Capítulo 27
Una mano de amistad
Después de que el presidente Hinckley se fuera de Hong Kong sin haber elegido un terreno para el templo, la presidencia del Área Asia había asignado a Tak Chung “Stanley” Wan, responsable de Asuntos Temporales de la Iglesia en Asia, para crear una nueva lista de posibles terrenos para el edificio. Stanley y su equipo pronto comenzaron su búsqueda, y cuando el presidente Hinckley regresó a Hong Kong a finales de julio de 1992, estaban seguros de que la ubicación para una Casa del Señor estaba en algún lugar de la lista.
Stanley amaba el templo y anhelaba tener uno cerca de su casa. Sus padres eran refugiados de China continental. Su padre se había unido a la Iglesia poco después de que los misioneros regresaran a Hong Kong en 1955. Su madre, que era budista, se bautizó unos años después. Aunque no podían costear el viaje al templo más cercano, Stanley pudo recibir su investidura en el Templo de Hawái en 1975, justo antes de su misión de tiempo completo. Cinco años después, él llevó a sus padres a Hawái para que recibieran sus propias bendiciones del templo. Gastó todos sus ahorros en ese viaje, pero creía que valía la pena el sacrificio.
Seis meses después de llevar a sus padres a la Casa del Señor, Stanley se casó con Ka Wah “Kathleen” Ng, otra miembro de la Iglesia de Hong Kong. En la cultura china, las parejas celebraban un banquete nupcial de nueve platos para sus familiares y amigos. Stanley y Kathleen, sin embargo, decidieron renunciar a la costumbre y gastaron todo su dinero en un viaje al templo. Se sellaron por esta vida y la eternidad en el Templo de Salt Lake. Desde entonces, la pareja se había propuesto ir al templo al menos una vez al año, a pesar de su elevado costo.
Para Stanley, saber que la Iglesia ahora quería construir un templo en Hong Kong era un sueño hecho realidad. Los santos locales ya no tendrían que viajar largas distancias ni agotar sus ahorros para participar en las sagradas ordenanzas. Pero, primero, la Iglesia necesitaba un terreno adecuado.
El 26 de julio de 1992, Stanley pasó la mañana llevando al presidente Hinckley a posibles lugares, pero todos eran demasiado caros, demasiado pequeños o demasiado remotos. Stanley y la presidencia de Área estaban seguros de que el siguiente lugar, ubicado en Tseung Kwan O, era perfecto. Estaba alejado del bullicio de la gran ciudad y rodeado de bellos paisajes. El Gobierno de Hong Kong incluso vendería el terreno a la Iglesia a un precio reducido. Seguramente el presidente Hinckley lo aprobaría.
Estaba soleado cuando el grupo llegó a Tseung Kwan O. El conductor se ofreció a sostener una sombrilla para que el presidente Hinckley se protegiera del sol mientras inspeccionaba el lugar. El presidente Hinckley no aceptó el ofrecimiento. “Quiero orar a solas”, dijo él.
Stanley y los demás esperaron junto a sus automóviles mientras el presidente Hinckley se dirigía al lugar, observaba el terreno y oraba al respecto. Luego, regresó con el grupo. “Este no es el lugar”, dijo él.
“Si este no es el lugar”, se preguntó Stanley, “entonces ¿dónde es?”. Sintió que todo su trabajo había sido en vano, que una Casa del Señor en Hong Kong seguiría siendo solo un sueño.
Más tarde esa mañana, Kathleen Wan estaba en casa cuando sonó el teléfono. Era Stanley, quien seguía viajando por Hong Kong con el presidente Hinckley, pero le pidió a Kathleen que se reuniera con él en el apartamento de Monte J. Brough, el presidente del Área Asia. El presidente Hinckley la había invitado a almorzar con ellos esa tarde.
Cuando Kathleen llegó al apartamento de los Brough, Stanley y los demás invitados estaban de camino, así que ayudó a Lanette, la esposa del élder Brough, a preparar una comida que incluía fiambres, pan, queso, ensalada, fruta, helado, pan de calabaza y galletas de coco. Todo se veía delicioso.
