Capítulo 36
Sigan adelante
El presidente Gordon B. Hinckley falleció en paz en la tarde del 27 de enero de 2008. Durante la breve enfermedad final del profeta, familiares y amigos permanecieron junto a su cama en Salt Lake City. El presidente Thomas S. Monson, quien había servido con él en la Primera Presidencia durante más de dos décadas, lo visitó unas horas antes de su muerte y le dio una bendición.
Seis días después, dieciséis mil personas se reunieron en el Centro de Conferencias para el funeral del profeta, e infinidad de personas vieron la ceremonia en BYU TV, en el sitio web de la Iglesia y en centros de reuniones de todo el mundo.
Durante el servicio, el presidente Monson habló de cómo él y el presidente Hinckley habían compartido mucha felicidad, risas y penas a lo largo de los años. “Él era una isla de calma en un mar de tormentas”, recordó el presidente Monson. “Nos proporcionaba consuelo y calma cuando las condiciones del mundo eran aterradoras. Nos guio sin desviarse por el camino que nos llevará de regreso a nuestro Padre Celestial”.
Los santos recordaban al presidente Hinckley como un profeta que viajaba por todo el mundo y construía templos. Había recorrido más de un millón de kilómetros para visitar a los santos alrededor del mundo; más que cualquier otro Presidente de la Iglesia. También había expandido el uso de tecnologías satelitales y digitales para llegar a los santos dondequiera que vivieran. La Iglesia ahora transmitía la conferencia general en ochenta idiomas. En 2003, él había iniciado las transmisiones mundiales para líderes, lo cual permitía que los líderes de la Iglesia capacitaran a muchos santos desde una misma ubicación. Desde entonces, la misma tecnología había hecho posible que se realizaran grandes conferencias regionales y nacionales, en algunas de las cuales participaban más de ochenta estacas a la vez.
Durante su presidencia, la cantidad de templos en funcionamiento había aumentado a más del doble, es decir, de 47 templos a 124. Entre los templos que él había dedicado, se hallaba el reconstruido Templo de Nauvoo, que había sido destruido algunos años después de su dedicación en 1846.
Estos nuevos templos acercaron las ordenanzas y los convenios sagrados a más personas que nunca antes. En agosto de 2005, por ejemplo, cuarenta y dos santos de la nación centroafricana de Camerún habían viajado unos 800 kilómetros (500 millas) para asistir al templo que se había dedicado hacía poco en Aba, Nigeria. Las lluvias recientes habían convertido los caminos sin pavimentar en lodazales, pero los santos siguieron avanzando, incluso cuando tuvieron que empujar las furgonetas de pasajeros alquiladas para cruzar el profundo fango. Pese a que el lento viaje a menudo era difícil, era más corto y asequible que viajar a los templos de Ghana o Sudáfrica. Los santos de Camerún se regocijaron cuando recibieron sus investiduras y las bendiciones del sellamiento.
El presidente Hinckley estaba agradecido de poder participar en la labor de extender las bendiciones de la Casa del Señor a tantas personas. Él creía que los templos cumplían un propósito único: “En sus altares nos arrodillamos ante Dios, nuestro Creador, y recibimos la promesa de Sus bendiciones sempiternas”, enseñó. “Nos comunicamos con Él y reflexionamos sobre Su Hijo, nuestro Salvador y Redentor, el Señor Jesucristo, que sirvió de representante de cada uno de nosotros en el sacrificio vicario que llevó a cabo en nuestro beneficio”.
Desde su misión en Inglaterra en la década de 1930, el presidente Hinckley había sentido un gran amor por los santos de Europa. En las décadas recientes se afligía al ver cómo los europeos dejaban de asistir a la iglesia. Para proporcionar apoyo, alentó la creación de “centros multiuso”, donde los jóvenes adultos podrían reunirse para socializar y compartir su fe en Jesucristo. Entre 2003 y 2007, se abrieron más de setenta centros en toda Europa, lo que dio como resultado muchos nuevos conversos, el regreso a la actividad de miembros y más matrimonios en el templo.
El presidente Hinckley también había transformado las relaciones públicas de la Iglesia. Bajo su supervisión, la Iglesia inició su propio sitio web, lo colmó de mensajes centrados en Cristo y materiales de capacitación, y creó una sala de prensa en línea donde los periodistas y otras personas podrían hallar información precisa sobre la Iglesia y sus creencias.
