a Megan y a sus amigas que, en los “viejos tiempos”, yo había sido extremadamente tímida, y no tenía absolutamente ninguna confianza en mí misma.
“¿Cómo lograste dejar de sentirte así?”, preguntó Megan. Estaba a punto de dar una respuesta trillada cuando me detuve, con la sensación de que aquellas fantásticas jovencitas estaban dispuestas a escuchar más; de modo que les expliqué que la razón era espiritual: No fue sino hasta que comencé a entender lo que el Señor sentía por mí, cuando mis sentimientos sobre mí misma y sobre mi vida comenzaron a cambiar lentamente. Entonces comenzaron a llover las preguntas: ¿Cómo sabía yo lo que sentía el Señor? ¿Y cómo podían averiguar lo que Él sentía por ellas?
Durante varias horas, Escrituras en mano, hablamos de cómo escuchar la voz del Espíritu, de cuán ansioso está el Señor por desvelar el conocimiento cuidadosamente almacenado en nuestros espíritus en cuanto a quiénes somos y cuál es nuestra misión, y sobre la transformadora diferencia que marca el saberlo…
Mi mensaje para ustedes hoy, mis queridas hermanas a quienes amo, es el mismo: No hay nada más vital para nuestro éxito y nuestra felicidad aquí que aprender a escuchar la voz del Espíritu. Es el Espíritu el que nos revela nuestra identidad, la cual no es solamente quiénes somos, sino quiénes hemos sido siempre. Y cuando lo sabemos, nuestra vida adquiere un sentido de propósito tan asombroso que nunca podemos volver a ser las mismas…
Como pueblo, constantemente hablamos y cantamos acerca de quiénes somos. Los niños de tres años se saben la letra de “Soy un hijo de Dios”12. La Proclamación sobre la familia declara que cada una de nosotras tiene un destino divino13. El segundo valor de las Mujeres Jóvenes es la naturaleza divina14. Y las primeras palabras de la Declaración de la Sociedad de Socorro son: “Somos hijas espirituales de Dios amadas por Él, y nuestra vida tiene significado, propósito y dirección”15. Y aun así, a pesar de todas las palabras, ¿realmente creemos? ¿Realmente entendemos? ¿Ha penetrado en nuestro corazón esta doctrina trascendental sobre quiénes somos, lo cual significa quiénes hemos sido siempre y, por lo tanto, quiénes podemos llegar a ser?
Nuestro espíritu anhela que recordemos la verdad acerca de quiénes somos, porque la manera en que nos vemos a nosotras mismas, nuestro sentido de identidad, repercute en todo lo que hacemos. Influye en la manera en que nos comportamos, en la manera en que reaccionamos ante la incertidumbre, en la manera en que vemos a los demás, en la manera en que tomamos decisiones. Afecta la forma misma en que vivimos nuestra vida. De modo que, en este día, les invito a meditar de una manera nueva no solo en quiénes son, sino en quiénes han sido siempre…
El presidente Lorenzo Snow enseñó que “Jesús era un dios antes de venir a este mundo, pero se le privó de ese conocimiento. Él no conocía Su grandeza anterior, igual que nosotros no conocemos la grandeza que habíamos alcanzado antes de venir aquí”16. Pero el presidente Snow también enseñó que, durante la vida del Salvador, “le fue revelado quién era y con qué fin estaba en el mundo. La gloria y el poder que poseía antes de venir al mundo le fueron dados a conocer”17. Hermanas, al igual que el Salvador llegó a recordar y a saber exactamente quién era Él, nosotras también podemos.
Desvelar este conocimiento sería más fácil si pudiéramos recordar lo que sucedió en nuestra vida preterrenal. Pero no podemos. No podemos recordar la gloria de nuestro anterior hogar. Hemos olvidado el idioma que hablábamos allí, y a los queridos compañeros con quienes nos asociamos. No podemos recordar las “primeras lecciones [que recibimos] en el mundo de los espíritus”, ni la identidad de nuestros tutores celestiales18. No podemos recordar las promesas que nos hicimos a nosotras mismas, a otras personas y al Señor. Tampoco podemos recordar nuestro lugar en el reino celestial del Señor, ni la madurez espiritual que alcanzamos allá.
