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La divina asignación del maestro
“Enseñaos diligentemente, y mi gracia os acompañará, para que seáis más perfectamente instruidos en teoría, en principio, en doctrina, en la ley del evangelio, en todas las cosas que pertenecen al reino de Dios, que os conviene comprender” (D. y C. 88:78).
Lo que sigue es un extracto de un discurso pronunciado por el élder Bruce R. McConkie ante el Departamento de la Escuela Dominical de la Iglesia en 1977. Todo el extracto es una cita directa.
En todas nuestras enseñanzas estamos representando al Señor y… hemos sido llamados para enseñar Su Evangelio. Somos Sus delegados y como tales tenemos la autoridad para decir solamente lo que Él quiere que digamos.
Todo delegado [agente] representa a su dirigente. No tiene ningún poder propio. Actúa en nombre de otra persona y dice lo que se le ha autorizado decir, ni más, ni menos.
Somos los agentes del Señor. A Él representamos. ‘Siendo vosotros agentes’, nos ha dicho, ‘estáis en la obra del Señor; y lo que hagáis conforme a la voluntad del Señor es el negocio del Señor’ (D. y C. 64:29).
Nuestra función como maestros consiste en enseñar Su doctrina y ninguna otra. No podemos seguir ningún otro curso si hemos de salvar almas. No tenemos ningún poder salvador propio. No podemos crear ninguna ley o doctrina que haya de redimir, resucitar o salvar a otra persona. Sólo el Señor puede hacer estas cosas y se nos ha llamado a enseñar lo que Él revela sobre éstos y losdemás principios del Evangelio.
¿Qué, pues, se nos autoriza que hagamos al enseñar el Evangelio? ¿Cuál es nuestro cometido divino? El cometido divino del maestro puede resumirse bajo cinco encabezamientos:
1. Se nos manda —y en esto no tenemos opciones; no existen alternativas—, se nos manda enseñar los principios del Evangelio.
En la revelación conocida como “la ley de la Iglesia”, el Señor dice: “Los élderes, presbíteros y maestros de esta iglesia enseñarán los principios de mi evangelio”(D. y C. 42:12). Numerosas revelaciones declaran: Predica mi Evangelio y mi palabra,“no diciendo sino las cosas escritas por los profetas y apóstoles, y lo que el Consolador les enseñe mediante la oración de fe”(D. y C. 52:9).
Es evidente que no podemos enseñar lo que no sabemos. Un requisito preliminar para enseñar el Evangelio es estudiarlo. Por eso tenemos decretos divinos, tales como:
“Escudriñad las Escrituras” (Juan 5:39).
“Escudriñad estos mandamientos”(D. y C. 1:37). “[Atesorad] mi palabra” (José Smith— Mateo 1:37).
“Estudia mi palabra” (D. y C. 11:22).
“Escudriñad los profetas” (3 Nefi 23:5).
“Debéis escudriñar estas cosas. Sí, un mandamiento os doy de que escudriñéis estas cosas diligentemente, porque grandes son las palabras de Isaías” (3 Nefi 23:1).
“No intentes declarar mi palabra, sino primero procura obtenerla, y entonces será desatada tu lengua; luego, si lo deseas, tendrás mi Espíritu y mi palabra, sí, el poder de Dios para convencer a los hombres”(D. y C. 11:21).
Podemos leer todos los libros canónicos de la Iglesia en un año si lo hacemos en un promedio de seis páginas por día. Pero el estudio sincero y la meditación solemne que se requiere llevará más tiempo.
A través de la lectura, la meditación y la oración acerca de las Escrituras se pueden adquirir conocimientos y experiencias espirituales que no pueden obtenerse de ninguna otra manera. No importa cuán dedicados y activos sean los miembros de la Iglesia en asuntos administrativos, nunca recibirán las grandes bendiciones que provienen del estudio de las Escrituras, a menos que paguen el precio de dicho estudio haciendo de la palabra escrita una parte de su vida.
2. Tenemos que enseñar los principios del Evangelio tal como se encuentran en los libros canónicos de la Iglesia.
En la ley de la Iglesia, el Señor dice: “Los élderes, presbí-teros y maestros de esta iglesia enseñarán los principios de mi evangelio”, —y notemos ahora esta restricción— “que se encuentran en la Biblia y el Libro de Mormón, en el cual se halla la plenitud del evangelio” (D. y C. 42:12).
El Señor habla luego de la necesidad de ser guiados por el Espíritu, pero regresa a la fuente de la verdad del Evangelio en las Escrituras, diciendo: “Y todo esto procuraréis hacer como yo he mandado en cuanto a vuestras enseñanzas, hasta que se reciba la plenitud de mis Escrituras”(D. y C. 42:15).
