Historia de la Iglesia
Capítulo 4: La misión de la Iglesia


Capítulo 4

La misión de la Iglesia

estatua del Salvador en un cerro de Río de Janeiro

La mañana del 2 de septiembre de 1958, el presidente David O. McKay contemplaba la tierra desde unos cinco mil ochocientos metros de altitud. Habían transcurrido cuatro meses desde que había dedicado el Templo de Nueva Zelanda y ya se hallaba en otro avión, volando al Reino Unido para dedicar el templo en Londres. Aunque volar entre las nubes no era algo nuevo para el profeta (pues desde que lideraba la Iglesia había volado más de cuatrocientos mil kilómetros), todavía se maravillaba por la facilidad y la velocidad de los viajes aéreos. Ningún Presidente de la Iglesia antes de él había viajado tan lejos ni tan rápido.

La vista desde el avión lo llevó a reflexionar sobre el mundo que cambiaba rápidamente. En los últimos doce meses, la Unión Soviética y los Estados Unidos habían lanzado satélites al espacio que se pusieron en órbita alrededor de la tierra y ahora todo el mundo parecía cautivado por la idea de los viajes espaciales. Sin embargo, el presidente McKay creía que se producirían cambios aún más extraordinarios en las siguientes décadas, en especial para la Iglesia.

—Su gran crecimiento de los últimos veinticinco años puede prolongarse hacia un crecimiento y un bien aún mayores para el mundo —dijo a los santos que volaban con él—, si estamos realmente bien preparados para las oportunidades que el Señor está abriéndonos.

El presidente McKay tenía un optimismo especial en cuanto a la Misión Británica. El apóstol Heber C. Kimball había abierto la misión en 1837. Desde entonces, unas 150 000 personas se habían unido a la Iglesia en las Islas Británicas. Más de la mitad de ellos, incluidos los padres del presidente McKay, habían emigrado a Utah. El mismo presidente McKay había servido dos misiones allí, primero como un joven misionero a finales de la década de 1890 y luego como presidente de la Misión Europea a principios de la década de 1920.

Sin embargo, la emigración continua, dos guerras mundiales, la depresión económica y percepciones públicas erróneas y persistentes habían impedido durante mucho tiempo que la Iglesia tuviera un crecimiento significativo en Gran Bretaña y en ese momento solo vivían allí cerca de once mil santos. Aun así, el nuevo templo había despertado recientemente un inmenso interés local en la Iglesia.

El presidente McKay llegó a Londres el 4 de septiembre y, tres días después, los santos de las Islas Británicas y de otros lugares de Europa se reunieron para la dedicación. El templo estaba ubicado en el terreno de una antigua mansión inglesa en la campiña al sur de Londres. El sitio, de unas trece hectáreas, tenía amplios jardines, antiguos robles y una variedad de arbustos y flores. Un estanque poco profundo en las cercanías reflejaba la sencilla mampostería y la aguja de cobre del templo.

El presidente McKay lloró al ver el edificio. “No me hubiera imaginado vivir el tiempo suficiente como para construir un templo en Inglaterra”, dijo él.

Antes de ofrecer la oración dedicatoria, el profeta habló con emoción sobre la Iglesia en Gran Bretaña. “Esta es la apertura de una nueva era —dijo—, y esperamos y oramos que sea una nueva era de mejor comprensión por parte de personas honestas en todas partes”.

—Más espíritu de caridad, más espíritu de amor, menos contención y conflicto —declaró él—. Esa es la misión de la Iglesia.


A principios de 1959, la hermana Nora Koot y su compañera de misión, Elaine Thurman, se subieron a un tren con un grupo de jóvenes Santos de los Últimos Días de Tai Po, un distrito rural al noreste de Hong Kong. Había un baile de la Iglesia esa noche en un salón alquilado en la ciudad y los jóvenes estaban nerviosos por asistir. Todos eran miembros nuevos de la Iglesia y ninguno de ellos había pasado mucho tiempo en la ciudad. No sabían qué esperar.