No obstante, hay algunas cosas importantes que sí sabemos. Sabemos que estuvimos allí, en los concilios celestiales, antes de que se pusieran los cimientos de esta tierra. Estuvimos allí cuando nuestro Padre presentó Su plan, y presenciamos la elección y el nombramiento del Salvador, y lo aprobamos19. Nosotras fuimos parte de la hueste celestial que cantó y se regocijó20. Y cuando Satanás desató su furia contra el Padre y el Hijo, y fue echado del cielo, nosotras estuvimos allí, luchando en el lado de la verdad. De hecho, el presidente George Q. Cannon dijo que “permanecimos fielmente con Dios y con Jesús, y… no flaqueamos”21. Nosotras creímos. Nosotras seguimos. Y cuando luchamos por la verdad en la más amarga de todas las confrontaciones, no flaqueamos.
Gracias a nuestro valor en la vida preterrenal, fuimos escogidas para nacer en la casa de Israel, cuyo linaje el presidente Harold B. Lee llamó “el linaje más ilustre” de todos los que vendrían a la tierra, y del que el élder Bruce R. McConkie dijo que se había reservado para aquellos que buscaron el mayor de todos los talentos preterrenales: el talento de la espiritualidad22.
Ahora estamos aquí, separadas de la seguridad de nuestro hogar celestial, sirviendo una misión en este mundo solitario y lúgubre; una misión para probar si deseamos o no ser parte del reino de Dios más de lo que deseamos cualquier otra cosa. El Señor está probando nuestra fe y nuestra integridad para ver si perseveraremos en la esfera donde Satanás reina. Afortunadamente, a pesar de tomar esta prueba en el tormentoso ocaso de la dispensación del cumplimiento de los tiempos, una vez más hemos escogido seguir a Jesucristo23. Hemos escogido seguirlo a Él porque lo recordamos y lo reconocemos.
Estamos entre los elegidos a quienes el Señor ha llamado durante esta “hora undécima” para trabajar en Su viña, una viña que “se ha corrompido… por completo” y en la que solo unos pocos “[hacen] lo bueno”24. Nosotros somos esos pocos. Dios, que vio “el fin desde el principio”, previó perfectamente lo que estos tiempos demandarían25. Por eso, dijo el presidente George Q. Cannon, “Dios ha reservado espíritus para esta dispensación que [tendrían] el valor y la determinación de enfrentar el mundo y todos los poderes del maligno”, y que “[edificarían] la Sion de nuestro Dios sin temor a todas las consecuencias”26.
¿Se dan cuenta de que Dios, que nos conocía perfectamente, nos reservó para venir ahora, cuando el listón estaría tan alto y la oposición sería más intensa que nunca; cuando Él necesitaría mujeres que ayudasen a criar y guiar a una generación escogida en el ambiente espiritual más letal? ¿Se dan cuenta de que Él nos escogió porque sabía que no tendríamos miedo de edificar Sion?
Yo sí, por lo que el Espíritu me ha susurrado reiteradamente sobre ustedes cuando he orado al Señor en beneficio suyo durante mi llamamiento. Aunque algunas veces somos demasiado despreocupadas en cuanto a nuestra vida espiritual, aunque algunas veces el mundo nos distrae y vivimos por debajo de nuestras posibilidades, el hecho sigue siendo que siempre hemos sido mujeres de Dios. En repetidas ocasiones hemos tomado decisiones correctas, a ambos lados del velo, que demuestran nuestra fidelidad. Nos hemos sujetado al Señor con los convenios más vinculantes de esta vida. Hemos sido, y somos, mucho más valientes de lo que pensamos. Tenemos mucho más potencial divino del que todavía podemos comprender.
El Señor le dijo a Abraham que él estaba entre los “nobles y grandes” elegidos para esta misión terrenal antes de nacer27. Y el presidente Joseph F. Smith vio en una visión que muchos —muchos— espíritus escogidos reservados para venir en esta dispensación también estaban “entre los nobles y grandes”28. El élder Bruce R. McConkie dijo: “Una hueste de grandes hombres e igualmente gloriosas mujeres conformaban ese grupo de los ‘nobles y grandes’… ¿Acaso no se deduce de esto que María, y Eva, y Sara, y millares de nuestras mujeres fieles se encontraban entre aquellos? Ciertamente esas hermanas… lucharon con tanto valor en la guerra en los cielos como hicieron los hermanos; al igual que ellos, del mismo modo se mantienen firmes… en esta vida, en la causa de la verdad y la rectitud”29.
Así pues, hermanas, ¿qué pasa con nosotras? ¿Qué pasa con ustedes y conmigo? ¿Es posible que estuviéramos entre los nobles y grandes?