Cuando se recibió esta revelación, la Biblia y el Libro de Mormón eran los únicos libros canónicos de que disponían los Santos de los Últimos Días. Ahora tenemos también Doctrina y Convenios y La Perla de Gran Precio y, por supuesto, habrá otras revelaciones que se recibirán en el debido tiempo.
3. Debemos enseñar mediante el poder del Espíritu Santo. Habiendo mandado que todos los maestros enseñen el Evangelio tal como se encuentra en los libros canónicos, el Señor dice: “Y esto es lo que enseñarán, conforme elEspíritu los dirija”.
Entonces da esta importante instrucción: “Y se os dará el Espíritu por la oración de fe; y si no recibís el Espíritu, no enseñaréis”.
Y juntamente con esta instrucción, Él nos da esta promesa: “Y al elevar vuestras voces por medio del Consolador, hablaréis y profetizaréis conforme a lo que me parezca bien; pues he aquí, el Consolador sabe todas las cosas, y da testimonio del Padre y del Hijo” (D. y C.42:13–14, 16–17).
En cada circunstancia didáctica, todo maestro bien podría razonar de esta manera:
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Si el Señor Jesucristo estuviera aquí, lo que Él diría en esta situación sería perfecto.
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Pero Él no está aquí. En Su lugar, me ha enviado a mí para que lo represente.
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Debo entonces decir lo que Él diría si estuviera aquí; debo decir lo que Él quiere que se diga.
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La única manera de hacerlo es que Él me diga lo que debo decir.
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Esta dirección revelada sólo la puedo lograr mediante el poder de Su Espíritu.Por tanto, tengo que ser guiado por el Espíritu si he de enseñar en calidad de agente del Señor.
En otra revelación se explican aún más estos principios para enseñar las verdades del Evangelio mediante el poder del Espíritu, a través de una serie de preguntas y respuestas reveladas:
Pregunta: “Yo, el Señor, os hago esta pregunta: ¿A qué se os ordenó?” (D. y C. 50:13).
Es decir: “¿Cuál es vuestro cometido? ¿Qué os he dado el poder de hacer? ¿Qué autorización habéis recibido de mí?”.
Respuesta: “Predicar mi Evangelio por el Espíritu, sí, el Consolador que fue enviado para enseñar la verdad”(D. y C. 50:14).
Vale decir: “Vuestro cometido, vuestra autorización, para lo que habéis sido ordenados, es enseñar mi Evangelio; no algún punto de vista privado ni las filosofías del mundo, sino mi Evangelio sempiterno, y hacerlo por el poder de mi Espíritu, en armonía con el mandamiento que os he dado antes: ‘Si no recibís el Espíritu, no enseñaréis’.
Pregunta: “El que es ordenado por mí y enviado a predicar la palabra de verdad por el Consolador, en el Espíritu de verdad, ¿la predica por el Espíritu de verdad o de alguna otra manera?” (D. y C. 50:17).
Antes de escuchar la respuesta revelada, notemos que aquí el Señor está hablando de la enseñanza del Evangelio, la palabra de la verdad, los principios de salvación. No está hablando de las doctrinas del mundo ni de los mandamientos de los hombres, la obediencia a los cuales es vana y no conduce a la salvación.
La pregunta es: cuando predicamos el Evangelio, cuando enseñamos la palabra de la verdad, cuando exponemos las verdaderas doctrinas de salvación, ¿lo hacemos por el poder del Espíritu Santo o de alguna otra manera? Obviamente, la “otra manera” de enseñar la verdad es mediante el poder del intelecto.
He aquí la respuesta revelada: “Si es de alguna otra manera, no es de Dios” (D. y C. 50:18).
Pongámoslo en claro. Aun cuando sea verdad lo que enseñemos, no es de Dios si no lo hacemos por el poder del Espíritu. No habrá conversión ni experiencia espiritual alguna sin la participación del Espíritu del Señor.
Pregunta: “Y además, el que recibe la palabra de la verdad, ¿la recibe por el Espíritu de verdad o de alguna otra manera?” (D. y C. 50:19).
Respuesta: “Si es de alguna otra manera, no es de Dios”(D. y C. 50:20).
Por eso dije al principio que si esta presentación habría de tener el poder de conversión, tendría que hacerla por el poder del Espíritu y que ustedes tendrían que escucharla y recibirla por ese mismo poder. Solamente así podrá cumplirse la promesa de que “el que la predica y el que la recibe se comprenden el uno al otro… y ambos son edificados y se regocijan juntamente” (D. y C. 50:22).
4. Tenemos que aplicar los principios del Evangelio que enseñamos a las necesidades y circunstancias de quienes nos escuchan.