Poco después, Stanley entró por la puerta con el presidente Hinckley, el élder Brough y algunas otras personas. Cuando tomaron asiento en la mesa del comedor, el presidente Hinckley se sentó frente a Kathleen. Ella lo había visto varias veces en reuniones públicas, y admiraba su sentido del humor y la forma en que hacía que la gente se sintiera cómoda, incluida ella, pero hasta ahora, nunca había hablado con él personalmente. Él le preguntó por sus tres hijos y ella le contó cómo estaban.
Sin embargo, todos seguían pensando en el terreno para el templo. Su búsqueda no había salido bien, pero el presidente Hinckley no estaba preocupado. Mientras comían, él les contó una experiencia sagrada que había tenido alrededor de las cuatro de la mañana.
Acababa de despertarse de un sueño profundo y su mente se vio perturbada por pensamientos sobre el terreno del templo. Sabía que había hecho un largo y costoso viaje para elegir el lugar y que no disponía de mucho tiempo, poco más de un día, para tomar una decisión. Mientras reflexionaba sobre el problema, empezó a preocuparse.
Pero entonces la voz del Espíritu le habló. “¿Por qué estás preocupado al respecto?”, le había dicho. “Tienes una fantástica propiedad donde se encuentran la casa de la misión y una pequeña capilla”.
Kathleen y Stanley conocían bien la propiedad. Era propiedad de la Iglesia desde hacía casi cuarenta años, pero Stanley nunca la consideró seriamente como un posible lugar para la Casa del Señor. El lote era demasiado pequeño y, además, estaba en una zona de la ciudad que con el tiempo se había vuelto peligrosa y de mala reputación.
Sin embargo, el presidente Hinckley creía claramente que la Iglesia podía construir un templo allí. Dijo que el Espíritu se lo había descrito.
“Construye un edificio de siete a diez pisos en esa propiedad”, había dicho el Espíritu. “Puede incluir una capilla y salas de clase en las dos primeras plantas y un templo en las dos o tres plantas superiores, con oficinas y apartamentos en las plantas intermedias”. El último piso podría ser el salón celestial y un ángel Moroni podría adornar la parte superior del edificio.
El diseño era similar a la inspirada idea que había tenido un año antes, de ubicar el templo en un edificio alto.
A Kathleen le asombró la idea del presidente Hinckley. Mientras hablaba, les mostró a ella y a los demás invitados un boceto de la planta del templo, que había dibujado durante la noche. Kathleen nunca había pensado en poner un templo encima de un edificio, pero tenía fe en el plan del Señor. Aunque Kowloon Tong no era la zona más bonita de Hong Kong, estaba bien comunicada con paradas de transporte público y la zona seguiría desarrollándose con el tiempo.
Cuando terminó de compartir su experiencia, el presidente Hinckley dijo: “¿Apoyarán esta decisión?”.
“¡Por supuesto que sí!”, respondieron todos. Sus oraciones por una Casa del Señor en Hong Kong finalmente fueron escuchadas.
En agosto de 1992, Willy Sabwe Binene, de veintitrés años, aspiraba a hacer carrera como ingeniero eléctrico. Su formación en el Institut Supérieur Technique et Commerciale de Lubumbashi, una ciudad de la nación centroafricana de Zaire, iba bien. Acababa de terminar su primer año en la escuela y ya estaba deseando continuar su educación formal.
Durante el receso entre trimestres, Willy regresaba a su ciudad natal, Kolwezi, a unos trescientos veinte kilómetros al noroeste de Lubumbashi. Él y otros miembros de su familia pertenecían a la Rama Kolwezi de la Iglesia. Luego de la revelación del sacerdocio de 1978, el Evangelio restaurado se había extendido más allá de Nigeria, Ghana, Sudáfrica y Zimbabue a más de una docena de países africanos: Liberia, Sierra Leona, Costa de Marfil, Camerún, República del Congo, Uganda, Kenia, Namibia, Botsuana, Suazilandia, Lesoto, Madagascar y Mauricio. Los primeros misioneros Santos de los Últimos Días en Zaire habían llegado en 1986, y ahora había unos cuatro mil santos en el país.