He de decirles que creo que es más que posible. El profeta José enseñó que “todo hombre que recibe el llamamiento de ejercer su ministerio a favor de los habitantes del mundo fue ordenado precisamente para ese propósito… antes que este mundo fuese”30. El presidente Spencer W. Kimball añadió que, “en el mundo preexistente, a las mujeres fieles se les dieron ciertas asignaciones”31. Simplemente no puedo imaginar que nosotras, que hemos sido llamadas a traer al mundo, criar, guiar y amar a una generación de niños y jóvenes escogidos ahora, en la última dispensación, no estuviéramos entre los que fueron considerados nobles y grandes.
Nobles y grandes. Valientes y resueltas. Fieles e intrépidas. Eso es lo que son, y eso es lo que han sido siempre. Entender esa verdad transformará su vida, porque este conocimiento lleva consigo una confianza que no se puede reproducir de ninguna otra manera. Dudo que muchas de nosotras nos sintamos nobles y grandes, pero tampoco se sentía así Enoc, que quedó estupefacto cuando el Señor lo llamó a servir: “¿Por qué he hallado gracia ante tu vista, si no soy más que un jovenzuelo, y toda la gente me desprecia, por cuanto soy tardo en el habla?”32. En respuesta, el Señor le prometió a Enoc que caminaría con él y lo haría poderoso en palabra. Esta conversación con el Señor le dio a Enoc una nueva perspectiva sobre sí mismo, y el resultado fue extraordinario, porque tan poderosa fue su palabra que su pueblo fue “[llevado] al cielo”33. Pero eso sucedió después de que Enoc entendiera quién era él, y que tenía una misión que llevar a cabo.
Saulo, que se complacía en perseguir cristianos, se convirtió al instante después de ver al Salvador y descubrir que él era un vaso escogido34. De cierto no había un solo cristiano vivo que hubiera descrito a Saulo de Tarso como alguien “escogido”, no al menos basándose en su conducta en esta tierra. Él tuvo que haber sido escogido antes. Y cuando Saulo entendió eso, él cambió su vida y su nombre. La conversión del apóstol Pablo fue, al menos en parte, llegar a comprender quién había sido siempre él.
Cuando nosotras lleguemos a entender lo mismo, tendremos un sentido más amplio de nuestra misión y más confianza para vivir como mujeres de Dios en un mundo que no necesariamente celebra a las mujeres de Dios. Nos animaremos mutuamente en lugar de competir las unas con las otras, porque nos sentiremos seguras ante el Señor. Y estaremos ansiosas por defender la verdad, aunque tengamos que hacerlo solas, porque cada mujer consagrada tendrá momentos en los que deberá estar sola.
Satanás, por supuesto, sabe lo poderoso que es espiritualmente el conocimiento de nuestra identidad divina. Él detesta a las mujeres de noble linaje35. Él nos detesta porque casi no le queda tiempo, mientras que nosotras estamos de camino a la gloria sempiterna. Él nos detesta por causa de la influencia que tenemos en nuestros esposos y nuestros hijos, familia y amigos, en la Iglesia e incluso en el mundo. No es un secreto para él que nosotras somos el arma secreta del Señor.
Por eso no debería sorprendernos que el maestro de la mentira haga todo lo posible para evitar que comprendamos la majestad de quiénes somos. Él ofrece todo un surtido de sustitutos, seductores pero lamentables: cualquier cosa desde etiquetas y logotipos hasta títulos y estatus, con la esperanza de distraernos con los identificadores artificiales del mundo. Hace poco me llamó la atención un libro con una lista de las 100 mujeres más influyentes de todos los tiempos36. Me resultó interesante descubrir quiénes habían sido las cien mujeres más influyentes de todos los tiempos. Y esto es lo que les resultará interesante a ustedes. Eva, la madre de todos los seres vivientes —y, fíjense en la ironía, la mujer sin la cual ni siquiera estaríamos aquí— no estaba en la lista37. ¡Vamos! Esta patética lista demuestra lo absurda que es la perspectiva del mundo y su valoración de la mujer.
En una famosa revista, un reciente artículo de portada titulado “En busca de la perfección” promovía una definición de perfección que era repugnante y francamente malvada. Enumeraba cada estiramiento, cirugía o aumento existente, mientras que no mencionaba en absoluto la virtud ni los valores, el matrimonio ni la maternidad o cualquier otra cosa, si vamos al caso, de lo que al Señor le importa.