Nora tampoco sabía realmente qué esperar. Ese era el primer Baile de Oro y Verde de la Iglesia en Hong Kong. El Baile de Oro y Verde, que adquiría su nombre de los colores oficiales de las Asociaciones de Mejoramiento Mutuo (AMM)de la Iglesia, había sido un evento anual popular para los jóvenes Santos de los Últimos Días desde la década de 1920, especialmente en las áreas donde las AMM de Hombres y Mujeres Jóvenes estaban bien establecidas. Los bailes proporcionaban una buena oportunidad para que los jóvenes conocieran a otros miembros de la Iglesia y los misioneros estadounidenses querían presentar la tradición a los santos chinos. Después de todo, durante el último año más de novecientas personas se habían unido a la Iglesia en Hong Kong.

El viaje en tren a la ciudad duró aproximadamente una hora. Cuando Nora, Elaine y los jóvenes de Tai Po llegaron al baile, descubrieron que la mesa directiva de la AMM de la misión, compuesta en su totalidad por misioneros estadounidenses, había hecho todo lo posible por hacer que el baile se pareciera a un Baile de Oro y Verde de los Estados Unidos. Las serpentinas doradas y verdes se arqueaban desde el techo y quinientos globos colgaban por encima de la pista de baile, listos para ser soltados con el tirón de una cuerda al final de la noche. Como refrigerio, había galletas y ponche.

Sin embargo, una vez que el baile comenzó, algo parecía estar mal. Había un altavoz conectado a un tocadiscos y los misioneros estaban reproduciendo música popular bailable estadounidense. Los organizadores habían colocado solo algunas sillas en la sala, con la esperanza de que la falta de asientos obligara a los jóvenes a ir a la pista de baile, pero el truco no estaba funcionando. Casi nadie bailaba.

Al rato, algunos santos de Hong Kong comenzaron a reproducir el tipo de música que les gustaba y todo cambió. Los misioneros, al parecer, no habían considerado los gustos locales. Habían estado reproduciendo melodías instrumentales cuando lo que los santos chinos querían eran canciones con letra. Los santos también preferían bailar valses lentos, chachachás y mambos, que los misioneros no estaban reproduciendo. Una vez que la música cambió, todos en la habitación se amontonaron en la pista y bailaron.

A pesar de su difícil comienzo, el Baile de Oro y Verde fue un éxito. Sin embargo, un poco antes de que terminara el baile, alguien soltó los globos del techo y los dejó caer sobre la multitud. Pensando que el baile había terminado, los santos chinos se dirigieron rápidamente a la puerta. Los misioneros intentaron llamarlos para que al menos pudieran hacer una oración final, pero era demasiado tarde. La mayoría se había ido.

Toda la noche, Nora había disfrutado de ver a los santos de Tai Po socializar con los otros jóvenes de la región. Trabajar en Tai Po había sido uno de los aspectos destacados de su misión hasta ahora y el tiempo que pasó allí había fortalecido su testimonio.

No obstante, unos meses después del Baile de Oro y Verde, descubrió que era hora de seguir adelante. El presidente Heaton la enviaría a Taiwán, una isla a seiscientos kilómetros al este.


Ese mismo año, el élder Spencer W. Kimball, del Cuórum de los Doce Apóstoles, estaba encantado al contemplar por primera vez Río de Janeiro, en Brasil. Sus imponentes montañas verdes y los rascacielos frente a la playa estaban envueltos en una niebla matutina. Sin embargo, desde la cubierta de su transatlántico, el élder Kimball y su esposa, Camilla, podían observar fácilmente la atracción más famosa de la ciudad: El Cristo Redentor, una estatua resplandeciente del Salvador de treinta y ocho metros con vista al puerto.