Poco después de que Willy llegara a Kolwezi, el presidente de su rama lo llamó para una entrevista. “Tenemos que prepararte para que vayas a una misión de tiempo completo”, le dijo.
—Debería continuar con mis estudios —dijo Willy, sorprendido. Explicó que le quedaban tres años más en su programa de ingeniería eléctrica.
—Primero deberías ir a una misión —dijo el presidente de rama. Señaló que Willy era el primer joven de la rama que podía optar por una misión de tiempo completo.
—No —dijo Willy—, no va a funcionar. Voy a terminar primero.
Los padres de Willy no estaban contentos cuando supieron que había rechazado la invitación del presidente de rama. Su madre, reservada por naturaleza, le preguntó directamente: “¿Por qué lo estás postergando?”.
Un día, el Espíritu impulsó a Willy a visitar a su tío Simon Mukadi. Cuando entró a la sala de estar de su tío, se fijó en un libro que había sobre la mesa. Algo en él parecía llamarlo. Se acercó y leyó el título: Le miracle du pardon, la traducción francesa de El milagro del perdón, de Spencer W. Kimball. Intrigado, Willy tomó el libro, dejó que sus páginas se abrieran y comenzó a leer.
El pasaje trataba sobre la idolatría y Willy se quedó rápidamente absorto. El élder Kimball escribió que las personas no solo se inclinaban ante dioses de madera, piedra y arcilla, sino que también adoraban sus propias posesiones. Y algunos ídolos no tenían forma tangible.
Las palabras hicieron temblar a Willy como a una hoja. Sintió que el Señor le hablaba directamente. En un instante, todo deseo de terminar la escuela antes de su misión había desaparecido. Buscó a su presidente de rama y le dijo que había cambiado de opinión.
—¿Qué bicho te picó? —le preguntó el presidente de rama.
Después de que Willy le contara la historia, el presidente de rama sacó una solicitud misional. “Bien”, dijo él, “empecemos aquí, por el principio”.
Mientras Willy se preparaba para su misión, estalló la violencia en la región donde él vivía. Zaire se hallaba en la cuenca africana del río Congo, donde varios grupos étnicos y regionales habían luchado entre sí durante generaciones. Recientemente, en la provincia de Willy, el gobernador había instado a la mayoría katangesa a expulsar a la minoría kasaireña.
En marzo de 1993, la violencia se extendió a Kolwezi. Los militantes katangeses merodeaban por las calles, blandiendo machetes, palos, látigos y otras armas. Aterrorizaron a las familias kasaireñas e incendiaron sus casas, sin importarles qué personas o bienes había en su interior. Temiendo por sus vidas, muchos kasaireños se escondieron de los merodeadores o huyeron de la ciudad.
Como kasaireño, Willy sabía que era solo cuestión de tiempo hasta que los militantes cazaran a su familia. Para evitar que le hicieran daño, dejó a un lado la preparación de su misión para ayudar a su familia a huir a Luputa, una ciudad de Kasai a unos 560 kilómetros (350 millas) de distancia, donde vivían algunos de sus familiares.
Como los trenes que salían de Katanga eran poco frecuentes, cientos de refugiados kasaireños habían levantado un extenso campamento fuera de la estación de trenes de Kolwezi. Cuando Willy y su familia llegaron al campamento, no tuvieron más opción que acostarse bajo las estrellas hasta que pudieran encontrar refugio. La Iglesia, la Cruz Roja y otras organizaciones humanitarias acudieron al campamento para proporcionar alimentos, tiendas de campaña y atención médica a los refugiados. Sin embargo, al carecer de instalaciones sanitarias adecuadas, el campamento apestaba a desechos humanos y basura quemada.