Satanás desea claramente que nos veamos como el mundo nos ve, no como nos ve el Señor, porque el espejo del mundo, como los espejos de un circo en el que una mujer de 5,10 pies (1,80 metros), como yo, parece medir dos pies (60 centímetros), nos distorsiona y nos empequeñece. Satanás nos dice que no somos lo suficientemente buenas. Ni lo suficientemente listas. Ni lo suficientemente delgadas. Ni lo suficientemente adorables. Ni lo suficientemente ingeniosas. Ni lo suficientemente nada. Y eso es una mentira diabólica, grande y gorda. Él quiere que creamos que no hay estatus en ser madre. Eso es una mentira. Una perversa mentira. Él quiere que creamos que la influencia de las mujeres es inherentemente inferior. Y eso es una mentira.
Aun así, con demasiada frecuencia compramos las superficialidades de Satanás. Después de hablar en una reunión general de mujeres vía satélite, recibí una carta que decía así: “Hermana Dew, puedo sentirme identificada con usted porque veo que sabe lo que es no haber sido capaz de arreglarse hoy el cabello”. Hermanas, no fue algo nuevo; llevo años siendo incapaz de arreglarme el cabello. Pero, aunque no siempre vemos más allá de nuestro cabello o de nuestra ropa, el Señor sí lo hace. Porque Él “no mira lo que el hombre mira, pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón”38.
Por eso todo el empeño de Satanás es impedir que entendamos cómo nos ve el Señor, porque cuanto más claramente entendamos nuestro destino divino, más inmunes seremos a Satanás. Cuando Satanás trató de confundir a Moisés en cuanto a su identidad, diciendo: “Moisés, hijo de hombre, adórame”, este se negó respondiendo: “yo soy un hijo de Dios”39. Él sabía quién era porque el Señor le había dicho: “[Tú] eres mi hijo… [y] tengo una obra para ti”40.
Seguro que una de las razones por las que Moisés prevaleció mientras el gran engañador bramaba y clamaba fue que Moisés sabía con claridad quién era él. Y así es con nosotras. Nunca seremos felices ni sentiremos paz; nunca llevaremos bien las ambigüedades de la vida; nunca viviremos a la altura de quienes somos como mujeres de Dios hasta que superemos nuestra crisis de identidad terrenal al entender quiénes somos, quiénes hemos sido siempre, y quiénes podemos llegar a ser.
El Espíritu es la clave porque, como enseñó el presidente Joseph F. Smith, es por medio del poder del Espíritu que podemos “atrapar una chispa de las memorias despiertas del alma inmortal, que iluminan todo nuestro ser como con la gloria de nuestro hogar primero”41. Es el Espíritu el que nos permite penetrar el velo y capturar los destellos de quiénes somos y quiénes hemos sido siempre. De ahí la necesidad que tenemos de ser capaces de escuchar lo que el Señor tiene que decir por medio del Espíritu. Pedir con fe, ayunar y orar, arrepentirnos con regularidad, perdonar y procurar el perdón, adorar en el templo, donde podemos “[recibir] la plenitud del Espíritu Santo”42, y ser obedientes… todo ello nos ayuda a escuchar mejor la voz del Señor en la mente y el corazón43. Por el contrario, hay cosas que no podemos hacer: películas que no podemos ver, ropa que no podemos llevar, chismes que no podemos propagar, sitios de internet que no podemos visitar, pensamientos que no podemos albergar, libros que no podemos leer y falsedad que no podemos tolerar, si deseamos tener el Espíritu con nosotras.
No se me ocurre nada que merezca más nuestra energía que aprender a escuchar mejor la voz del Espíritu. Cuando los Doce nefitas rogaron al Padre “por lo que más deseaban”, eso era el don del Espíritu Santo44. ¿Por qué? Porque el Espíritu Santo “[nos] mostrará todas las cosas”, incluso quiénes somos45. Yo sé que esto es verdad. Un día, mientras acunaba a una sobrinita que entonces tenía tres meses de edad, me embargó una impresión sobre el valor de ese espíritu. Las lágrimas me brotaban mientras acunaba y me preguntaba a quién estaba acunando. Ahora que mi sobrina es más mayor, le he hablado de aquella experiencia, con la esperanza de darle aliento más adelante.