Él mismo había llegado a tener una presencia prominente en los mayores medios de comunicación al aceptar entrevistas de televisión con periodistas reconocidos y al escribir libros para editoriales importantes. En 2001, lanzó el proyecto Los documentos de José Smith, que tenía como objetivo publicar todos los documentos del Profeta en internet, así como en volúmenes académicos que podrían encontrarse en bibliotecas de todo el mundo.
De todas las muchas innovaciones del presidente Hinckley, el presidente Monson creía que el Fondo Perpetuo para la Educación sería el que bendeciría más vidas. Ya había beneficiado a casi treinta mil estudiantes en cuarenta países.
“Vaya milagro que es sacar a los jóvenes de la pobreza y ayudarlos a ingresar a la fuerza laboral”, reflexionó el presidente Monson en su diario personal. “Su éxito supera nuestros sueños más ambiciosos y es una contribución muy digna para quienes desean fomentar la formación académica en muchas partes del mundo donde no está al alcance de los pobres”.
Un día después del funeral, Boyd K. Packer, el segundo apóstol de más antigüedad, ordenó y apartó al presidente Monson como el nuevo Presidente de la Iglesia. El presidente Monson llamó a Henry B. Eyring, que había sido el segundo consejero del presidente Hinckley, como su primer consejero, y a Dieter F. Uchtdorf, un apóstol de Alemania, como su segundo consejero.
La nueva presidencia se encargó de los proyectos de construcción que se hallaban en curso al momento de la muerte del presidente Hinckley, entre ellos unos doce templos y cerca de trescientos centros de reuniones. La Iglesia también estaba construyendo viviendas para los misioneros del templo en Nauvoo, una nueva Biblioteca de Historia de la Iglesia y un gran edificio para ayudar a administrar las donaciones filantrópicas, además, construía inmuebles residenciales y comerciales frente a la calle de la Manzana del Templo.
Sin embargo, cuando el presidente Monson comenzó su presidencia, surgieron problemas graves. Muchos propietarios de viviendas de los Estados Unidos habían empezado a incurrir en la falta de pago de sus hipotecas, y los bancos acreedores de tales hipotecas impagas colapsaban debido a las grandes deudas. Poco después, Estados Unidos caería en la peor crisis económica desde la Gran Depresión, lo que desencadenaría un pánico financiero y aumentaría el desempleo en todo el mundo.
“Los mercados financieros están en peligro”, reflexionó en su diario el presidente Monson. “Nuestra gente, junto con otras personas de nuestra nación y el mundo, se halla endeudada”.
A medida que la crisis empeoraba, la Primera Presidencia debía considerar si suspendía o no los diversos proyectos de construcción de la Iglesia. Al haber vivido durante la Gran Depresión, el presidente Monson comprendía los riesgos de gastar más allá de la capacidad que se tiene. Pero también veía que suspender la construcción significaría que cientos de trabajadores, como carpinteros y electricistas, se quedarían sin empleo. La industria de la construcción estaba a punto de paralizarse y era difícil conseguir trabajo.
El Obispado Presidente, que tenía la mayordomía de los edificios de la Iglesia y las labores humanitarias, se reunía con la Primera Presidencia cada viernes para revisar el estado de los proyectos. Un viernes a principios del año 2008, el Obispado preguntó al presidente Monson lo que debía hacerse.
—Tenemos todos estos proyectos de construcción en curso, en diferentes etapas —le dijeron—. ¿Qué desea hacer?
—Sigan adelante —dijo el presidente Monson con firmeza.
Por esta época, Blake McKeown había vuelto a la playa Bondi Beach de Sídney para otro verano de capacitación como socorrista ante las cámaras de televisión. Su aparición en la segunda temporada del programa Bondi Rescue lo había convertido en una celebridad local en Australia. De vez en cuando, mientras hacía las compras en su ciudad natal o cuando tomaba el tren para ir a trabajar, notaba que las personas lo observaban y señalaban en su dirección discretamente. Aquella atención era algo molesta, pero no podía quejarse. Le gustaba recibir una paga por pasar tiempo en la playa día tras día con sus amigos. “La vida no podría ser mejor”, pensaba él.