Después de unas semanas en el campamento, los Binene recibieron la noticia de que un tren podría transportar a algunas de las mujeres y niños del campamento y alejarlos de la zona. La madre y las cuatro hermanas de Willy decidieron irse en el tren con otros miembros de la familia. Willy, mientras tanto, ayudó a su padre y a su hermano mayor a reparar un vagón de carga abierto que estaba averiado. Cuando estuvo listo para viajar, lo engancharon a un tren de salida y se marcharon del campamento.
Cuando llegó a Luputa varias semanas después, Willy no pudo evitar compararla con Kolwezi. El pueblo era pequeño y no tenía electricidad, lo que significaba que no podía utilizar su formación en ingeniería eléctrica para trabajar. Y no había ninguna rama de la Iglesia.
“¿Qué vamos a hacer aquí?”, se preguntó.
Por aquel entonces, Silvia y Jeff Allred solían conducir por carreteras llenas de baches en algún lugar del Chaco, una región escasamente poblada de la región occidental de Paraguay. Habían pasado trece años desde que los Allred habían vivido en Guatemala, y había sido una época llena de acontecimientos para su familia. Después de mudarse a Costa Rica, el empleo de Jeff en la Iglesia lo había trasladado a Sudamérica, por lo que se mudaron de nuevo, primero a Chile y luego a Argentina. Los Allred ahora prestaban servicio como líderes de misión en Paraguay y llevaban alrededor de un año en el país.
En el Chaco, había una pequeña comunidad de santos del pueblo indígena nivaclé. Ellos vivían en dos pueblos, Mistolar y Abundancia, a cierta distancia de la carretera principal. Silvia y Jeff se dirigían a Mistolar, el pueblo más alejado, para entregar algunas provisiones. La ruta hacia el pueblo era extremadamente difícil, con espinas tan grandes que podían perforar los neumáticos de un vehículo. Por precaución, los Allred siempre viajaban allí con un vehículo adicional cargado de neumáticos de repuesto para reemplazar los pinchados.
El camino a Mistolar era solo uno de los numerosos desafíos que enfrentaron los Allred en Paraguay. Cuando llegaron a Asunción, sabían por el trabajo de Jeff en Asuntos Temporales que la Iglesia crecía allí a un ritmo más lento que en otros países sudamericanos. Pero, ¿por qué?
Cuando empezaron a reunirse con los misioneros, se dieron cuenta de que los élderes y las hermanas centraban gran parte de su trabajo en distribuir ejemplares del Libro de Mormón en español. Sin embargo, muchos paraguayos, especialmente en las comunidades más rurales, se sentían más cómodos utilizando el guaraní, una lengua de raíces indígenas.
Siempre que les era posible, los misioneros de la Iglesia intentaban enseñar a la gente en su lengua preferida. Para 1993 se disponía de traducciones completas del Libro de Mormón en treinta y ocho idiomas. Algunas partes del libro se habían traducido a otras cuarenta y seis lenguas, entre ellas el guaraní.
Tras reconocer la preferencia de los santos locales por el guaraní, los Allred decidieron dar instrucciones a los misioneros de que utilizaran esa lengua en su labor, cuando fuera apropiado. También animaron a los élderes y a las hermanas a enseñar más sobre el Libro de Mormón a las personas antes de invitarlos a leerlo. Además hicieron hincapié en la importancia de enseñar los principios básicos del Evangelio restaurado, establecer objetivos realistas y tener fe para invitar a las personas a seguir las enseñanzas del Salvador.
A fin de ministrar a los nivaclé, debían hacerse adaptaciones adicionales. Cientos de nivaclé habían sido bautizados a principios de la década de 1980 después de que Walter Flores, un Santo de los Últimos Días nivaclé que se había unido a la Iglesia en Asunción, presentara los misioneros a su pueblo. Los nivaclé vivían aislados y tenían su propio idioma y estilo de vida. Cultivaban zapallos, maíz y frijoles (porotos), y criaban cabras para obtener leche. Las mujeres tejían canastas y los hombres tallaban figuritas de madera para venderlas a los turistas.