Río de Janeiro era la primera parada de los Kimball en un recorrido de dos meses por las misiones sudamericanas de la Iglesia. Alrededor de ocho mil santos vivían en Sudamérica y las ramas en todo el continente estaban en constante crecimiento. Ansioso por apoyar a estas congregaciones, el presidente McKay y sus consejeros habían aprobado recientemente la expansión del programa de construcción de la Iglesia en Sudamérica y habían autorizado la construcción de veinticinco capillas allí.

Al conversar con los santos sudamericanos, el élder Kimball quería conocer sus necesidades y determinar las maneras en que la Iglesia podía ayudarlos a llevar a cabo la obra del Señor. Tanto él como la hermana Kimball habían crecido en contacto con los pueblos indígenas que vivían en la frontera entre los Estados Unidos y México. Unos años después de haber sido llamado a los Doce, el élder Kimball había recibido una asignación especial del presidente George Albert Smith para ministrar a los pueblos indígenas de todo el mundo. Desde entonces, había participado en conferencias y programas para estos santos en América del Norte y esperaba hacer un trabajo similar en América del Sur.

Aunque, quizás, lo que el élder Kimball estaba más ansioso por hacer era conversar con los muchos santos que conocería en su recorrido. Un año y medio antes, los médicos le habían extirpado de la garganta las cuerdas vocales afectadas por el cáncer. Por un tiempo, estuvo preocupado de que nunca más pudiera volver a hablar, pero después de muchas oraciones y bendiciones del sacerdocio, aprendió a comunicarse con un susurro ronco. Él estaba agradecido a su Padre Celestial por el milagro.

Luego de una corta estadía en Brasil, el élder y la hermana Kimball visitaron Argentina, donde la Iglesia tenía veinticinco ramas y alrededor de 2700 miembros. Desde la llegada de los misioneros a Argentina en la década de 1920, las ramas de la Iglesia se habían propagado a otros países de habla hispana en la región. En la década de 1940, los misioneros llegaron a Uruguay, Guatemala, Costa Rica y El Salvador. Más recientemente, en la década de 1950, el Evangelio restaurado había comenzado a predicarse en Chile, Honduras, Paraguay, Panamá y Perú.

Después de varios días en Argentina, los Kimball se dirigieron al oeste hacia Chile, donde la Iglesia tenía siete ramas y alrededor de trescientos miembros. Chile había sido parte de la Misión Argentina desde 1955 y muchos misioneros creían que el país era la zona más receptiva de la misión.

Desde la Misión Argentina, los Kimball viajaron a Uruguay para reunirse con los santos en Montevideo y otras ciudades y pueblos. Luego, regresaron a Brasil para inspeccionar más en detalle la misión. Mientras viajaban por el sur de Brasil, se detuvieron en la ciudad de Joinville, donde la Iglesia se había asentado por primera vez en el país. Allí, el élder Kimball conoció a un miembro de la Iglesia que no podía poseer el sacerdocio porque tenía ascendencia africana. El hombre estaba desanimado, pues estaba seguro de que la restricción del sacerdocio le impedía servir en cualquier llamamiento de la Iglesia.

—Ni siquiera puedo ser portero, ¿verdad? —dijo él.

El élder Kimball sintió que le traspasaban el corazón. “Puede servir donde sea que no se requiera el sacerdocio” le dijo, esperando que esta seguridad diera al hombre algo de consuelo.

En otras reuniones en Brasil, el élder Kimball no vio muchos santos de raza negra, lo que lo llevó a pensar que la restricción del sacerdocio podría no ser un obstáculo inmediato para la Iglesia allí. Sin embargo, reconocía que casi el 40 por ciento de la población de Brasil tenía ascendencia africana y eso planteaba preguntas sobre el crecimiento futuro de la Iglesia en el país, particularmente en sus estados septentrionales, que tenían una población de raza negra más extensa.