Los principios del Evangelio nunca cambian. Son los mismos en todas las edades. Y en general, las necesidades de la gente son también las mismas en todas las edades. No hemos soportado ningún problema que no haya sido común para el hombre desde el principio. Por tanto, no es difícil tomar los principios de la palabra sempiterna y aplicarlos a nuestras necesidades específicas. La verdad abstracta tiene que aplicarse en la vida del hombre si ha de dar fruto.
Nefi citó del libro de Moisés y de los escritos de Isaías y luego dijo: “Apliqué todas las Escrituras a nosotros mismos para nuestro provecho e instrucción” (1 Nefi 19:23), queriendo decir con eso que aplicó las enseñanzas de Moisés y de Isaías a las necesidades de los nefitas.
5. Debemos testificar que todo lo que enseñamos es verdadero.
Somos un pueblo que da su testimonio, y así debe ser. En nuestras reuniones se escucha constantemente la declaración solemne de que la obra en que estamos embarcados es verdadera. Con fervor y convicción certificamos queJesús es el Señor, que José Smith es Su profeta, y que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es “la única iglesia verdadera y viviente sobre la faz de toda la tierra” (D. y C. 1:30).
En todo esto hacemos bien, pero debemos hacer aún más. Se espera que todo maestro inspirado enseñe por el poder del Espíritu y dé testimonio de que la doctrina que enseña es verdadera.
Alma estableció un ejemplo al respecto cuando predicó un poderoso sermón en cuanto a nacer de nuevo. Luego dijo que había hablado con claridad, que había sido comisionado para hacerlo, que había citado las Escrituras y que había enseñado la verdad.
“Y esto no es todo”, agregó. “¿No suponéis que sé de estas cosas yo mismo? He aquí, os testifico que yo sé que estas cosas de que he hablado son verdaderas” (Alma 5:45).
Éste es el sello que estampa la enseñanza del Evangelio: ¡El testimonio personal del maestro de que la doctrina que enseña es verdadera!
¿Quién podría disputar un testimonio? Los incrédulos podrán contender acerca de nuestra doctrina y aun pervertir las Escrituras para su propia destrucción. Podrán ofrecer hábiles explicaciones desde un punto de vista puramente intelectual, pero jamás podrán vencer un testimonio.
Si digo esto, o que la profecía mesiánica de Isaías se cumplió en este o en aquel acontecimiento en la vida de nuestro Señor, muchos estarán esperando para refutar el tema y declarar que los hombres sabios del mundo no piensan de la misma manera. Pero si testifico saberlo por medio de las revelaciones que el Espíritu Santo ha manifestado a mi alma que las declaraciones mesiánicas se refieren a Jesús de Nazaret, quien es el Hijo de Dios, ¿quién podría refutarlo? Habré dado mi testimonio personal en cuanto a un punto de doctrina que estaré enseñando y toda persona que esté en comunión con el mismo Espíritu sabrá en su corazón que lo que he dicho es verdadero.
Alma, después de dar su testimonio de que las cosas que había enseñado son verdaderas, preguntó: “Y ¿cómo suponéis que yo sé de su certeza? He aquí, os digo que el Santo Espíritu de Dios me las hace saber. He aquí, he ayunado y orado muchos días para poder saber estas cosas por mí mismo. Y ahora sé por mí mismo que son verdaderas; porque el Señor Dios me las ha manifestado por su SantoEspíritu; y éste es el espíritu de revelación que está en mí” (Alma 5:45–46).
Tenemos ante nosotros, pues, una exposición de nuestra condición como representantes del Señor y de nuestro cometido divino como maestros.
Hemos sido nombrados:
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Para enseñar los principios del Evangelio
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De los libros canónicos
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Por el poder del Espíritu Santo,
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Aplicando siempre la enseñanzas a nuestras necesidades, y
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Para testificar que lo que enseñamos es verdadero.
Ahora sólo me resta decir, entonces, una sola cosa sobre lo expuesto, y es darles mi testimonio de que los conceptos que aquí he presentado son verdaderos y que, si los aplicamos, tendremos el poder para convertir y salvar las almas de los hombres.
Yo sé:
Que el Señor nos ha mandado enseñar los principios del Evangelio tal como se encuentran en Sus sagradas Escrituras;
Que a menos que lo hagamos por el poder del Espíritu Santo, nuestra enseñanza no será de Dios;
Que Él espera que apliquemos los principios de la verdad eterna en nuestra vida;
Que debemos dar nuestro testimonio a todos los que nos escuchen de que nuestras enseñanzas provienen de Aquel que es Eterno y que conducirán al hombre a la paz en esta vida y a la vida eterna en el mundo venidero.
Todos los que enseñamos como maestros podemos hacerlo de acuerdo con este modelo divino. Lo digo en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.