En los últimos años, los diezmos de los fieles santos de todo el mundo habían permitido a la Iglesia cubrir todos los gastos de construcción y mantenimiento de sus centros de reuniones. Los presupuestos de los barrios y las ramas, dispensados desde las Oficinas Generales en Salt Lake City, también financiaban los programas y las actividades de la Iglesia. Como comunidad aislada, los nivaclé rara vez necesitaban dinero para el tipo de actividades que se llevaban a cabo en los barrios y las ramas típicos. En cambio, el dinero de su presupuesto solía destinarse a arroz, frijoles (porotos), harina, aceite, baterías y otras provisiones. La Iglesia también proporcionaba ropa y otros recursos a las dos comunidades, al igual que lo hacía con otros pueblos indígenas rurales de América Central y del Sur.
La fe profundamente arraigada de los nivaclé se podía apreciar en el presidente de rama de Mistolar, Julio Yegros, y su esposa, Margarita. En 1989, se habían sellado junto con sus dos hijos pequeños en el Templo de Buenos Aires. Durante el largo viaje a casa, sus hijos se enfermaron y murieron. Para poder soportar la tragedia, el matrimonio Yegros se había apoyado en su fe en el plan eterno de Dios y en sus convenios del templo.
—Nuestros hijos se sellaron a nosotros en la Casa del Señor —dijeron una vez a los Allred—. Sabemos que los tendremos de nuevo con nosotros por toda la eternidad. Este conocimiento nos ha dado paz y consuelo.
El 30 de mayo de 1994, el presidente Ezra Taft Benson falleció en su casa en Salt Lake City. Reflexionando sobre su vida y ministerio, los santos lo recordaron por llamar la atención de la Iglesia, y del mundo, como nunca antes, en cuanto al Libro de Mormón y su mensaje centrado en Cristo. También recordaron su consejo de evitar los peligros del orgullo y el egoísmo de cualquier tipo, incluyendo la contención, la ira y el injusto dominio.
Durante su presidencia, la Iglesia buscó nuevas formas de aliviar el sufrimiento de las personas en todo el mundo. En 1988, la Primera Presidencia había emitido una declaración sobre la epidemia del SIDA, en la que expresaba e instaba a amar a quienes sufrían los efectos de la enfermedad y a mostrarles empatía. Bajo el liderazgo del presidente Benson, la Iglesia también había ampliado drásticamente la ayuda humanitaria, y los misioneros ahora pasaban más tiempo prestando servicio en las comunidades donde trabajaban.
Durante ese mismo período, la Iglesia había crecido más de un cuarenta por ciento, hasta alcanzar los nueve millones de miembros. La obra misional se había expandido por muchas regiones del mundo, especialmente en África. Además, tras el reciente colapso de la Unión Soviética y otros cambios políticos en Europa, la Iglesia se hallaba establecida oficialmente en más de una docena de países de Europa Central y Oriental.
Lamentablemente, la edad avanzada y la enfermedad habían impedido al presidente Benson hablar en público durante casi cinco años. Durante ese tiempo, no había podido decir más que unas pocas palabras a la vez. Sus consejeros, Gordon B. Hinckley y Thomas S. Monson, junto con el Cuórum de los Doce Apóstoles, habían dirigido los asuntos cotidianos de la Iglesia con espíritu de oración. En la medida de lo posible, el presidente Benson había dado su apoyo a las decisiones con un simple “sí” o una sonrisa de aprobación.
El apóstol de mayor antigüedad para el momento del deceso del presidente Benson era Howard W. Hunter. A sus ochenta y seis años, él tampoco gozaba de buena salud, utilizaba una silla de ruedas o un andador para desplazarse, y su voz a menudo sonaba fatigada y cansada. Sin embargo, durante su servicio como apóstol, los santos habían llegado a admirar su humildad, compasión, benignidad e inmensa valentía.