El recorrido de los Kimball finalmente los llevó a São Paulo, donde conocieron a Hélio da Rocha Camargo y a su esposa, Nair, quien se había unido a la Iglesia poco después de su esposo. La pareja traía a su hijo de un año, Milton, al élder Kimball para que le diera una bendición del sacerdocio. Milton había nacido con salud, pero últimamente sus extremidades habían perdido fuerza y coordinación. Los médicos temían que pudiera tener poliomielitis, una enfermedad paralizante que estaba afectando a muchos niños y adultos en todo el mundo. El élder Kimball bendijo al niño y al día siguiente los Camargo se regocijaron en extremo cuando Milton se agarró de su cuna y se puso de pie por primera vez.

El élder Kimball recibió muchas otras solicitudes de bendiciones del sacerdocio en Sudamérica y estaba feliz de servir a las personas de esta manera. Sin embargo, se sorprendió al descubrir que, en forma contraria a las prácticas de Iglesia, muchos jóvenes y hombres que cumplían los requisitos no eran adelantados regularmente al sacerdocio. Hélio, por ejemplo, había llevado a su hijo al élder Kimball para que le diera una bendición porque no poseía el Sacerdocio de Melquisedec, aunque había sido un miembro activo de la Iglesia durante casi dos años.

Además, el élder Kimball se enteró de que los misioneros a menudo eran reacios a delegar responsabilidades de la rama y del distrito en los santos locales. En consecuencia, pocos miembros de la Iglesia en Sudamérica tenían experiencia en liderar y enseñar en la Iglesia. Además, los misioneros estaban tan ocupados haciendo el trabajo que deberían estar haciendo los santos locales que tenían poco tiempo para predicar el Evangelio.

Al final de su recorrido, el élder Kimball creía que era necesario implementar algunos cambios. Muchos santos fuera de Norteamérica asistían a ramas supervisadas por líderes de distrito y misión, quienes a menudo provenían de los Estados Unidos. Establecer estacas en estas regiones daría a más santos la libertad de administrar la Iglesia de manera local.

En mayo de 1958, un mes después de la dedicación del Templo de Nueva Zelanda, la Iglesia había organizado una estaca en Auckland. Era la primera estaca organizada fuera de Norteamérica y Hawái. El élder Kimball creía que algunos lugares de Argentina y Brasil pronto estarían listos para una estaca también y alentó a los líderes de misión a trabajar para alcanzar ese objetivo. También llegó a la conclusión de que la Iglesia estaba lista para organizar una nueva misión en Chile y Perú y una segunda misión en Brasil.

—Apenas estamos “arañando la superficie” en nuestra obra en esta tierra —informó a la Primera Presidencia poco después de su recorrido—. Ciertamente, ha llegado el momento de hacer proselitismo con vigor en los países sudamericanos.


Nora Koot llegó a Taiwán a finales de julio de 1959, aproximadamente tres años después de que el presidente Heaton hubiera enviado el primer grupo de misioneros Santos de los Últimos Días a la isla. Con una membresía de menos de trescientos santos, la Iglesia en Taiwán no era tan grande ni tan organizada como la Iglesia en Hong Kong. Aun así, los misioneros estaban encontrando personas a quienes enseñar entre la gran población de refugiados chinos de la isla, quienes principalmente hablaban mandarín, idioma que también hablaba Nora.

Después de llegar a su nueva área, Nora y su compañera, Dezzie Clegg, llamaron a Madam Pi Yi-shu, una miembro del principal órgano legislativo de Taiwán. Madam Pi había asistido a clases con la madrastra de Nora, quien le había dado a Nora una carta de presentación para su antigua amiga. Nora estaba ansiosa por ayudar a Madam Pi a ver las bendiciones que la Iglesia tenía para ofrecer a las personas de Taiwán.

En su reunión, Nora y Dezzie mostraron a Madam Pi la carta de presentación y ella las invitó a sentarse. Una de sus empleadas trajo un hermoso juego de té y Madam Pi les ofreció té Earl Grey a sus invitadas.