Sin embargo, sus padres estaban preocupados. ¿Acaso la fama por estar en televisión había cambiado sus prioridades? Blake había conseguido el empleo de socorrista un año antes a fin de ganar dinero mientras esperaba el momento de prestar servicio en una misión de tiempo completo. Ahora ya había cumplido los diecinueve años hacía tiempo.
—¿Qué debo hacer? —preguntó su madre al obispo cierto día—. ¿Cómo va a acabar esto?
—No lo sé —respondió el obispo, que también estaba preocupado—. Él iba muy bien.
Blake trataba de tranquilizar a sus padres. Les decía que estaba orando para saber cuál sería el momento adecuado para prestar servicio. No sentía que hubiera llegado el momento aún. “Lo importante es que lo haga, y no cuándo lo haga”, les decía, haciéndose eco de algo que su padre siempre le había dicho.
Luego su hermano Wade regresó de su misión en Japón. Wade vio la preocupación de sus padres y habló con Blake. Blake escuchó con interés las palabras de Wade y comenzó a pensar más seriamente en cuanto a salir a la misión. “Si la Iglesia es verdadera, tengo que ir a la misión”, se decía a sí mismo.
Pensaba en su testimonio y en la Iglesia. De adolescente, había asistido al programa de TFY, la conferencia para los jóvenes de Australia de varios días de duración, que en 2006 habían llegado a países de América del Sur y Europa con el nombre “Especially for Youth”. También había asistido fielmente a Seminario matutino y a otras actividades de la Iglesia. Puede que no siempre se hubiera sentido entusiasmado por ir, pero había tratado de guardar los mandamientos y hacer lo correcto. Además, tenía fe en Jesucristo y en la verdad del Evangelio restaurado. Aquello era razón suficiente para servir en una misión.
Pronto Blake envió su solicitud misional. Era un tiempo de oportunidades sin precedentes para la obra misional. En los últimos años, los líderes de la Iglesia habían “elevado el nivel” para prestar servicio misional, al enfatizar que se necesitaban élderes y hermanas dedicados y con normas morales elevadas que supieran cómo escuchar y responder al Santo Espíritu. La Iglesia también había establecido las misiones de servicio para los jóvenes con ciertas afecciones de salud o para aquellos para quienes las misiones de proselitismo no fueran lo más idóneo.
Cuando llegó el llamamiento, Blake recibió la asignación de servir en una misión de proselitismo de tiempo completo en la Misión Filipinas Baguio, una de las quince misiones en ese país. Lo único que le quedaba por hacer era contarle a sus compañeros socorristas.
Poco después, durante una filmación de Bondi Rescue, Blake habló ante las cámaras sobre su religión. “Desde pequeño he sido miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”, dijo. “Voy a la iglesia todos los domingos. Supongo que vivo de acuerdo con normas algo más estrictas, pero aparte de eso, soy solo una persona normal”.
Cuando finalizó el turno laboral de Blake, los productores del espectáculo le pidieron que se vistiera de traje y corbata. Luego caminó hasta la torre de vigilancia principal de los socorristas y tocó a la puerta. “Creo que mis manos tendrán que acostumbrarse a esto”, dijo mirando a la cámara. Los socorristas lo saludaron con risas alegres.
—¿Les gusta? —les preguntó, mostrándoles su traje—. Así vestiré durante los próximos dos años.
—¿A dónde irás? —le preguntó uno de los socorristas.
—A Filipinas —respondió Blake—. Prestaré servicio como misionero de mi Iglesia.
—¿Eres mormón? —preguntó otro socorrista.
—Sí —dijo Blake—. Creo que tengo lo mejor en la vida, entonces, ¿por qué no he de compartirlo con otras personas?
Blake explicó que pronto viajaría a los Estados Unidos para recibir una capacitación misional y aprender el idioma tagalo. Luego iría al campo de servicio que le habían asignado. “Vamos a tocar puertas y tratar de enseñar a las personas sobre Jesucristo”, dijo.
—Bueno, amigo, te deseo lo mejor —dijo un socorrista, mientras le estrechaba la mano y luego le daba un fuerte abrazo. Blake estaba triste por dejar la playa y sabía que echaría de menos a sus amigos, pero esperaba con ansias comenzar su misión y hacer el bien en el mundo.