Poco después de su ordenación como Presidente de la Iglesia, el 5 de junio de 1994, el presidente Hunter realizó una conferencia de prensa y anunció a Gordon B. Hinckley y Thomas S. Monson como sus consejeros en la Primera Presidencia. Luego, invitó a todos los miembros de la Iglesia a seguir el ejemplo de amor, esperanza y compasión del Salvador. Instó a los santos que tenían problemas o que habían abandonado el redil a que volvieran. “Permítannos acompañarlos y secarles las lágrimas”, dijo. “Vuelvan, acompáñennos, sigan adelante, sean creyentes”.
“En ese mismo espíritu”, continuó, “además invito a los miembros de la Iglesia a considerar el templo del Señor como el gran símbolo de su condición de miembros y el entorno celestial de sus convenios más sagrados”. Instó a los santos a mantener sus recomendaciones del templo al día y a ser un “pueblo que asista al templo y ame el templo”.
“Démonos prisa en ir al templo con la frecuencia que el tiempo, los recursos y las circunstancias personales lo permitan”, dijo.
Más adelante ese mismo mes, el presidente Hunter se sentó bajo un toldo frente a una gran audiencia en el antiguo sitio del templo en Nauvoo, Illinois. El cielo estaba despejado y luminoso, y ofrecía una amplia vista del río Misisipi y de los sitios históricos de la Iglesia en la zona. El aire húmedo era pesado, pero todo el mundo parecía ansioso por oír hablar al presidente Hunter. Había venido a Nauvoo con el presidente Hinckley y el élder M. Russell Ballard para conmemorar el aniversario número 150 del martirio de José y Hyrum Smith.
El presidente Hunter se mostró reflexivo al sentarse en el sitio del antiguo templo. Aparte de algunas piedras grises de los cimientos, quedaban pocas pruebas de que en aquel terreno cubierto de hierba alguna vez hubiera existido una magnífica Casa del Señor. Pensó en el profeta José Smith y se sintió responsable de hacer todo lo que pudiera por la obra del Señor en el tiempo que le quedaba sobre la tierra.
El presidente Hunter ocupó su lugar en el púlpito y animó de nuevo a los santos a hacer del templo parte de su vida. “Tal como en la época de [José Smith], el tener miembros dignos e investidos es la clave para edificar el reino en todo el mundo”, dijo a los santos. “La dignidad para entrar en el templo garantiza que nuestra vida está en armonía con la voluntad del Señor y que estamos preparados para recibir Su guía en nuestra vida”.
Después del servicio, el presidente Hinckley y el élder Ballard hablaron con los periodistas en la cárcel de Carthage, donde el profeta José fue asesinado. Un periodista les pidió que compararan la Iglesia de 1844 con la Iglesia moderna.
“El problema de ellos hace 150 años era un populacho con las caras pintadas”, respondió el presidente Hinckley. “Nuestro problema es adaptarnos al crecimiento de esta Iglesia”. Habló del desafío que suponía proporcionar centros de reuniones y liderazgo para tanta gente. La Iglesia seguía extendiéndose rápidamente por muchas partes del mundo. En África, por ejemplo, la Iglesia se había extendido recientemente a Tanzania, Etiopía, Malaui y la República Centroafricana.
—Qué problema tan maravilloso —dijo él.
En la cárcel, el presidente Hunter volvió a hablar. “El mundo necesita el Evangelio de Jesucristo como se restauró a través del profeta José Smith”, dijo ante un público de tres mil personas. “Debemos ser tardos para la ira y más prontos a prestar ayuda; debemos extender una mano de amistad y resistir el camino de la venganza”.
Cuando terminó el servicio, anochecía sobre Carthage. Cuando el presidente Hunter salía de los terrenos de la cárcel, una gran multitud de santos lo saludó con entusiasmo. Estaba cansado, pero se detuvo y les estrechó la mano, uno por uno.