Aunque beber ese tipo de té estaba en contra de la Palabra de Sabiduría, Nora sabía que era ofensivo en su cultura rechazar abiertamente el té de su anfitriona. Sin embargo, con el paso de los años, los misioneros y los miembros habían ideado maneras corteses de evitar beber té cuando se les ofrecía. Por ejemplo, Konyil Chan, una santa china de Hong Kong muy versada en etiqueta social, había recomendado que los misioneros simplemente aceptaran el té y luego lo dejaran discretamente. “La gente de China nunca forzará a sus amigos a beber té”, les aseguró.

Nora y Dezzie se negaron gentilmente al té y le explicaron a Madam Pi que habían venido a Taiwán para enseñar a las personas a ser obedientes y ser buenos miembros de su comunidad. Sin embargo, Madam Pi siguió invitándolas a tomar un poco de té.

—Discúlpenos, Madam —dijo Nora finalmente—, no bebemos té.

—¿Por qué no? —preguntó Madam Pi, quien parecía muy sorprendida.

—La Iglesia nos enseña a seguir un principio llamado la Palabra de Sabiduría para mantener nuestros cuerpos saludables y nuestras mentes despejadas —respondió Nora. Luego, explicó que los miembros de la Iglesia no bebían café, té ni alcohol y no consumían tabaco ni drogas como el opio. Los líderes y las publicaciones de la Iglesia en esa época también advertían contra cualquier otra bebida que tuviera sustancias adictivas.

Madam Pi reflexionó sobre esto por un momento. “Bueno, ¿qué pueden beber?”, les preguntó.

—Muchas cosas —dijo Nora—. Leche, agua, jugo de naranja, 7 Up, gaseosa…

Madam Pi le pidió a su empleada que retirara el juego de té y trajera a las misioneras un poco de leche fría. Luego, les dio su bendición para enseñar a las personas de Taiwán. “Quiero que las personas de nuestro pueblo sean mejores ciudadanos de la comunidad, sean más saludables y obedientes”, dijo ella.

En los días y semanas siguientes, Nora compartió el Evangelio restaurado con muchas personas. Los cristianos chinos eran quienes mostraban mayor interés en la Iglesia, pero algunos budistas y taoístas también se mostraban atraídos por ella. Algunas personas en Taiwán eran ateas y mostraban poco interés en el cristianismo o en la Iglesia. Para otros, no tener el Libro de Mormón ni otros libros de la Iglesia en chino era un obstáculo.

El crecimiento era lento en Taiwán, pero las personas que se unían a la Iglesia entendían con firmeza la importancia de los convenios que habían hecho en el bautismo. Antes de convertirse en Santos de los Últimos Días, habían tenido que recibir todas las charlas misionales, asistir a la Escuela Dominical y a las reuniones sacramentales con regularidad, obedecer la Palabra de Sabiduría y la ley del diezmo durante al menos dos meses y comprometerse a guardar otros mandamientos. Para el momento en que establecían una fecha para el bautismo, muchas personas que se reunían con los misioneros en Taiwán ya participaban activamente en sus ramas.

Una de las principales responsabilidades de Nora en la isla era fortalecer la Sociedad de Socorro. Hasta hacía poco, los élderes estadounidenses habían liderado todas las Sociedades de Socorro en Taiwán. Esto cambió a principios de 1959, cuando el presidente Heaton envió a una misionera llamada Betty Johnson para establecer Sociedades de Socorro y capacitar a mujeres líderes en Taipéi y otras ciudades de la isla. Ahora Nora y sus compañeras de la misión continuaban el trabajo de Betty, viajando de una rama a otra para dar a la Sociedad de Socorro el apoyo que necesitara.

La misión de Nora finalizó el 1 de octubre de 1959. Durante su servicio, había adquirido una mayor comprensión del Evangelio y había experimentado un aumento de su fe. Para ella, el crecimiento de la Iglesia en Hong Kong y Taiwán era un cumplimiento del sueño del profeta Daniel.

La Iglesia era en efecto como una piedra cortada del monte, no con mano, que habría de rodar hasta llenar toda la tierra.