De regreso a casa, Blake le contó a Wade sobre lo que había pasado. “Mi desafío como misionero era hablar con diez personas al día en Japón”, le dijo Wade. “Tú acabas de hablar con diez millones de personas de una sola vez”.
En junio de 2008, Willy y Lilly Binene tomaron un autobús con sus tres hijos para dirigirse al aeropuerto de Mbuji-Mayi, a unos ciento sesenta kilómetros (cien millas) al norte de su hogar en Luputa, República Democrática del Congo. Desde allí, volaron a Kinsasa, pasaron la noche en la ciudad y luego abordaron un vuelo a Sudáfrica. El viaje era largo, pero los niños estaban felices y lo disfrutaban. La familia se dirigía al Templo de Johannesburgo para sellarse por la eternidad.
Habían pasado dos años desde que el llamamiento de Willy como presidente del Distrito Luputa los había vuelto a reunir como familia. Después de mudarse a Luputa, Lilly había abierto un jardín de infantes. Su éxito fue inmediato y en poco tiempo, lo expandió para incluir una escuela primaria también. Willy había dejado de lado su sueño de ser ingeniero eléctrico para comenzar a formarse como enfermero en el hospital local. Procuraba hallar el equilibrio entre el trabajo y las demandas de su llamamiento, y confiaba en el apoyo de sus consejeros de la presidencia de distrito a medida que estos aprendían sus nuevas responsabilidades, capacitaban a los líderes locales y visitaban a los santos.
Recientemente, la presidencia había asumido responsabilidades adicionales a fin de colaborar con un proyecto de tres años financiado por la Iglesia para proveer agua potable a Luputa mediante tuberías. Los residentes de la ciudad habían dependido durante mucho tiempo de diversos estanques, fuentes y zanjas de drenaje para obtener agua. Dos veces al día, las mujeres y los niños caminaban un kilómetro y medio (una milla) o más hasta alguno de esos lugares, recolectaban agua en los recipientes con los que contaban y luego la llevaban a casa. Esas fuentes de agua estaban repletas de parásitos peligrosos y casi todos conocían a alguien (a menudo eran niños pequeños) que había muerto debido al agua contaminada. Y a veces las mujeres eran abusadas mientras caminaban hasta la fuente de agua y regresaban.
Durante muchos años, ADIR, una organización humanitaria en la República Democrática del Congo, había querido proveer agua potable a las 260 000 personas que había en Luputa y sus alrededores. Sin embargo, las mejores fuentes de agua eran varios manantiales en la ladera de una colina a unos 34 kilómetros (21 millas) de distancia, y ADIR no tenía los $2,6 millones de dólares estadounidenses para construir la tubería. Entonces el director general de la organización escuchó hablar de Latter-Day Saint Charities y se comunicó con los misioneros de ayuda humanitaria locales para pedir su colaboración con el proyecto.
La organización benéfica Latter-day Saint Charities, creada en 1996 bajo la dirección de la Primera Presidencia, contribuía con cientos de proyectos humanitarios de la Iglesia en todo el mundo cada año. Si bien sus servicios variaban según la necesidad, sus principales iniciativas recientes eran campañas de vacunación, donación de sillas de ruedas, proveer atención oftalmológica, atención pediátrica y agua potable. Cuando se supo que se necesitaba una tubería que llevara agua a Luputa, Latter-day Saint Charities donó los fondos necesarios y algunos voluntarios de Luputa y otras comunidades cercanas acordaron proporcionar la mano de obra.
Como presidencia de distrito, Willy y sus consejeros trabajaron en conjunto con ADIR y Daniel Kazadi, un Santo de los Últimos Días local que había sido contratado para cuidar el lugar de las obras. Ellos también se ofrecieron para trabajar.
Ahora que los Binene habían llegado a Johannesburgo, podrían dejar a un lado su ajetreada vida y centrarse en la Casa del Señor. En el aeropuerto, los recibió una familia que los llevó al alojamiento del templo para participantes. Luego Willy y Lilly entraron en el templo tras dejar a sus hijos en la guardería provista por la Iglesia y se vistieron de blanco.
Antes de salir de Luputa, los Binene habían estudiado el manual de preparación para el templo de la Iglesia, Investidos de lo alto y habían leído un libro del apóstol James E. Talmage, La Casa del Señor. Aun así, al llegar al templo, estaban un poco desorientados, pues todo era nuevo y nadie hablaba francés. Pero valiéndose de gestos averiguaron a dónde ir y qué hacer.