De manera similar, cuando yo era aquella tímida muchacha de granja, mi abuela y mi madre me decían con frecuencia que había algo selecto en mí y en mi generación46. Ni siquiera podía imaginarlo, pero mi espíritu deseaba que yo creyera. De modo que, calladamente, me aferraba a sus palabras y esperaba que fueran ciertas. ¿Hay algo más importante que una madre o una abuela, o cualquiera de nosotras pueda hacer por los jóvenes a quienes amamos que ayudarles a comenzar a entender quiénes son en realidad?
Sin embargo, aun siendo este conocimiento tan esencial como es, por sí solo no hace que la vida terrenal esté libre de fallos. El presidente Lee advirtió que hay muchos que “pudieron haber estado entre los nobles y grandes” pero “pueden fracasar en su llamamiento aquí en la vida terrenal”47. En otras palabras, “muchos son llamados, pero pocos son escogidos”48. Y, sinceramente, nosotras determinamos la elección porque la cruda realidad es que, ya sea que vivamos o no a la altura de nuestras promesas preterrenales, esta depende completamente de nosotras.
Pero el esfuerzo que se requiere bien vale la pena, porque si pudiéramos comprender cuán gloriosa será en el Reino Celestial una mujer recta hecha perfecta, nos levantaríamos y nunca volveríamos a ser las mismas. Con gusto tomaríamos sobre nosotras el nombre de Jesucristo, lo cual significa seguirlo, llegar a ser como Él y consagrarnos a Él y a Su obra49. Las mujeres de Dios que honran sus convenios lucen diferente, visten diferente y actúan y hablan diferente de las mujeres que no han hecho los mismos convenios. Por eso, las mujeres de Dios que saben quiénes son tienen una influencia extraordinaria y en ocasiones inesperada.
En la ciudad de Nueva York hay una tienda que visito cuando estoy allí. Sinceramente, no es que me atraiga el ambiente de la tienda, pero como venden faldas lo suficientemente largas para una mujer alta, continúo yendo. En una visita reciente hice planes para encontrarme con una amiga en esa tienda, y nada más cruzar la puerta ya me esperaba una dependienta. “¿Señorita Dew?”, dijo con un acento adorable. “¿Sí?”, respondí. “Sígame. Su amiga la espera en la planta baja”.
Nunca había tenido tan cálido recibimiento pero luego, durante la siguiente hora, mi amiga y yo llegamos a conocer a aquella encantadora mujer europea. Después de un rato ella dijo: “Ustedes tienen algo diferente; ¿qué es?”.
“¿Realmente lo desea saber?”, le pregunté. Cuando ella asintió, le dije: “Tome asiento”. Durante una hora, mi amiga y yo le explicamos lo que nos hacía diferentes. Desde entonces, le hemos enviado materiales explicándole más. Y acabamos de enviarle otra cosa: unos misioneros que irán a verla de parte nuestra.
¿Qué tiene que ver saber quiénes somos y quiénes hemos sido siempre con hablar y dar testimonio de Jesucristo? Todo tiene que ver con nuestro mandato de llevar el Evangelio a toda nación, tribu, lengua y pueblo. Una vez que entendemos quiénes somos en realidad, no solo somos responsables ante el Señor de ayudar a otras personas a descubrir las mismas verdades, sino que simplemente no podemos dejar de hacerlo. Si en una sofocante tienda de ropa en Nueva York puede surgir una oportunidad misional, puede suceder en cualquier lugar. Y sucederá si el gozo del Evangelio y la realidad de nuestra misión iluminan nuestros rostros y dan vigor a nuestras vidas.
Conozco a una mujer que le dijo a una amiga que no es miembro de la Iglesia y trataba de venderle unos cosméticos: “Puedes darme un tratamiento facial si yo puedo hablarte del Evangelio”. Ambas aceptaron, y ambas están aquí hoy. No hay mensajero misional más persuasivo que una mujer de Dios que sabe quién es y está emocionada por lo que sabe. Me apresuro a añadir que la labor misional más importante que jamás haremos será dentro de nuestra propia familia, ya que su conversión es nuestra prioridad más alta.
Nuestro objetivo con todo ello no es hacer que la Iglesia crezca; es bendecir la vida de las personas: madres y padres, hijos e hijas que merecen saber quiénes son, quiénes han sido siempre, y quiénes pueden llegar a ser.