En la época en que Nora Koot terminaba su misión, LaMar Williams, de cuarenta y siete años, trabajaba en la oficina del Departamento Misional de la Iglesia en Salt Lake City. Cuando los líderes de misión o estaca necesitaban libros de la Iglesia o algún tipo de ayuda visual, como una fotografía, él se los enviaba. Si alguien solicitaba información general sobre la Iglesia, su oficina le enviaba material de lectura junto con instrucciones sobre cómo comunicarse con los misioneros más cercanos.

LaMar no manejaba todas las solicitudes personalmente, pero le había pedido a su secretaria que le notificara cuando algo proviniera de un lugar poco común.

Así fue como se enteró sobre Nigeria. Un día, su secretaria le trajo una solicitud de un reverendo llamado Honesty John Ekong, de Abak, Nigeria. Honesty John había recibido un panfleto sobre la historia de José Smith de manos de un ministro protestante y había completado un formulario en el que solicitaba más información sobre la Iglesia, una visita de los misioneros y la ubicación del centro de reuniones Santo de los Últimos Días más cercano.

LaMar no sabía exactamente dónde estaba Nigeria, por lo que él y su secretaria la buscaron en un mapa en su oficina. Debido a que estaba en África Occidental, supieron de inmediato que la solicitud sería difícil de cumplir. Las únicas congregaciones en África estaban a miles de kilómetros en el extremo sur del continente, por lo que no podía enviar misioneros ni proporcionar la dirección de un centro de reuniones. También sabía que si Honesty John era de raza negra, podría ser bautizado, pero no recibir el sacerdocio.

—Tendremos que ser cuidadosos —pensó LaMar. Hizo una caja con algunos panfletos y libros de la Iglesia, incluidas seis copias del Libro de Mormón, y la envió a la dirección de Honesty John.

Poco tiempo después, el reverendo respondió. “Tengo que agradecerles por los generosos obsequios que me enviaron”, escribió. Por lo que decía en la carta, LaMar pudo inferir que Honesty John era parte de una congregación de creyentes en el Evangelio restaurado.

Durante los meses siguientes, las cartas entre LaMar y Honesty John cruzaron una y otra vez el océano Atlántico. Honesty John invitó a LaMar a venir a Nigeria y a enseñar a su congregación. LaMar quería aceptar la oferta, pero sabía que tomaría tiempo el que la Primera Presidencia aprobara enviar a alguien a Nigeria. Sin embargo, mantuvo a los líderes de la Iglesia al tanto del deseo de los nigerianos por obtener más información y siguió intercambiando correspondencia con Honesty John y otras personas que se comunicaron con él.

En febrero de 1960, LaMar escribió a Honesty John para preguntar si tenía acceso a un grabador de cintas. Si la Iglesia no enviaba misioneros a Nigeria, al menos él podía enviar grabaciones de lecciones del Evangelio al reverendo y su congregación. Lamentablemente, Honesty John no tenía un reproductor de cintas ni el dinero para comprar uno, pero sí envió a LaMar una fotografía suya. La imagen mostraba a un hombre joven de raza negra sentado entre sus dos niños pequeños. Vestía traje y corbata, y tenía una mirada seria en el rostro.

Honesty John también informó a LaMar que su congregación había comenzado a llamarse a sí misma La Iglesia de Jesucristo de los Santos de Últimos Días. Anhelaban conocer a LaMar y ser miembros de la Iglesia. “Si toda alma tuviera alas —le dijo Honesty John a LaMar—, a todos les gustaría volar a Salt Lake City para escucharlo y verlo en persona”.

“Me siento honrado de que tengan el deseo de que vaya a Nigeria —respondió LaMar—, pero tendría que ser asignado por la Presidencia de esta Iglesia a dicha responsabilidad”.

“Aprecio la confianza que tienen en mí y en su gran deseo de servir a su pueblo —continuó—. Haré todo lo que pueda por correspondencia”.