Más tarde, en la sala de sellamiento, se llenaron de gozo al reunirse con sus tres hijos. Vestidos de blanco, parecían ángeles cuando entraron en la sala. Willy sintió escalofríos en los brazos. Era como si Él y su familia ya no estuvieran en la tierra. Era como si estuvieran en la presencia de Dios.
—¡Vaya! —exclamó él.
Lilly también se sentía como si estuvieran en el cielo. Saber que estaban ligados en unión por la eternidad parecía multiplicar el amor que la familia se tenía el uno por el otro. Ahora eran inseparables. Ni siquiera la muerte podría separarlos.
A principios de 2009, Angela Peterson vivía en Utah con su esposo, John Fallentine. Ella y John se habían conocido en un barrio de adultos solteros de Salt Lake City poco después de que Angela dejara su exigente trabajo en Washington D. C. John era del oeste de los Estados Unidos y también había vivido y trabajado en Washington durante algún tiempo. Él era mayor que Angela y un poco tímido, pero rápidamente se habían hecho muy amigos. En noviembre de 2007, fueron sellados en el Templo de Bountiful, Utah.
Ahora la familia Fallentine estaba lista para una nueva aventura. Después de que John obtuviera permiso de su empleador para trabajar de forma remota, el matrimonio empacó sus pertenencias y se mudó a la Isla Norte de Nueva Zelanda. Ambos habían estado allí antes y creían que era el lugar más hermoso del mundo.
Los santos de Nueva Zelanda habían celebrado recientemente el aniversario número 150 de la llegada de la Iglesia al país, y ya habían transcurrido cincuenta años desde la dedicación del Templo de Nueva Zelanda. En aquel momento, la Iglesia contaba con unos diecisiete mil miembros en el país, y no tenía ni barrios ni estacas. Ahora eran casi cien mil santos distribuidos en 25 estacas, 150 barrios y 54 ramas.
Los Fallentine se establecieron en Thames, un pueblo de la costa de la Península de Coromandel, y pronto comenzaron a servir en su pequeña rama. La mayoría de los miembros de su rama y de la estaca eran maoríes, y Angela estaba encantada de llegar a conocerlos. Ella servía en las Mujeres Jóvenes, mientras que John, que era maestro de la Escuela Dominical, se había ofrecido como voluntario para ayudar al presidente de la rama con los Hombres Jóvenes. Angela y John también eran misioneros de rama y obreros de las ordenanzas en el Templo de Hamilton, que estaba a unas dos horas de distancia en automóvil.
Sin embargo, en casa la pareja estaba cada vez más preocupada. Angela había querido ser madre toda su vida, pero hasta el momento, parecía que no podían tener hijos. Consultaron a un médico de Auckland y se sometieron a diversas pruebas para ver si se podría hacer algo al respecto. Cuando recibieron los resultados, Angela y John se enteraron de que tenían problemas graves de fertilidad. Incluso con la ayuda de médicos y especialistas, las posibilidades de que Angela quedara embarazada eran escasas.
La noticia fue devastadora. Todos los días, Angela pasaba frente a una copia enmarcada de la Proclamación sobre la Familia que había en su casa. Su mensaje le hacía plantearse una inquietante pregunta: Si la familia era ordenada por Dios, ¿por qué ella y John no podían tener hijos?
Se sentía confundida y sin rumbo, pero aún tenía la esperanza de que Dios respondería las oraciones de ella y de John.
El 9 de agosto de 2009, el presidente Thomas S. Monson se reunió con algunos amigos católicos en la Catedral de la Magdalena, en Salt Lake City. Aquella imponente casa de adoración tenía cien años y el presidente Monson había asistido junto con otros líderes religiosos y cívicos para celebrar.
El presidente Monson tuvo la oportunidad de hablar sobre cómo los católicos y los Santos de los Últimos Días habían dejado de lado sus diferencias religiosas para cuidar de los necesitados. El programa “El Buen Samaritano” de la catedral ofrecía un almuerzo diario a quienes sufrían hambre, el cual era abastecido con pan y otros alimentos suministrados por los Servicios de Bienestar de la Iglesia. Además, los católicos dirigían un centro local contra el abuso de sustancias perjudiciales al que la Iglesia también abastecía de alimentos. Las dos iglesias también trabajaban en conjunto con los refugiados que llegaban a Salt Lake City para ayudarlos a obtener los artículos de aseo y los elementos para el hogar que necesitaban.