No lo hagamos más difícil de lo necesario. Podemos comenzar simplemente orando a fin de tener oportunidades para prestar servicio, porque haremos más obra misional por medio de nuestro ejemplo de la que nunca haremos golpeando un púlpito. El año pasado, las hermanas de un barrio de Arizona prestaron servicio incondicional a una familia no miembro cuyo hijo se iba a someter a una cirugía a corazón abierto50. Esos sencillos actos de bondad dieron lugar a una extraordinaria secuencia de acontecimientos, y hace dos semanas esa familia fue bautizada. Tengo la dicha de decirles que la madre de esa familia está aquí con nosotras esta mañana, y su esposo y ella y sus tres queridos hijitos están comenzando a descubrir quiénes son.
El presidente Gordon B. Hinckley nos ha suplicado en repetidas ocasiones que “[formemos] parte de un amplio ejército con verdadero entusiasmo”51. En la última reunión general de la Sociedad de Socorro invité a cada hermana a buscar oportunidades misionales. Y el mes pasado, en la reunión general de las Mujeres Jóvenes, la hermana Margaret Nadauld pidió a cada jovencita que este año tendiera la mano a una joven y la llevara de nuevo a la plena actividad en la Iglesia52. En una semana, varias de mis sobrinas adolescentes ya habían hecho contactos con amigas que no son miembros. Ellas se alistaron de inmediato en el ejército.
¿Vamos nosotras a ser menos? Si las mujeres y las jovencitas de esta Iglesia nos unimos en esta gloriosa obra, llegaremos a ser una amplia y entusiasta parte del ejército del Señor. Ninguna de nosotras puede llegar a todos, pero podemos llegar a alguna persona y, con el tiempo, a muchas personas. El reino del Evangelio no avanzará como debe hasta que nosotras, como madres, hermanas y tías favoritas, lleguemos a ser plenas y entusiastas partícipes.
Hermanas, hoy les pido que respondan al llamado de nuestro profeta de alistarse en el ejército del Señor. Y, al hacerlo, les hago esta promesa: Tan pronto como nosotras, las hermanas de esta Iglesia, nos comprometamos del todo con esta obra, explosionará de una manera sin precedentes, gracias a nuestra influencia única y enriquecedora, y gracias al Espíritu que acompaña a las mujeres rectas. Florecerá, porque las jóvenes que ven a sus madres y a sus líderes compartir el Evangelio sin miedo harán lo mismo.
Hace más de veinte años, el presidente Kimball profetizó: “… las mujeres de la Iglesia que sean ejemplos de vida recta, constituirán una influencia significativa en el desarrollo de la Iglesia, tanto desde el punto de vista numérico como del espiritual”53. Él hablaba de nosotras. Imaginen el impacto si, este año, cada mujer que tiene un testimonio ayudara a otra mujer a obtener un testimonio y a comenzar a descubrir quién es, quién fue y quién puede llegar a ser.
Yo acepto el reto. ¿Se unirán a mí? Pidan al Señor que las ayude, y Él lo hará. Comiencen leyendo Doctrina y Convenios 138 y Abraham 3 sobre los nobles y grandes, y presten atención a lo que el Espíritu les revela sobre ustedes mismas. Cuando entiendan que ustedes fueron elegidas y reservadas para este momento, y vivan en armonía con esa misión, serán más felices de lo que han sido nunca.
Escuchen estas palabras del presidente Gordon B. Hinckley:
“La mujer es la creación suprema de Dios…
“De todas las creaciones del Todopoderoso, no hay ninguna… más inspiradora que una… hija de Dios que camina en virtud con un entendimiento de por qué debe hacerlo así”54.
“Elevaos por encima del polvo del mundo, amparadas en el conocimiento de que sois hijas de Dios… y que hay para vosotras una gran tarea que no puede delegarse a otra persona”55.
Mis queridas hermanas, ¿procurarán recordar, con la ayuda del Espíritu Santo, quiénes son y quiénes han sido siempre? ¿Recordarán que estuvieron del lado del Salvador sin flaquear? Recuerden que fueron reservadas para esta época porque ustedes tendrían el valor y la determinación para hacer frente al mundo en su fase más crítica, y para ayudar a criar y a guiar a una generación escogida. Recuerden los convenios que han hecho y el poder que ellos conllevan. Recuerden que ustedes son las nobles y grandes, y potenciales herederas de todo lo que nuestro Padre tiene. Recuerden que ustedes son las hijas de un Rey.
Dios es nuestro Padre, y Su Hijo Unigénito es el Cristo. Regocijémonos en representar una vez más al Salvador con valentía y en servir en Su viña con energía y valor. Y que seamos intrépidas al edificar la Sion de nuestro Dios, porque sabemos quiénes somos, y quiénes hemos sido siempre. En el nombre de Jesucristo. Amén.