Aquella colaboración se había extendido mucho más allá de Salt Lake City. En los últimos años, algunas organizaciones benéficas católicas habían ayudado a la Iglesia a distribuir más de $11 millones de dólares estadounidenses en ayuda humanitaria en todo el mundo, a fin de garantizar que dicha ayuda se entregara a quienes más la necesitaban.
El presidente Monson dijo a la audiencia: “Si tenemos ojos que ven, oídos que oyen y corazones que comprenden y sienten, reconoceremos las necesidades actuales de nuestros semejantes que están entre nosotros y suplican ayuda”.
Durante el último año y medio, el presidente Monson había prestado mucha atención a los numerosos proyectos humanitarios y de construcción de la Iglesia. Aunque la economía de Estados Unidos permanecía estancada y con un alto nivel de desempleo, él había visto ciertos beneficios inesperados por continuar con tales labores. La demanda de mano de obra en el sector de la construcción era baja, pero la Iglesia había podido dar trabajo a una gran cantidad de trabajadores calificados mediante sus proyectos.
El presidente Monson también había instado a los líderes locales a reducir los costos cuando fuera posible. Había pedido a los líderes de misión que enseñaran a los misioneros a ser frugales. Recientemente, había aprobado un plan propuesto por el Obispado Presidente para reducir el tamaño de los nuevos centros de estaca en un veinticinco por ciento. En lugar de construir edificios más grandes y costosos con capacidad para todos los miembros de la estaca, las estacas podrían reunirse en varios centros de reuniones de barrio y conectarse a las conferencias de estaca mediante tecnologías de transmisión. Eso también permitía que los santos redujeran sus gastos de traslado.
Durante la recesión, el presidente Monson había tenido presente a las personas necesitadas, en especial, a las viudas. Las solicitudes de ayuda de las ofrendas de ayuno habían aumentado y él quería que no se desatendiera a nadie. De joven, el presidente Monson había prestado servicio como obispo de un barrio de Salt Lake City con más de mil personas. Ochenta y cinco de ellas eran viudas. Mucho después de que finalizara su servicio de cinco años como obispo, el presidente Monson había continuado visitando a esas viudas para llevarles obsequios y darles ánimo. Como Presidente de la Iglesia, visitaba con frecuencia a las personas que estaban solas y olvidadas.
“Ese servicio al que todos hemos sido llamados es el servicio del Señor Jesucristo”, enseñó a los santos. “Al reclutarnos en Su causa, el Señor nos invita a acercarnos a Él, y nos habla a todos”.
En 2003, la Iglesia había publicado un nuevo sitio web: www.providentliving.org, donde se enseñaban principios básicos de bienestar. Antes de la recesión, el sitio web recibía más de un millón de visitas al mes. Ahora, para ayudar a recalcar esas imperecederas verdades, el Obispado Presidente había preparado un folleto y un DVD nuevos: Principios básicos sobre bienestar y autosuficiencia. Se instaba a los santos a pagar el diezmo y las ofrendas, a vivir dentro de un presupuesto, a evitar las deudas, a salir a comer afuera con menos frecuencia y a mantener una reserva de alimentos al alcance.
“Declaro que el programa de bienestar de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es inspirado por el Dios Todopoderoso”, testificó el presidente Monson. “En verdad, el Señor Jesucristo es su Arquitecto”.
Durante décadas, los líderes de la Iglesia habían definido la misión de la Iglesia como algo que constaba de tres elementos: perfeccionar a los santos, proclamar el Evangelio y redimir a los muertos. Ahora, el presidente Monson había sentido que el bienestar debía ser la “cuarta pata de la silla”. En septiembre de 2009, aprobó que se editara el Manual de Instrucciones de la Iglesia para que incluyera “cuidar de los necesitados” como parte de la misión de la Iglesia.
“Estamos rodeados de personas que necesitan nuestra atención, nuestro estímulo, apoyo, consuelo y bondad”, dijo unas semanas después en la conferencia general. “Nosotros somos las manos del Señor aquí sobre la tierra, con el mandato de prestar servicio y edificar a Sus hijos. Él depende de cada uno de nosotros”.